Nueva casa tomada
I.
El misterio no ocurre en la calle,
sino en mi casa de la playa
con vistas-al-mar,
terraza-con-barbacoa,
y armarios tan empotrados
como los vecinos de arriba
que se han quedado encajados
entre los ladrillos de la habitación de atrás.
Colgados de su letargo,
durmiendo con los ojos abiertos.
Los mismos ojos que, cuando sepultados
en su paso hacia el limbo, jadean,
y sólo logran entrever el gotelé
cada día mas amarillo
por el humo de los chinos
que se fuman sin parar.
Son cuatro inquilinos.
Todos los días hacia las tres de la tarde,
el mono que tienen en cautividad,
despierta a mi bebé.
Sus golpes de escoba,
junto con sus chillidos
que alcanzan la frecuencia
de un tigre desquiciado,
atraviesan su suelo
hasta penetrar la cuna
que descansa en el salón
y avivar su llanto.
II.
Me subo a un taburete.
Desde la claraboya de la cocina
veo salir a la única mujer de la casa.
Entra en la farmacia.
En el supermercado.
bolsita blanca de cartón
barra de pan
paquete de chorizo 1€
Vuelve. Me bajo casi matándome y
pego el oído a la pared.
La resonancia de sus pasos
subiendo los peldaños del edificio.
El traqueteo de sus tres cerrojos,
el zip de su cremallera,
el flop que hacen sus labios al chocarse
para esconder la llave al fondo de su vagina.
III.
Desde que vivo chupando ladrillos,
he ido anotando en la pared
los días que llevan sin salir.
Coinciden con los que llevo sin dormir.
El otro día deslizaron una notita por debajo del burlete.
Me la está leyendo mi hijo.
Sin embargo.
No logro.
Mi amor,
creo que mis oídos también andan
habitados.
Aliento a metadona
Fui la sombra de aquel gato
que entresemana vivía entre ruinas
y los fines de semana se iba al palacio de su abuela.
Recuerdo que el gato nunca dijo
ni mu. Le faltaban las palabras.
Con los marqueses
no sabía qué cara poner
cuando les escuchaba decir que el casoplón
de la piscina era la casita de invitados.
Con los del barrio
no sabía qué responder
cuando le preguntaban
por qué no tenía pueblo.
Con sus amigos de verano
le daba vergüenza decir
que era bilingüe en inglés.
Le salpicaban, como gotas de alquitrán,
los recuerdos del sofá aguijoneado
por las quemaduras de pitillo,
los trozos del muro de casa que se caía a cachos,
el olor a azufre,
vinagre,
plástico quemado que subía desde el sótano.
Recuerdo que poco a poco fuimos descubriendo
los secretos de papá y mamá.
Fundida en la sombra del señor gato,
iba descubriendo dónde había crecido,
de dónde venía aquel desagradable olor,
qué llevaban oculto aquellos botecitos de la nevera
o por qué nadie podaba las enredaderas del jardín.
Resulta que crecí entre paredes de plata,
mecheros y polvo.
Que aquel olor a rueda quemada
venía del caballo que tenían escondido en el sótano.
Y que lo que maceraba
dentro de aquellos botecitos
al fondo de la nevera,
era el aliento a metadona.
El porqué las enredaderas del jardín
crecieron hasta comerse las ventanas,
tapiar los tragaluces,
y extinguir nuestra sombra,
nuestra penumbra,
nuestra piel,
lo entendería más tarde.
Papá y mamá estaban demasiado.
Recorriendo aquel camino lento hacia el.
La vida girando alrededor de.
Y no pensaban podarlas.
A nosotros, nos daba morbo verlas crecer al tiempo que crecían nuestros traumas.
El sótano
Es húmedo y arenoso. Huele a vestuario de piscina. En ese hueco sin ventanas flotan el aserrín, el polvo y el esmalte, condensados, con urgencia por arrimarse hasta volverse una masa. Es casi imposible bajar y totalmente imposible no toser. Las cajas de cartón, las pilas de cómics El Víbora y los montones de cartas dificultan la bajada. Las escaleras son de cerámica y no hay barandilla. Sólo una pared de ladrillo donde apoyar la mano. La palma se ensucia al tocarla. Si pudiera escurrir los ladrillos saldrían chorros de agua. Hay cartas de todo tipo pero predominan las de la DGT y el BBVA. Amarillentas y sin abrir, como las cajas donde nadie sabe qué hay. Me imagino miniaturas, marcos, porcelanas, toda una amalgama de preciosidades acumulando el tiempo que yo pierdo. Lo pierdo pero no se me escapa, lo guardo para después. En realidad hay una ventana pero está tapiada. Por su situación a pie de calle eso era un coladero de cotillas. Se colaban las marujas del barrio y también los amigos de mi padre. Tan abajo que cualquiera se daba cuenta. Si de casualidad yo bajaba a buscar pilas para el mando de la Wii o algún material para las manualidades del colegio, me los encontraba reunidos con sus paquetes de cerveza y los ceniceros a estallar. Por lo menos los ceniceros se los traían de casa. En su día dejábamos los nuestros pero desde que nos dimos cuenta que las vecinas se los llevaban, como si fueran los caramelos de la consulta del dentista o las cerillas de las cafeterías, empezamos a subirlos. Ahí abajo nada encierra promesa. Si bien el ajetreo, el desorden, las cosas, tantas cosas, podrían tener pliegues donde encontrar símbolos, señales, augurios de tiempos mejores, ahí no hay arrugas donde uno pueda arrimar sus ascuas. Mucho menos arrugas donde conversar. Ahí nadie habla. ¿De qué van a hablar? Tan espeso que las palabras no salen. El mutismo, sin embargo, no encubre preocupación. Todo lo contrario. Imagínatelo como un baño turco. A pesar de su apariencia apelmazada, es un lugar donde uno se encuentra a gusto. Donde el cuerpo se expande en el calor y espera sin saber que está esperando, tranquilo. No hay excentricidades, espantos, ni fatalismos. Ni siquiera el olor a cigarro queda pegado entre los ladrillos o encajado entre los arcos. Hay dos arcos, es verdad, se me había olvidado que hay dos arcos como de mezquita. ¿Qué había ahí antes? Tal vez una fosa séptica o alguna conexión al alcantarillado. La boca de limpieza está a diez metros. Quizá el albañil dejó que un aprendiz practicara en la cimentación. También pueden ser restos de la muralla de la ciudad. No sé qué teoría me parece más razonable.
¿Chute de carbón?
¿Tuberías viejas?
¿Cuál es el propósito de un arco de ladrillo?
Imagino que soportar la carga de arriba con un hueco debajo.