Con el sonido de los cuerpos nos decíamos todo. Sin palabras. Con las libertades bailando. Un golpe por pata, cuatro golpes, un tranco. Contamos sonidos y calculamos distancias hacia los obstáculos. Yo creí que la felicidad se buscaba a caballo.
Viví el mundo de ese deporte extraño en el que los atletas visten pantalones blancos y monturas, mientras los espectadores usan sombreros elegantes en las tribunas. Lo que pocos saben es que detrás del show hay horas de sudor, momentos de amor y equipos enteros. Para que un caballo salte con soltura se requiere confianza infinita construida en las cuadras.
Conocemos su carácter. Lo que les gusta y lo que no. Cuál es su comida favorita, el ejercicio que más le cuesta, el color que le molesta. Conocemos de punta a punta a nuestros corceles porque entrenamos todos los días para convertirnos en centauros. Es algo que se puede porque ellos tienen nobleza, así nosotros no.
Si me lo preguntan, fue ahí donde aprendí lo que es amor. Pero también fue ahí donde aprendí lo que es dolor. Y no hablo de las ampollas de las manos ni de las caídas: hablo del dolor de matar.
Cuando un caballo se lesiona, uno llama al veterinario para que lo evalúe. Entonces él determina si el animal podrá volver a saltar. Más importante aún: si el animal podrá continuar en el mercado. Si la segunda respuesta es no, hay que sacrificarlo.
Decimos “sacrificarlo” porque nos gusta pensar que le estamos haciendo el favor de quitarle la vida. Suena menos cruel. Un caballo es una inversión que cuando se vuelve imposible de vender pierde el valor. Sí: la existencia del compañero de canchas profundamente amado se traduce a un monto en dólares.
No sé bien a qué edad me topé con “el Doc” en las caballerizas y supe que traía una inyección letal para Landowner. Yo, después de un año de tratamientos infructíferos, sospechaba que nos íbamos a dar por vencidos. No era mi dinero, no era mi caballo.
Lo único mío era un amor aparente de pureza y eternidad que aprendí a cuestionar mientras el caballo agonizaba y yo me negaba a estar. Fui cómplice del asesinato de mi compañero. Maté a mi equipo.
¿Qué sentido puede tener el amor de mi vida si sobrevivo a su ausencia? Si no sostenía nada. Si no era indispensable. Si la libertad que bailaba sólo era la mía pisando a la suya. ¿Qué sentido puede tener la pureza si se mezcla? ¿Qué sentido puede tener la eternidad si se acaba?
El asunto de matar es que uno también muere. Queda en una suerte de limbo que se siente como un corazón que late a la mitad. Pierde toda capacidad de perdonar, de ser perdonado, de perdonarse. El asunto de matar es que cuando se quita una vida, se deja a la propia escapar.
Sigo dando vueltas a la traición. Vivir tiene que ser más que sobrevivir, matar tiene que ser algo más que acabar con la capacidad de respirar. Busco un sentido que se pueda articular en palabras, y sigo llegando a la conclusión de que tal vez el único sentido es sentir. Así los sentimientos no sean más que mentiras.