En Colombia, para pocos es un secreto que Yolanda Reyes está detrás de la formación de varias generaciones de lectores. Entre sus obras más destacadas está Terror de sexto B (1994) y Los agujeros negros, que fue elegida por Alfaguara para hacer parte de su colección “Los Derechos del Niño”. A su obra prolífica la acompañan años de trabajo como educadora, promotora de lectura y librera, a través del colectivo Espantapájaros. Actualmente está a cargo de la colección “Nidos Para la Lectura”, con la que Santillana ha vuelto a publicar varios clásicos del género infantil.
En Internet hay una conferencia suya que aparece bajo el nombre de “El lugar de la Literatura en la vida de los niños”. Allí usted dice que los niños necesitan que alguien les ayude a ordenar el mundo con palabras. ¿Qué significa eso para alguien que escribe en Colombia, donde la violencia se ha ensañado tanto contra los cuerpos de niños y niñas?
Cuando escribo no pienso en ayudar a nadie a ordenar nada; ya es suficiente con el intento de dar cierta apariencia de orden a las palabras enmarañadas que tardan tanto tiempo en surgir y en apilarse unas al lado de otras, a veces sin que entienda bien por qué aparecen o se esconden. El proceso de escribir suele ser tan agotador, tan apasionante y tan “desordenado” que mal haría en asumir, además, la responsabilidad de ordenar el mundo, suponiendo que eso fuera posible. Sin embargo, seguramente cargo, como las colombianas de mi época, una herencia de dolor y de preocupación de país que aparece cuando escribo y que se extiende al mundo de la infancia –la de los niños que vimos crecer, pero quizás también la nuestra–. Y esa herencia, ese dolor, esas preguntas particulares emergen, no solo en mis columnas de opinión, que deliberadamente giran alrededor de temas difíciles, sino cuando escribo ficción para cualquier edad. A veces es más evidente, como en Los agujeros negros, un libro en el que un niño le pregunta a su abuela qué pasó la noche en que sus padres desaparecieron, o en Qué raro que me llame Federico, una novela para adultos sobre un hijo adoptivo que regresa a Colombia a buscar sus raíces, pero otras veces me sorprende descubrir otros agujeros negros que quizás vienen del miedo, de la desconfianza, de tantas cosas no dichas que llevo puestas en mi voz y que hacen parte de mi acento.
La literatura infantil se mueve entre la risa, el cariño, y el juego, pero también atraviesa los terrenos del abuso, la violencia y la muerte. ¿Por qué es importante aprender a leer con libros conscientes de la complejidad emocional de los seres humanos?
Yo diría que toda la literatura, no solo la llamada “infantil”, se mueve entre esos territorios extremos que mencionas y que hacen parte de la vida. Precisamente esa complejidad emocional es la materia prima de la literatura y de las artes, y aprender a leer tiene que ver con la necesidad de encontrar un código compartido: una lengua franca y especial, distinta a la de la inmediatez, para darle sentido y espesor a esa experiencia tantas veces ambivalente de pertenecer a la raza humana. Los niños necesitan, quizás más que nadie, quizás más que nunca, encontrar palabras para nombrar esa experiencia tan reciente y tan compleja que es la vida. Y ahí está la literatura para mostrarles cómo lo hicieron los otros, para dejarlos asomarse a la experiencia humana y moverse con tranquilidad, gracias a ese marco protector que da la ficción.
¿Quiénes han sido sus referentes a la hora de escribir para niños? ¿Qué le han enseñado esas maestras y maestros?
De Maurice Sendak admiro su poder para viajar al territorio de las cosas salvajes y regresar justo a tiempo para la hora de la cena, con esa naturalidad y esa economía poética que fascina a los niños–y también a los adultos–. Yo no sé cuántas veces he leído Donde viven los monstruos ni con cuántos adultos y cuántos niños que están creciendo o que han crecido ya, pero cada vez que lo leo encuentro algo que no había visto antes y la misma emoción, la misma conexión. Creo que a él y a Roald Dahl, maestro de la narrativa y del humor irreverente, les debo la decisión de escribir para niños. Las brujas y La maravillosa medicina de Jorge, de Dahl, son lecciones de escritura: de cómo llevar a un lector desde el principio hasta el final de un relato sin dejarlo soltar el libro y sin que sobre una sola palabra. Christine Nöstlinger es otra de mis maestras: con ella descubrí la posibilidad de mirar la vida cotidiana de un niño como Franz con esa capacidad de penetración y con ese respeto y ese humor, y a la vez con esa seriedad con la que pocos autores miran a los niños. Por supuesto, hay muchos otros autores de los que he aprendido y sigo aprendiendo cada día, pero si tuviera que elegir una trinidad, ahí están mis figuras tutelares.
Además de escribir, lleva años formando lectores a través de proyectos pedagógicos. ¿Cómo han evolucionado sus estrategias para que la lectura defienda su lugar frente a otros tipos de estímulos como Internet, el cine y los videojuegos?
En realidad, no pienso que la lectura en la infancia deba defender lugares sacralizados, ni que haya que buscar estrategias para competir con otras formas de expresarse, de comunicarse y de jugar a ser otros. Si hubiera una estrategia, quizás sería la de siempre: dar a leer, dejar leer, ofrecer entornos y libros amados para que los niños descubran esa forma de desciframiento y de conexión que consiste en asomarse a la vida de los otros en compañía de alguien que nos lee y que nos entrega, con su voz, con su mirada, un refugio para afrontar las peripecias de la vida. Ver cómo un niño y un libro se encuentran gracias al abrazo de un adulto que los acoge a los dos –libro y lector– es algo que me sigue maravillando: más que una estrategia es una experiencia que no se parece a ninguna otra; una conexión emocional que nos vincula a la especie, que nos hace sentir parte de eso que llamamos cultura.
Crear hábitos de lectura toma tiempo y necesita proyectos editoriales que acompañen el desarrollo de los niños ¿Qué otros criterios han servido para darle forma a la colección “Nidos para la Lectura”?
Escoger los libros –publicados o inéditos– que me gusten mucho. Yo fui, de niña, una lectora apasionada y aún recuerdo esa felicidad de encontrarme con esos libros reveladores y adorables que uno no quería que se acabaran nunca. Por eso, cuando elijo libros para publicar en “Nidos para la lectura”, además de leer como editora adulta, lo que supone elegir libros con una calidad literaria sobresaliente, creo que edito los libros que a mí me habría gustado leer mientras crecía como lectora. Intento hacer un balance de géneros para que haya imágenes, poesía y narrativa, pero sobre todo quiero libros que me sorprendan y me fascinen: libros que me sienta orgullosa de descubrir o de reencontrar, y de presentarles a los niños.