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Vivian Dorothy Maier nació en Nueva York el 1 de febrero de 1926, un lunes frío y lluvioso. No había cumplido un año cuando sus padres, William Maier y Marie Jaussaud, se separaron. Su padre abandonó a su madre. La dejó sin dinero, en un país que ni siquiera era el suyo, a cargo de un bebé recién nacido. Al venir al mundo, Vivian Maier se convirtió así en la última víctima de un drama familiar que se había iniciado veintinueve años antes, en Saint-Julien-en-Champsaur, una aldea francesa en los estribos de los Alpes, a 6279 kilómetros de la ciudad que nunca duerme.
La abuela materna de Vivian Maier, Eugènie Jaussaud, era en 1896 una muchacha de quince años que vivía en la finca familiar de Bauregard con sus padres, sus dos hermanos pequeños y Nicolas Baille, un mozo de labranza de diecinueve años que ayudaba a su padre en las labores de la granja. Como en los mitos bíblicos, la hija primogénita yació con el criado de su padre. Meses después, el 11 de mayo de 1987, Eugènie dio a luz una niña. La niña quedó inscrita en el registro civil como la hija ilegítima de Eugènie Jaussaud y un padre desconocido. La bautizaron con el nombre de Marie Jaussaud. La madre de Vivian Maier.
Ya fuera por escapar de la vergüenza, por el anhelo de libertad o con la esperanza de poder rehacer su vida, el 11 de mayo 1901, Eugènie, que había cumplido veinte años, se marchó del valle en el que había pasado toda su vida. Dejando a su hija en un convento de monjas en la vecina Italia, embarcó en Le Havre rumbo a América. Marie, su hija, celebraba ese día su cuarto cumpleaños.
En Estados Unidos, Eugènie se estableció en el condado de Licthfield, Connecticut, donde conoció a Jeanne Bertrand, una muchacha de su edad que, como ella, provenía del valle de Champsaur y que, siendo una niña, había emigrado a los Estados Unidos con sus padres y sus hermanos. A pesar de su corta edad y aunque su vida había sido accidentada, Jeanne Bertrand era ya una reputada y famosa fotógrafa. En 1902 el periódico Boston Globe le dedicó un artículo, publicando dos de sus retratos y refiriéndose a ella como un ejemplo de superación para cualquier mujer.
Muchos años más tarde, Jeanne Bertrand terminaría convirtiéndose en una de las personas más determinantes en la fotografía de Vivian Maier. Y no solo eso, sino que su biografía (una mujer huérfana de padre, hija de una familia pobre e inmigrante, mitad francesa mitad estadounidense, soltera y fotógrafa contra todo pronóstico) guarda tales simetrías con la de Maier que convierten las suyas en vidas casi paralelas.
Durante los años siguientes, Eugènie Jaussaud, trabajó como cocinera y empleada del hogar para diferentes familias en distintas ciudades del Este de los Estados Unidos.
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En Junio de 1914, trece años después de que lo hiciera su madre, Marie Jaussaud navegaba hacia los Estados Unidos a bordo del SS France, un transatlántico imponente y lujoso, apodado el “Versailles del Atlántico”, inaugurado tan solo cinco días antes del desastre del Titanic. Debió de sentirse llena de grandes esperanzas. Tras haber pasado su juventud en un convento, viajaba a América, la tierra donde los sueños se hacen realidad, y donde por fin podría reunirse con su madre, a quien no veía desde que tenía cuatro años. Un mes después, estallaba en Europa la Primera Guerra Mundial.
No sabemos cómo fue el reencuentro entre madre e hija, pero sí que, durante algunos años, ambas compartieron piso en Nueva York. Su madre trabajaba como cocinera en hogares de la alta sociedad. Marie, por su parte, encontró trabajo como costurera. En Nueva York, conoció a su futuro marido, Charles Maier, un húngaro (aunque de ascendencia y habla alemana) de veintisiete años que de pequeño había emigrado a los Estados Unidos junto con sus padres y su hermana mayor. Su matrimonio podría haber supuesto el comienzo a una nueva vida y la oportunidad para formar una familia. Desgraciadamente, el suyo fue un matrimonio infeliz desde el principio.
Celebraron su boda en la iglesia luterana de St. Peter, en Lexington Avenue, a la que no acudieron los padres de él ni la madre de ella. Profesaban distintas religiones: la familia de Marie era católica; y la de Charles, luteranos. Tuvieron que nombrar por testigos al conserje de la iglesia y la esposa del pastor. Nueve meses después nació su primer hijo, al que Marie bautizó en una iglesia católica, a escondidas de su marido, con el nombre de Charles Maurice. Al mes siguiente, su padre bautizó de nuevo al niño, pero esta vez en una iglesia luterana, con un nombre ligeramente diferente: Karl William Maier.
Las desavenencias continuaron a lo largo de los años siguientes. El matrimonio llevaba una vida precaria. Vivían con los padres de Charles, en una casa compartida con otros inquilinos. Su suegra no tenía en buena consideración a Marie, a quien tenía por una vaga, pero peor opinión le merecía aún su propio hijo: un borracho y un adicto al juego. Para salir adelante los padres de Vivian se valían del dinero de Eugènie, la abuela, que, para poder seguir ayudándola económicamente, vendió a su hermana, Marie Florentine, la parte de la granja familiar que le correspondía por herencia.
La relación con su marido era tempestuosa, puede que incluso violenta. En 1925 se vio forzada a dejar a su hijo de cuatro años de forma temporal en un hospicio. Por entonces, ella y Charles se habían separado ya en varias ocasiones, aunque siempre acababan volviéndose a juntar. Como ambos padres se mostraron incapaces de asumir esa responsabilidad, al final fueron los abuelos paternos los que decidieron hacerse cargo de Karl.
Un año después, en 1926, Marie dio a luz a su segundo hijo: Vivian Maier. Pero, para antes de que la pequeña aprendiera a decir “papá”, él ya la había abandonado.
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Sin quererlo, Marie Jaussaud se había convertido en el reflejo de su propia madre: una joven mujer a cargo de un bebé en una ciudad tan arisca como Nueva York. Su sueño americano había deparado, tras doce años, en un drama angustioso: un marido desaparecido, un hijo al cargo de sus suegros, y una niña pequeña a la que apenas lograba cuidar. Se cree que, durante los primeros años de su vida, Vivian Maier pudo pasar temporadas en orfelinatos y casas de acogida.
En 1929 la historia de Vivian Maier y su madre toma un giro insospechado. Ese año se mudaron a vivir a un ático en el Bronx con Jeanne Bertrand. A sus cuarenta y nueve años, poco quedaba de aquella fotógrafa a la que los periódicos dedicaban elogiosos artículos. Años antes había tenido un hijo ilegítimo, fruto de una relación con hombre casado. Se afirma que tras el parto sufrió un desorden mental agudo (quizá un episodio psicótico o una depresión post-parto), a consecuencia del cual trató de asesinar a dos de sus sobrinas. Fue ingresada en un sanatorio mental.
La irrupción de Jeanne Bertrand en la vida de Vivian Maier iba a resultar providencial. Ante la ausencia de la abuela Eugènie, que trabajaba como cocinera interna, ella desempeñó quizá el papel de una abuela sustitutiva. Con todo, las cosas se pusieron aún más feas tras el estallido de la Gran Depresión, que sumió a Estados Unidos en una crisis económica sin precedentes, por lo que, en agosto de 1932, Marie regresó a Francia con su hija. Con ellas parece que viajó también Jeanne Bertrand.
Marie y Vivian se asentaron en Saint-Bonnet-en-Champsaur, un pueblo a unos pocos kilómetros de la granja en la que Marie había nacido. Al poco tiempo de su llegada, Marie Florentine, la hermana menor de la abuela Eugènie, redactó un testamento de acuerdo al cual, a su muerte, sería su sobrina-nieta, Vivian Maier, la que heredaría la totalidad de la finca de Bauregard. Durante los seis años siguientes, Vivian llevó una vida apacible, aislada en aquel bucólico valle del sudoeste de Francia, acudiendo al colegio y familiarizándose, tal vez, con el uso de una cámara de fotos, ajena en gran medida al drama que vivía su hermano Karl al otro lado del océano.
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No pasó mucho tiempo antes de que Vivian y su madre regresaran a Nueva York con la intención de ayudar a Karl, que en 1936 había sido condenado a ingresar en el reformatorio de Coxsackie por falsificar un cheque. En contra de sus propios deseos, Karl fue enviado a vivir con su madre y su hermana de doce años a las que apenas conocía. A sus dieciséis años, Karl Maier se había convertido en un hombretón de metro noventa que soñaba con ganarse la vida como músico. La abuela Eugènie, tan generosa como ausente, accedió a comprarle una costosa guitarra y pagarle las clases de música y, aunque llegó a tocar en alguna banda, pasaba la mayoría del tiempo tirado en su habitación sin hacer nada de provecho.
A pesar de las buenas intenciones de su madre, la relación entre ambos se fue deteriorando. A penas se dirigían la palabra y Karl llegó a poner un cerrojo en su habitación. Marie se quejaba del estado mental de su hijo. En una carta al agente de la condicional, la madre de Vivian cargaba contra su hijo, su exmarido y un supuesto hijo de este, fruto de otro matrimonio, a quienes acusaba de haber urdido un plan contra ella. Si bien es cierto que su ex-marido había vuelto a casarse, no tuvo más hijos que Karl y Vivian.
Tan pronto como cumplió los plazos de la condicional, Karl se marchó de la casa abandonando a Vivian y a su madre.
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Mientras que el descocado de Karl se llevaba toda la preocupada atención de su madre, su padre y sus abuelos, Vivian, transformada ya en adolescente, parecía ser invisible para su familia. Cuando su madre encontró trabajo como empleada de la limpieza de un hotel, de nuevo la entregó a una familia de acogida.
Salvo por los años franceses, Vivian pasó la mitad de su infancia y adolescencia entrando y saliendo de ese tipo de casas. Su madre no se decidía a abandonarla del todo, pero tampoco a responsabilizarse y tomarla enteramente a su cargo. Pasaron los años y en 1948, falleció la abuela Eugènie. Vivian Maier tomó entonces una decisión que iba a marcar un antes y un después en su vida. Probablemente hubo una miríada de decisiones anteriores pequeñas decisiones más o menos relevantes, que trataban de complacer sus más íntimos deseos y mantener a raya las angustias y los miedos que amenazan cualquier existencia: qué blusa comprar, a qué hora acostarse o cómo de amable saludar a la empleada del supermercado. Sin embargo, esas pequeñas decisiones han quedado para siempre sepultadas en el celoso secreto en el que Vivian Maier envolvió su intimidad. En marzo de 1950 Vivian Maier embarcó en el SS de Grasse rumbo a la tierra de sus antepasados con la intención de vender la granja familiar de Bauregard que había heredado tras la muerte de su abuela y su tía-abuela.
A sus veinticuatro años, su cuerpo había mudado de la apariencia infantil al aspecto adulto. Una foto de la época (una de las primeras suyas que se conservan) muestra a una mujer grande, desgarbada, de cuerpo tosco y hombros anchos. Luce una melena hasta la cintura, peinada a un lado, al estilo de la estrella de cine Lauren Bacall, una camisa remangada por encima de los codos y una falda midi. Sus labios dibujan una sonrisa, pero de sus cejas caídas, de su pesada frente, de su pequeña boca y de sus ojos hundidos emana un inconfundible aire melancólico. Al poco de llegar al valle de Champsaur, Vivian Maier comenzó a hacer sus primeras fotografías.
De forma tenaz, fotografió aquel mundo rústico que se revelaba ante sus ojos: retratos de niños con pantalones cortos y boina negra, familias de granjeros con perros y gatos, pastores con sus rebaños de ovejas y piaras de cerdos, paisanos fumando en pipa, pordioseros, gente harapienta, gitanos. También, numerosas fotos de paisajes: cordilleras, valles, laderas abruptas, campos de labranza, prados, aldeas agrupadas en torno a la iglesia local, carreteras enfangadas y casas de piedra destartaladas. Fotografió también el pueblo de Saint-Bonnet, en el que había pasado su primera infancia: sus calles estrechas, los arcos, el mercado, la afilada torre del campanario y la tienda de fotos de Amédée Simon en la Place du Chevreuil. Parecía crear bellas postales.
Aquella mujer americana, joven y soltera, sin oficio ni beneficio, obcecada en lanzar fotos indiscriminadamente, debió de llamar la atención de los naturales del lugar y despertar algunos recelos. En aquellas recónditas aldeas, solamente existía costumbre de hacer fotos en bodas y en comuniones. La conducta de Vivian Maier resultaba tan extravagante que un policía llegó interrogarla sobre la finalidad de sus actividades. Se llegó a decir de ella que era una espía. A pesar de ello, Vivian se las arregló para ganarse la simpatía de los vecinos y que accedieran a posar con gusto para sus fotos. Dejó tal marca en la región que, sesenta años después, la gente de la zona seguía recordando a aquella mujer estadounidense que, en 1950, se mostraba fascinada con fotografiar su terruño.
El estilo de aquellas fotos primerizas anunciaba su obra posterior. Tenían un toque teatral, artefactado. No había dinamismo en la composición, tampoco trataba de mostrar realidades ocultas, ni capturar “ese momento preciso, en el lugar adecuado”, que perseguía Henri Cartier-Bresson. Los encuadres eran simples. Pero, incluso entonces, su estilo resultaba ya genuino, aunque solo fuera por lo anacrónico y desfasado. A pesar de lo que se ha sugerido, su primer trabajo muestra ya un franco dominio técnico de la fotografía y, especialmente, una curiosidad voraz por el mundo.
Es difícil precisar la influencia de Jeanne Bertrand en los inicios de Vivian Maier. Ni siquiera se sabe si por aquella época Bertrand seguía afincada en el valle de Champsaur o había regresado a Nueva York. Lo que es seguro es que Vivian Maier seguía manteniendo relación con ella. Se conserva una foto realizada por Vivian Maier de 1954 en la que aparece Jeanne Bertrand convertida en una abuela de cuento infantil, de rostro mofletudo y amable, gafas negras de pasta y pelo blanco.
Mientras esperaba a que se subastaran las tierras de su familia, Vivian se dedicó a viajar por las inmediaciones del valle de Champasaur, visitando a familiares a los que hacía doce años que no veía. En ocasiones, dejaba que otros usaran su cámara de fotos y la fotografiaran a ella posando. Entre todas, sobresale la foto que se realizó con su abuelo, Nicolas Baille, un anciano desarrapado del cual se burlaban los niños del pueblo por sus excentricidades como, por ejemplo, cavar sin finalidad aparente agujeros en sus terrenos. Entre los lugareños se decía que, durante una estancia en el extranjero, había sido golpeado con un martillo en la cabeza a consecuencia de lo cual había perdido la razón.
Vivian viajó también fuera de Francia, visitó Suiza, Italia y España. Su viaje, que en un principio no iba a durar más de cuatro meses, se alargó durante un año entero. Pasado ese tiempo, y con unos 5.300 dólares que le proporcionó la venta de la granja, regresó a los Estados Unidos.
De ese viaje volvió transformada. Adulta quizá, con una boina que enfatizaría a lo largo de su vida su vínculo con Francia y lo que es más importante, portando con ella más de tres mil negativos, repartidos en cuatrocientos carretes. Había descubierto su vocación, aquello que haría durante el resto de sus días.
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De vuelta en Nueva York, Vivian Maier trabajó durante un tiempo en un taller de costura. Las condiciones laborales no eran buenas y no pasó mucho tiempo antes de que decidiera abandonarlo. Aspiraba a un trabajo que le permitiera ver la luz de sol, estar al aire libre, poder explorar el mundo. Aborrecía permanecer bajo techo. A los veinticinco años, encontró su primer empleo como niñera, un trabajo que le permitiría seguir haciendo fotos mientras paseaba a los niños por los barrios de Nueva York.
En enero de 1952, Vivian Maier acudió a una exposición de fotos organizada en el MoMa. “Cinco fotógrafos franceses” exploraba la obra de Henri Cartier-Bresson, Brassaï, Robert Doisneau, Willy Ronis e Izis. La muestra dejó una impronta imborrable en Vivian, cuyo estilo fotográfico sufrió una revolución a lo largo del año siguiente. En sus excursiones por Central Park, Roosevelt Island, el Upper West Side, las orillas del río Hudson, la Tercera Avenida y el Bowery, gastaba cada día más de un carrete de fotos. Pero ya no hacía posar a sus modelos como si fueran a ser retratados para un cuadro. Ahora escudriñaba las calles sorprendiendo a los transeúntes, abordándolos de frente o acechándolos por detrás como una espía o un francotirador. Algunos de los retratados se molestaban, otros miraban hacia el objetivo con desconfianza o semblante amenazador, pero nada la arredraba.
Ese año compró su primera Rolleiflex, una cámara de manufactura alemana, cara, fiable y eficaz; la misma que usaban cuatro de los cinco fotógrafos franceses cuyas obras había podido estudiar en la exposición. La Rolleiflex, que colgaba de su cuello como un tosco lingote, se convirtió prácticamente en una extensión de su identidad, una prótesis que la iba acompañar allí donde fuera dotándole de esa apariencia tan característica que años después evocarían los niños de los que cuidó. Armada con aquel aparato pudo seguir puliendo su técnica, desarrollando un estilo propio y reconocible, casi inconfundible, que permite que incluso un profano de la fotografía —como yo— pueda reconocer una foto suya entre muchas.
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En una ocasión, uno de los niños a los que cuidaba volvía en bicicleta del colegio cuando fue atropellado por un coche. Se armó un pequeño revuelo, los vecinos se apelotonaron en torno al niño, llegó un coche de policía y, mientras el niño permanecía tumbado sobre el asfalto esperando a que llegara la ambulancia, Vivian Maier se puso a hacerle fotos. A los que presenciaron la escena el comportamiento de la niñera les pareció inadecuado, poco empático, desalmado incluso.
Si interponía la cámara entre ella y el mundo circundante, era más bien para mantener a raya la angustia que la acechaba por doquier. Las fotos la apartaban de lo que ocurría a su alrededor, la mantenían a una distancia de seguridad de la realidad inmediata y, al mismo tiempo, transformaban aquello que la asustaba en otra cosa: arte.
Sentía predilección por temas truculentos. De los periódicos le interesaban las noticias raras, lo grotesco, lo tremendo, lo más terrible del ser humano: violaciones, maltratos, asesinatos, raptos; la violencia. Le gustaban los titulares morbosos. historias que le permitían decir: “te lo dije, te lo dije”.
A imitación del fotoperiodista Weegee, que se había labrado popularidad por sus instantáneas de asesinatos, Vivian Maier salía por las noches a recorrer barrios peligrosos en los que incluso la policía tenía miedo a adentrarse y no le temblaba el pulso para iluminar con su flash a borrachos, pordioseros y maleantes. En 1972 se obsesionó con el mediático caso de una madre y un bebé asesinados y, al modo de un detective, se empleó en grabar en video los escenarios del crimen, reproduciendo los pasos de la mujer y el bebé antes de ser asesinados e, incluso, filmando la funeraria donde se velaron sus cuerpos. De nuevo, se advierte su manera tan particular de convertir lo terrible en algo atractivo, un crimen en el documental de una videoaficionada.
La muerte ejercía sobre ella un influjo irresistible. Entre sus miles de negativos, abundan las fotos de cementerios, de funerales, de sepultureros, de cortejos fúnebres y viejas plañideras llorando tras el ataúd. Como contrapunto a esa atracción por lo luctuoso, sentía una predilección igual de poderosa por la mujer, la maternidad y la infancia. Muchas protagonistas de sus fotos son mujeres con bebés en brazos, madres con su prole, niños soplando las velas de su tarta de cumpleaños o disfrazados por Halloween. También, destacan los retratos de figuras féminas entradas en años y en carnes —¿abuelas?— o viudas enlutadas. Se combinan y entretejen así en su obra el comienzo y el final de la existencia, la pulsión de vida y la pulsión de muerte.
Sus fotos traslucen una curiosidad y un interés genuinos por “el gran teatro del mundo” (por usar la expresión con la que Calderón de la Barca tituló su obra homónima). Esa gran obra que es la vida humana en la que todo entra y todo cabe: el drama, la comedia, lo absurdo y lo horrible, lo magnifico y lo glorioso, lo demoniaco y lo santo. Sin embargo, en esa obra ella nunca participó, sino que asistió como una espectadora que observa, se emociona, aplaude y se asombra, pero que no llega a subirse al escenario. O por decirlo de una forma más radical, Vivian Maier nunca transitó por el mundo como una outsider. Retrató el amor, pero no lo vivió. Retrató la maternidad, pero nunca fue madre.
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En febrero de 1956, aplicó a un anuncio del periódico: la familia Gensburg, que residía en el selecto barrio de Highland Park, a unos cuarenta kilómetros de Chicago, una ciudad que no conocía aún, pero que no abandonaría hasta su muerte en 2009. Buscaba un ama de casa, que limpiara, planchara, cocinara y a la que le debían de gustar los niños. El empleo estaba bien renumerado y las condiciones le convenían: dispondría de una habitación propia y un baño privado que podría utilizar como habitación oscura para revelar sus fotos. Los domingos quedaría libre de obligaciones y podría aprovecharlos para desplazarse hasta el centro de Chicago y recorrer sus calles lanzando fotos. No quería, o no tenía, o no conocía otra forma de divertirse.
En vez de hacer lo que las convenciones de aquel tiempo imponían a una mujer, siguió el ejemplo de su abuela Eugènie y. durante el grueso de su vida adulta. vivió con otras familias trabajando para ellas como nanny. Eran familias de pega, familias postizas de las que ella era un apéndice, un miembro añadido, que convivía con la familia como si fuera parte de ellas, pero sin pertenecer de facto.
Lo cual ofrecía ciertas ventajas a Vivian. Al estar vinculadas a ellas por un contrato de trabajo y no por un lazo de sangre, no era blanco de las angustias y los peligros que amenazan la cohesión de una familia: las disputas conyugales, los conflictos paterno-filiales, el miedo a la ruina, los celos y las infidelidades. Si surgía algún problema entre Vivian y la familia para la que trabajaba, el contrato que los unía se rompía y Vivian Maier volvía a ser libre para buscar una nueva que la adoptara. Empleando jerga psicoanalítica, era una “solución de compromiso”. Y acaso lo más trascendental: como niñera, podía ejercer de madre sin serlo.
Vivian Maier permanecería con los Gensburg durante los dieciséis años siguientes, hasta que los tres niños pequeños se hicieron mayores y ya no necesitaron más de sus cuidados. Con todo, no la olvidaron, porque fueron ellos, los hijos de los Gensburg, los que la alquilaron un piso cuando ya entrados los 2000 Vivian Maier se había convertido una anciana sin trabajo y sin dinero. Ellos fueron probablemente lo más parecido que tuvo a una familia. En el obituario que publicaron en el periódico, describían a su nanny como una segunda madre para ellos, un espíritu libre y afín, una persona especial, cuya larga y maravillosa vida celebraban y recordarían siempre.
Nunca volvió a pasar tantos años con una familia como con los Gensburg. A partir de entonces, encadenaría trabajos de pocos años de duración, uno, dos, cuatro, seis, hasta que los niños se hacían mayores o hasta que las familias se hartaban de las rarezas de la niñera.
Existe una anécdota reveladora que arroja luz sobre su relación con las familias que la contrataban. Al principio de los años ochenta cuidó durante tiempo de los tres hijos de Linda Matthews. Cuando estos se hicieron mayores, ella y su marido se plantearon adoptar un niño y le pidieron a Viv su opinión. ¿Les ayudaría a cuidarlo?
“Si queréis de cuidar de alguien, ¿por qué no cuidáis de mí?”, contestó ella y, aunque luego se rio, Linda Matthews tuvo la sensación de que la niñera hablaba en serio.
“Creo que quería ser un miembro de nuestra familia”, afirma en el documental.
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Nunca publicó sus fotos. Linda Matthews, que tuvo empleada a Vivian durante los años 80, cuenta que en una ocasión su esposo pidió a Vivian ver algunas de sus fotografías. Ella le mostró seis o siete negativos, pero, cuando él quiso ver alguno más, ella se negó. No se podía arriesgar, le aclaró, de lo contrario “la gente le robaría su trabajo”.
Era una paranoica, igual que lo había sido su madre y Nicolas Baille, su abuelo materno. Para resguardar su identidad, para mantener a salvo su integridad de los demás, se mostraba precavida incluso para facilitar su nombre. Dependiendo las circunstancias empleaba nombres distintos: Vivian, Viv, señorita Maier. O los escribía de con variaciones: Mayer, Maier, Mayers, Meyers. Existen varias anécdotas al respecto.
“Llámame Smith”, contestó una vez que le pidieron su nombre.
“Soy una especie de espía”, replicó a alguien que le preguntó por qué se negaba a dar su nombre.
“Soy la mujer misteriosa”, dijo otra vez.
Como suele pasar a las personalidades paranoides, a medida que se fue haciendo mayor, su trastorno se fue agudizando. Su necesidad de acumulación crecía de forma paralela a su paranoia (y a su soledad): negativos, periódicos, cámaras de fotos rotas, papeluchos, dientes. Era una nómada que cargaba con su existencia empaquetada en voluminosos maletones y cajas de cartón de casa en casa, de trabajo en trabajo. Incapaz de distinguir lo que era importante de lo que no, lo guardaba todo por miedo a perder una parte de su propia identidad, algo sin lo cual podría sentirse vacía, hueca, como si no existiera. Sus habitaciones quedaban convertidas en almacenes, tal vez a la espera de encontrar su hogar definitivo donde depositar su pasado y su legado. En una de las cintas de video que se conservan, se le oye decir que hacía fotos para “buscar su lugar en el mundo”.
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A medida que pasaban los años, se fue encontrando más sola y desamparada. En 1957 murió Jeanne Bertrand a la edad de 76 años. En 1968, murió su padre, Charles Maier, a los setenta y cinco años. En su testamento desheredaba a sus dos hijos aduciendo no haberlos visto ni haber sabido de ellos en muchos años. Marie, su madre, murió en 1975 en una habitación del Hotel Endicop, un hotel antaño lujoso, venido a menos con los años. Fue enterrada en una fosa común sin que nadie la echara en falta ni reclamara herencia. Hacía años que madre e hija no hablaban.
El último miembro vivo de su familia, su hermano Karl, falleció en 1977, a los cincuenta y siete años, en el psiquiátrico donde había residido los últimos años de su vida y en cuyos terrenos fue enterrado. Tras la muerte de este, Vivian Maier resultó ser la única superviviente de dos linajes estériles. Los restos mortales de los diez miembros de su familia más inmediata quedaron dispersos en nueve cementerios diferentes.
Muchos de nosotros hemos soñado, soñado o soñaremos con ser rescatados. Con que alguien se apareciera en nuestra vida para descubrir nuestro valor, nuestra excepcionalidad o nuestro talento —el del genio oculto—, y nos sacara de nuestra vida anodina, corriente e intrascendente para abrirnos a una nueva vida dotada de pleno sentido, en la que seríamos reconocidos como el diamante en bruto que algo en nuestro interior nos decía que éramos. Los mitos, los cuentos y las películas están plagados de esta misma historia. El héroe o heroína lleva una vida oculta y convencional, entonces, aparece alguien, un mago, un príncipe azul, un ángel, el emisario de un Dios, o el mismo Dios, para revelarle su verdadero destino. Nosotros también soñamos con ser descubiertos y rescatados cuando hemos añorado el gran amor, o el gran trabajo o la gran aventura. Y esa es quizá la razón por la que el mito del genio oculto nos interpela tanto, porque todos soñamos o hemos soñado o soñaremos con ser reconocidos y pasar de ser alguien, a ser Alguien.
La pregunta es: ¿soñaba Vivian Maier con que alguien descubriera el genio de su arte? Apostaría a que sí. Sí, sí y sí. Tuvo que hacerlo. Tuvo que fantasear con que alguien descubriera la inmensa calidad de su obra fotográfica.
Y eso finalmente ocurrió, pero de una forma inusitada, muy rocambolesca, muy novelesca. En 2007, cuando Vivian Maier contaba con ochenta y un años, y se había convertido en una vieja que pasaba sus días sentada en el banco de un parque contemplando el lago Michigan, demasiado pobre o loca para seguir haciendo fotos, John Maloof compró en una subasta una caja de cartón sin saber el tesoro que se hallaba en su interior. El resto de la historia ya la conocemos.