Piedras. En Azua eso era lo único que había. Hilda los dejaba en la casa con una tinaja de agua, dizque para que cuando les diera hambre se la vaciaran aentro. Dizque para que se llenaran con eso. Con agua. Hasta que ella regresara con un cliente o con dos a hacer ñau ñau en la colchoneta mientras él y su hermano chupaban piedras. Chupaban piedras porque sabían a sal, sentados al pie de la puerta que daba al conuco, que era por donde a veces pasaba el viento. Un conuco en el que nunca creció nada, porque las mujeres escupían cuando pasaban frente a la casa y esa saliva les secaba la tierra.
A veces los clientes de Hilda les daban un chele o un plátano rulo del racimo que llevaban atado al mulo. A veces los clientes los hacían mirar cómo le hacían ñau ñau a Hilda por la boca y después se iban riéndose sin darles nada ni a ellos ni a Hilda.
Ella les metía a él y a su hermano con una vara de guayaba en las canillas. Les volteaba la cara con una chancleta. Les metía con la hebilla de una correa en las costillas hasta que se llenaban de moretones. Les metía con el puño cerrado en la cabeza cuando al regresar con un cliente los encontraba frente a la casa porque habían salido a esperarla.
Arsenio comía tierra. Chupaba piedras y comía tierra. Esa tierra anaranjada y fina que había en el conuco. Y encima se echaba el agua. Su hermanito no podía tragársela. Arsenio le envolvía el polvo en papel periódico para que pensara que era gofio. Pero ni así. A su hermano lo que le gustaba era el relleno de la colchoneta. Todavía no tenía todos los dientes y la colchoneta era blandita.
Hilda no los pegó de la teta. Porque estas son las que me mantienen. Estas pencas tetas. Y se agarraba los dos pellejos con fuerza frente a un pedazo de espejo manchado como si entretuviese un pene en medio de ellas.
En la mañana se pintaba la boca sin cepillarse los dientes y se pintaba la boca antes de acostarse. De rojo sangre. Se ponía un vestido de salir con brillo ya viejo que le quedaba grande y que cuando volvía con sus clientes se quitaba con movimientos que mecían sus tetas como se mecían las ubres de las vacas flacas de Tatú.
Ellos veían el culo de los clientes entrando y saliendo, entrando y saliendo de su madre que gemía como un becerro. Ella agarraba con ambas manos esos culos, haciendo que entraran en ella cada vez más hondo. A veces el más chiquito se acercaba a la colchoneta para comer un poquito cuando Hilda estaba trabajando y un pie de hombre lo despegaba como se despega el lodo de las suelas contra el borde de la puerta.
Con Tatú era diferente. Tatú traía queso, leche. Los llevaba al río porque tenían días sin bañarse. Los estregaba a los tres con jabón de cuaba y a veces le traía a Arsenio un pantalón viejo cortado para que se lo pusiera. Primero estregaba al chiquito que era el que más moscas atraía. Luego le enseñaba a Arsenio a usar la pastilla de jabón, moviéndola en círculo sobre la piel hasta que una espuma blanca lo cubría de pies a cabeza. A Hilda la estregaba con esmero, lavándole las axilas y los pies, el pelo crespo y enmarañado que repelía el agua hasta que estaba jabonoso como algodón. Le lavaba las tetas y el ano como a sus vacas y al meterla al río para enjuagarla la corriente se llevaba una lavaza gris en forma de huevo frito. Luego Tatú se la cogía allí mismo sobre una piedra, mientras Arsenio y su hermano se abalanzaban sobre el macuto de Tatú tras la galleta de pan que siempre tenía dentro.
Tatú quería vivir con ellos, les decía barriendo con una escoba el piso en desorden de la casa, cubierto con los culitos de tabaco que dejaban los clientes de Hilda y el polvo que la brisa acercaba todos los días. Tatú quería cuidarlos, les decía dando vueltas al cuello de la gallina que se había robado en el camino. Arsenio se comía aquella gallina con los ojos cerrados y el sazón de aquella carne mitigaba por unos segundos el sabor que siempre tenía en la boca, el sabor amargo de la tierra del conuco.
A su mamá le gustaban los huesos, que ruyía y masticaba limpiándose el entresijo de las muelas con una lengua de perro. Cuando ya estaba satisfecha se quitaba la bata de flores de estar en casa y se metía en el vestido de brillo para irse a trabajar. Tatú daba un golpe en la mesa, recogía su sombrero y su macuto y se iba cabizbajo por el camino de lodo. A Arsenio le daba pena que Tatú se fuera, pero se dormía con la barriga llena en un rincón de la casa y ni los gritos de becerro de Hilda, ni los de su hermano, lograban despertarlo.
Arsenio soñaba que chupaba una teta blanca llena de leche. La leche le rebosaba la boca espesa y dulce como miel de abejas y al fondo se escuchaba repetitivo el chasquido del cuello de las gallinas que Tatú sacrificaba. Al amanecer el cantar de gallos lejanos traía a Arsenio de vuelta a una casa que olía a triculí, a sangre y a tabaco mojado. Su madre no estaba, a veces se tardaba varios días y regresaba cojeando con un lado de la cara amoratado y cubierto con la baba de sábila con que la habían curado las monjas. A esas horas su hermanito lamía los platos sucios en la batea o salía a buscar desayuno en la manigua, rabos de lagarto que había aprendido a cortarles con una piedra y que coleaban todavía vivos cuando se los llevaba a la boca.
Arsenio se volteó la tinaja hasta que el agua tibia estiró su estómago por completo. Se asomó y vio a su hermano recostado al pie de una bayahonda bajo una nube de moscas. El sol lo alfilereaba todo, maldiciéndolos a ellos y al conuco como la saliva de las mujeres del pueblo.
La tierra se los iba a tragar.
Corrió fuera para avisarle a su hermano, para irse con él a casa de Tatú y lo encontró como un muñeco de trapo roto expulsando el exceso de colchoneta por la boca. La asfixia había crispado sus dedos contra el suelo con el mismo gesto seco de las ramas de la bayahonda y un remolino de hormigas se repartía la carne que le quedaba en los ojos.
Al coronel Regalado nunca lo miraba a los ojos, atisbaba un lejano horizonte cuando recibía sus órdenes. Miraba al vacío cuando decía sí señor como si hablara con alguien en el cielo. Al coronel Regalado lo conocía de siempre. El día en que murió su hermano y una turba sacó a Hilda de la barra por los pelos el entonces teniente Regalado se lo llevó a su casa. Esa noche Arsenio cenó chivo guisado en un plato de losa blanca en la mesa de pino sin pulir de los peones de la finca de Regalado, que en aquel entonces tenía 23 años y acababa de tener su primer hijo.
Arsenio no volvió a pasar hambre y su esqueleto se ocultó bajo carnes que crecían a lo largo y a lo ancho. Era hábil y resistía las horas de trabajo entre hombres que pasaban el día en el campo hablando de la suerte de otros hombres que se habían ganado la lotería o a quienes en un camino vecinal se les había aparecido el Diablo. Pero el sabor a tierra no se le quitaba de la boca, excepto cuando la tenía llena o cuando veía al primogénito de Regalado comer. Se subía al techo de la barraca de los peones boca abajo, sobre el zinc, para ver por una persiana entornada a la gruesa mujer de Regalado amamantar a su bebé. Se concentraba en la expresión de gusto de la criatura, en el insistente movimiento de succión de los pequeños labios, tocándose como hacían los peones para liberar tensión antes de dormir y luego bajaba a desayunar queso frito y mangú para irse a recoger tomates.
Una mañana Regalado lo encontró acechando a su mujer. Bájese de ahí, le dijo con una voz que martillaba las sílabas. Arsenio se apeó del techo y se colocó bajo la sombra larga y ancha del teniente.
—¿A usted le gusta brechar? —Le preguntó el gigante sin ponerle sus aseadas manos encima. Arsenio fijaba la vista en los hermosos detalles del uniforme, las insignias bordadas, el revólver.
Respóndame cárajo. Arsenio dijo que sí con la cabeza.
¿Usted tiene buena memoria? Le preguntó Regalado agachándose para mirar al niño a la cara. ¿Memoria? Arsenio no conocía esa palabra.
Memoria es acordarse de lo que uno ve y oye, poder ver y escuchar en la mente lo que uno vio antes. Repita conmigo: Yo me remendaba, yo me remendé, yo me hice un remiendo, yo me lo quité. Arsenio repitió sin problemas: Yo me remendaba, yo me remendé, yo me hice un remiendo, yo me lo quité.
Esa tarde al regresar del campo, Libio, el peón que lo cuidaba, lo mandó a bañarse y luego lo ayudó a ponerse la camisa, el pantalón y las chanclas de su talla que la mujer del teniente le había traído. Después de cenar Regalado lo vino a buscar y se montó con él en el Plymouth negro, cuyos detalles en metal brillaban bajo una luna enrojecida que comenzaba a despegarse del horizonte. Pararon en el parque y compraron unas barquillas de helado de vainilla que lamieron dando un paseo por el pueblo. El teniente se detuvo en una calle, apagó el automóvil y se puso a Arsenio en las piernas. Allí subido podía ver mejor. Era una calle oscura de muchas casas pequeñas de cemento y madera con techos de zinc. Al final de la calle había una casa rosada con algunas ventanas encendidas. ¿Usted ve esa casa? Le preguntó sacándole punta a la bola de su barquilla con los labios. Usted se va a trepar a brechar un día sí y un día no. Y va a venir a decirme lo que ve y lo que oye. Quién entra y quién sale. Si lo ven, usted hace como que está jugando, matando lagartos. Cazando. Usted no responde preguntas de nadie que no sea yo. ¿Me comprende?
Cuando llegaron de vuelta, Libio ya tenía listo un tirapiedras de guayacán con una tira de goma gruesa color vino y un trozo de piel de chiva por donde agarrar los peñones. Regalado elogió la tallada madera verduzca del juguete y se lo puso a Arsenio en el bolsillo trasero del pantalón con cierta brusquedad diciéndole, usted ya es parte del ejército y este es su camuflaje. Cuando yo le hable usted dice Sí, Señor. Arsenio cogió en sus manitas su primer juguete. Un juguete que le habían dado para fingir que jugaba. Estiró un poco la goma y respondió como debía: Sí, Señor. Todas las armas que le habían sido asignadas durante su vida le recordaban aquella horquetilla de madera y el peso de la mano de Regalado metiéndola en su bolsillo junto con el compromiso de nunca jugar, de siempre brechar, de siempre fingir. De ser un espía.
El día que cumplió 10 años Regalado lo llevó a un ranchito que estaba al otro extremo de la finca y en el que los trabajadores preparaban el almuerzo. Allí amarrado a una silla estaba Fre, el loco del pueblo, un muchacho que no llegaba a los veinte y al que de vez en cuando le daba con gritar abajo Trujillo. El loco era hijo de Doña Triny y Regalado la conocía. Por eso lo había traído a la finca y no al destacamento de donde no hubiese salido vivo.
Ya le habían reventado una ceja y el sucio de días que llevaba encima se había mezclado con la sangre formando una máscara pastosa color marrón tras la que los ojos desorbitados lucían aún más el amarillo de su blanco. El loco balbuceaba algo y Regalado acercó la cabeza a su boca para oírlo mejor. Regalado saltó hacia atrás como un sapo, metiéndole un puño cerrado que sonó como un coco cuándo cae en la arena. Libio tenía un alicate grasiento en la mano y se acercó al prisionero con el ceño fruncido. Regalado le arrebató el alicate y se lo entregó a Arsenio.
Sáquele una uña, le ordenó limpiándose con un pañuelo blanco la impresión de grasa que le había quedado en la mano. Sáquele una uña a ver si se le quita la mala maña.
¿Cuál uña? preguntó Arsenio, la que usted quiera, le respondió el militar. Así de cerca Arsenio podía oír el susurro baboso: abajo el jefe, jefe cagao. Agarró con asco la mano derecha de Fre que hedía a mierda y orín. Se decidió por la del dedo anular que estaba un poco más larga que las otras. Le sorprendió la facilidad con que había despegado la uña más que el aullido de dolor de Fre. Era como desprender las escamas a una tilapia. Algo tan fácil no podía doler demasiado.
El llanto de Fre sustituyó sus insultos contra el Benefactor de la Patria. Regalado se agachó junto a él, escupió su pañuelo y comenzó a limpiarle la cara. Ya, ya, que usted es un macho de hombre, le dijo con una voz arrulladora que Arsenio no le había escuchado ni con su esposa. Péguenle manguera y cúrenlo, ordenó saliendo del rancho, tirando el pañuelo al suelo sin mirar ni una sola vez hacia atrás. Arsenio salió tras él todavía con el alicate en la mano, buscándose el sabor a tierra allá al fondo de la boca, como cáscaras de habichuelas escondidas tras las muelas.