Despierta un boriqueño
Isla del mar y el sol y mil encantos,
Montañas y playas, tierra y arena,
Flora que danza en la brisa serena,
Joya del Caribe, te amo tanto.
Todos los días al despertar canto,
Tus ritmos sonoros de bomba y plena,
Sonido de fauna entra en escena,
Y juntos formamos un solo canto.
¿Vivir en ti? Lo único que quiero,
Aunque el tiburón nos quiera desterrar,
Si hay que ir a la guerra, por ti yo muero.
Si es así, aquí me van a enterrar,
En el monte o en el suelo playero,
En esta tierra siempre voy a estar.
Un héroe nacional
Se encontraba solo en la sala de su casa de campo cuando los cerdos le dieron su última visita. Él estaba meciéndose en un sillón, tomando café y comiéndose una tostada de pan sobao con mantequilla. Leía el periódico tranquilamente mientras sonaba una salsa del gran Maelo Rivera en el fondo.
—¡PAM! ¡PAM! ¡PAM! —sonaba la puerta.
—¡Ajá! ¿Quién es? —contestó el señor.
—Señor Ríos, soy del Departamento de Hacienda. Tengo unas preguntas que hacerle.
Roberto Ríos se levantó del sillón, dejó la taza de café en una mesita que estaba a su lado y cogió su bastón para recibir al hombre. Al llegar a la puerta, quitó el seguro y en ese mismo instante, el extraño empujó fuertemente la puerta y en cuestión de milisegundos Roberto Ríos estaba tirado en el piso. En el impacto se le habían caído sus espejuelos, pero podía ver la sombra de lo que parecía ser 10 hombres armados. En ese momento, el señor Ríos supo que el día de su suerte había llegado. Los hombres cerraron la puerta, levantaron a Ríos y lo sentaron en su sillón.
La claridad de la sala hizo que la visibilidad del señor mejorara un poco y en eso notó que los chalecos de los hombres llevaban marcados tres letras amarillas.
—¿Quiénes son ustedes?
Todos los hombres se echaron a reír. Aquel que parecía estar al mando, subió la música en la radio al máximo, tumbó la mesita donde estaba el café y el pan, agarró a Roberto por el cuello y le dijo al oído:
—Tu sabes muy bien quiénes somos, so cabrón. Bastantes años has estado jodiendo el parto y ahora sí que no hay quién te salve.
El hombre le insertó una pistola Smith & Wesson en el ombligo y disparó dos veces hasta que Ríos cayó de espalda en su sillón. Luego lo rodearon los demás hombres y lo acribillaron mientras ya estaba moribundo en el piso. Después de eso, el hombre al mando disparó dos tiros a la pared, limpió el mango de su pistola y se la puso en la mano al cadáver.
—Señor gobernador, el operativo ha sido concluido. – decía en el teléfono.
—Muy bien capitán John, ¿no hubo testigos además de los nuestros?
—Negativo, señor. Solo se encontraba él en el domicilio, como habíamos previsto.
—Excelente. Le avisaré al comisionado residente en Washington para que le notifique al presidente de su acto heroico y compromiso con la nación.
—Entendido, ha sido un honor.
Al día siguiente, salió en las noticias que el capitán John Figueroa había sobrevivido a un ataque del enemigo del estado Roberto Ojeda Ríos mientras se realizaba una investigación en su hogar. Figueroa ha de convertirse en uno de los nombres patrióticos de nuestra nación, dado su valentía y sacrificio por el pueblo puertorriqueño.
Don Gusteau Blasini
He sabido del enigma de Don Gusteau Blasini desde hace unos diez años, cuando visité por primera vez su negocio de sándwiches, pero nunca lo llegué a conocer hasta la última vez que lo vi. “Chop and Chew” se llamaba el local. Quedaba en la esquina sureste de la intersección entre la séptima y la avenida C. Para ese entonces yo tenía 8 años y vivía con mi abuelo en la quinta, a dos cuadras de Gusteau. Sabía del local porque mi abuelo y Don Gusteau fueron veteranos de la guerra de Vietnam y pasaron por el mismo proceso de llegar trastornados a un Nueva York que ya se había olvidado de ellos. Fueron unos años difíciles tratando de adaptarse a la ciudad y a una nueva realidad, pero ambos lograron sobrevivir. Gusteau como cocinero y dueño del negocio que creó y mi abuelo como abogado.
Chop and Chew era el paradero habitual cada vez que salía del colegio y me dirigía hacia casa. A veces iba con mis amigos, pero la mayoría del tiempo iba solo y me quedaba hablando con el nieto de Gusteau que trabajaba de cajero. Hablábamos de música, cine y de la rivalidad de los Knicks y los Nets. Era un joven carismático y hablador, muy diferente a su viejo, quien a duras penas hablaba y a quien nunca vi sonreír hasta esa última vez que lo vi. Las únicas palabras que intercambiaba con él eran la orden de mi sándwich y su ocasional “Aquí tienes”, que decía cuando entregaba su obra maestra. Su local cogió popularidad por el concepto único que inventó, que consistía en que uno escoge los ingredientes que deseara y él los picaba a machetazos y los ponía en la base que uno quisiera; croissant, bagel, pan de todos tipos o hasta lo que uno se inventara. También el lugar era popular por su carne molida especial, que convenía pensar que era pollo, pero realmente no se sabía que carajo era. La guardaba en un recipiente grande de plástico al lado de la plancha de cocina.
La última vez que lo vi, tenía 16 años y estaba bajando por la avenida B, pasando por al lado de Tompkins Square Park. Eran las tres de la mañana y venía de compartir con mis amigos cuando lo vi sentado en un banquillo, fumándose un cigarro. Yo iba un poco ebrio, por eso tuve el atrevimiento de acercarme a él.
—Buenas noches Don Gusteau, ¿cómo se encuentra? —dije al acercarme.
—Todo bien mijo, aquí fumándome el último para dormir en paz.
—Qué bien, ¿le molesta si me siento a tomar aire aquí con usted?
—No, no, para nada. ¿Tú eres el nieto de Salvador, no?
—Ese mismo soy yo, no pensé que me iba a reconocer. —respondí sorprendido.
—Arroz moro, con jamón ibérico, atún y claro, la carne especial que no puede faltar, todo dentro de un baguette. ¿Cómo no me voy a acordar? Es la combinación más puñetera y extraña que un cliente me suele pedir, pero de la que más disfruto picar y hacer.
Los dos nos echamos a reír.
—De hecho, siempre le he querido hacer esta pregunta, ¿qué es la carne especial?
Hice la pregunta con mucha curiosidad, pero él la ignoró por completo.
—¿Tú sabes cuando tu abuelo y yo nos conocimos? —me dijo.
—Tengo entendido que en Vietnam, ¿no?
—Es correcto muchacho. En los tiempos de oro – dijo con una sonrisa mientras inhalaba profundamente el humo del cigarro.
—¿Tiempos de oro? ¿Cómo así? —pregunté un poco confuso.
—Vietnam fueron los mejores dos años de mi vida si supieses. En el único lugar donde me he sentido libre y el único donde me he sentido en mi hábitat natural. Corría y exploraba la naturaleza, cazaba animales silvestres, disparaba ametralladoras y lanzacohetes. Estaba adicto a esa adrenalina de no saber en qué momento me podían volar la cabeza o explotarme y hacerme trizas.
Siempre pensé que era un don serio y tranquilo, pero en aquella conversación con Gusteau, tuve una mejor impresión de quién era realmente. El muy cabrón me confesó haber matado 73 vietnamitas como si fuese un logro monumental. Jamás pensé que el gran creador y cocinero de Chop and Chew, mi lugar favorito de la niñez, hubiera sido un asesino en serie en el pasado.
—¿Por qué crees que me encanta picotear a machetazos las carnes y los ingredientes de los sándwiches? —procedió a decir— Además de causar que la mezcla de todos los sabores sea exquisita, el machetear bruscamente todo aquello en la cocina me hace volver a sentir esa adrenalina de Vietnam.
Yo estaba estupefacto. Tampoco podía creer que me estuviese diciendo aquello a las tres de la madrugada mientras fumaba un cigarro, sentado en Tompkins Square Park. Aquello fue una escena de un sueño o una alucinación. Me quería ir volando de allí, pero a la misma vez me estaba matando la curiosidad de saber la respuesta de aquella pregunta que esquivó. Así que volví a hacérsela con más firmeza.
—Don Gusteau, me encantaría quedarme a hablar de sus años en el oriente, pero es muy tarde. Ya debo llegar a casa, pero no me puedo ir sin saber qué es la carne especial tan sabrosa que haces. Por favor, sé que es tu receta secreta, pero prometo no decirle nada a nadie.
—Bueno, yo también me debo ir, y a este grillo no le queda nada así que vayámonos pues. ¿Por qué no camino contigo?
—Con tal de que me cuentes sobre la carne, no tengo problema. —le respondí.
Él me miró serio a los ojos y me dijo.
—Hijo, de verdad no quieres saber lo de la carne.
—Por favor, insisto. —respondí casi suplicando.
—A ver muchacho, ¿tú sabes cuál es la comida más común en los pueblos y ciudades costeras?
—Pues, probablemente pescado, mariscos y alimentos que se encuentran en el mar.
—Muy bien. ¿Y sabes cuál es la comida más común en los pueblos de la montaña?
—Pues ovejas, vacas y… no sé, animales que viven en la montaña supongo.
—Muy bien. Así que tienes una idea de lo que hacen las comunidades para alimentar a su gente. Se aprovechan de aquellos recursos que se encuentran a su alrededor y están en abundancia. ¿Pues qué crees que abunda en esta ciudad muchacho? Quisiera que fueran langostas frescas o corderitos gordos, pero ese no es el caso. Aquí el animal que más abunda es aquel que mendiga por la calle. El traicionero, en el que uno nunca puede confiar. El mentiroso y mal agradecido que le muerde la mano a aquel que le da de comer y no, no estoy hablando del ser humano.
Quedé en estado de pánico cuando escuché esas palabras. Después de procesar lo que había oído, vomité en la calle y corrí y no paré hasta llegar a la casa. A la mañana siguiente, se anunció por todos lados que el grandioso Don Gusteau Blasini, dueño y chef del exquisito Chop and Chew había fallecido en paz mientras dormía en su cama. Su muerte ocupó tres páginas (incluyendo la portada) del periódico local y una cobertura de media hora en televisión, la cual fue transmitida por la mañana y por la noche en un total de cinco canales de noticias. De aquella manera, todos sus clientes, ya fueran televidentes mañaneros o nocturnos, se enteraron de la muerte del gran psicópata que los alimentaba con sándwiches de rata.