Vivian Maier nunca debería haberse hecho famosa. Durante ochenta y tres años, desde su nacimiento hasta su muerte, llevó una vida anónima y ferozmente solitaria. Algunos de los que la conocieron, y que han vivido ahora el fenómeno de su flagrante y póstuma popularidad, han sugerido que a ella le hubiera disgustado la popularidad y el predicamento que ha tenido su obra tras su muerte. Sin embargo, la historia nos enseña que uno nunca es capaz de controlar la repercusión de sus propios actos, ni siquiera (o aún menos) una vez fallecido. Con toda seguridad, son muchos los que se alegran de se haya ultrajado el anonimato de Vivian Maier y de que su obra haya salido a la luz. Menos de diez años después su muerte, su historia y su impactante obra se han propagado por el planeta.
Vivian Maier (Nueva York, 1926-Chicago, 2009) fue una humilde niñera estadounidense que, a lo largo de toda su vida, se dedicó a hacer fotos del mundo cotidiano que la rodeaba. En blanco y negro o en color, su lente atrapaba la vida que se desarrollaba a en las calles de las ciudades por las que paseaba con los niños que cuidaba: limpiabotas, mafiosos, tenderos, mujeres ricas con abrigos de pieles, niños llorosos, vagabundos de mirada orgullosa, una monja sentada en una esquina con cara de preocupación o una mujer armenia discutiendo con un policía en una calle de Nueva York.
Pero, sin duda, los autorretratos conformaban una parte central de su obra. Atrapaba su reflejo en espejos que encontraba por el camino, en los cristales de los escaparates, en uno de esos espejos de antirrobo que se alzan en las esquinas de los supermercados, o multiplicaba su reflejo hasta el infinito situándose entre dos espejos enfrentados. Otras veces, eran objetos insospechados los que se convertían en instrumento para reflejar su rostro: un tostador plateado, tapacubos, retrovisores, papeleras metálicas, máquinas expendedoras de tabaco e incluso la puerta de chapa metálica de un contenedor de venta de hielos. En otras ocasiones, jugó a fotografiar su propia sombra, que se proyectaba alargada sobre el paseo asfaltado que rodeaba el lago Michigan, o sobre un césped lleno de margaritas en flor. En total miles de fotografías de una belleza inusitada que, sin embargo, nunca llegó a publicar y ni tan siquiera mostrar a nadie.
A su muerte (o casi) alguien encontró de forma fortuita —providencial— los negativos de aquellas fotografías, guardados de cualquier manera en unas cajas de cartón. Desde entonces las exposiciones retrospectivas de su obra fotográfica se han sucedido por distintos países: Estados Unidos, Alemania, Inglaterra, Noruega, Italia, Francia, Bélgica, reportándole un reconocimiento entusiasta y descubriendo así la obra secreta de una de las más originales y prolíficas fotógrafas del siglo XX.
Algo tiene la historia de Vivian Maier que, así contada, despierta en nosotros una fascinación irresistible. Evoca en nosotros, creo, un mito arquetípico embestido de un poder que nos embruja: es la leyenda del genio desconocido que vive de forma anónima, oculto a la mirada (y a la gloria) del resto, y que consagra su existencia al servicio de su obra, trabajando de una forma obsesiva y sacerdotal, sin otro interés que servir con una abnegación y veneración superlativa a su arte.
La historia de Vivian Maier nos remite a otros casos que le guardan cierto parecido: como Van Gogh, que a pesar de pintar unos 900 cuadros, no llegó a ser reconocido en vida, pero cuyo estilo, inconfundible y autodidacta, lo convirtió a su muerte (a los 37 años de edad, de un disparo de bala) en el celebérrimo pintor que es hoy; o como el escritor J.D Salinger, que tras alcanzar la fama y el reconocimiento con El guardián entre el centeno, se retiró de la vida pública y se refugió en su casa en Cornish, New Hampshire, donde siguió escribiendo (a diario), pero negándose a volver a publicar ninguna obra más; o como, en los últimos años, el caso de Sixto Rodríguez, rescatado por el laureado documental Searching for Sugar Man (2012): un cantautor estadounidense, instalado en Detroit, que en torno a 1970 publicó dos discos que pasaron desapercibidos para el público y para la crítica, tras lo cual se retiró de los escenarios pero que, de forma inesperada y rocambolesca, se convirtió en un hito musical en Sudáfrica, donde sus discos era tan o más populares que los de los Rolling Stones o los Beatles.
Nuestra empatía vibra también con los autorretratos de Vivian Maier, que muestran invariablemente la figura de una mujer de rasgos toscos, un tanto andrógina, con el pelo corto “a lo garçon”, de ojos tristes, sonrisa hacia abajo, rostro en omega y expresión a menudo taciturna; y, al ver estos autorretratos, deseamos saber más sobre ella. Se nos abren así a un sinfín de interrogantes: ¿por qué nunca trató de publicar sus fotos?, ¿por qué se conformó con vivir una vida desapercibida, anodina? ¿Fue su vida tan solitaria?
En última instancia, ¿quién fue Vivian Maier?
*
El documental Finding Vivian Maier (2013) comienza en el invierno de 2007. Su protagonista, John Maloof, un chico nacido en Chicago, estaba recopilando fotos antiguas para un libro que preparaba sobre el barrio de Portage Park. Con ese propósito, acudió a una casa de subastas y por 380 dólares se hizo con la caja más grande que salió a puja. Aquella caja, como el resto del lote que se sorteaba aquel día, había sido adquirida por la casa de subastas a un almacén guardamuebles, que se quería deshacer de las pertenencias que una tal Vivian Maier tenía almacenadas en uno de sus trasteros y cuyas tarifas de alquiler había dejado de pagar desde hacía unos meses.
En el interior de la caja, John Maloof encontró un montón de negativos sin revelar que enseguida inspeccionó con detenimiento. Le gustó lo que sus ojos le mostraban y quiso saber quién era la autora de aquellas fotografías. Hizo, entonces, lo que hubiéramos hecho cualquier de nosotros: abrió Google y tecleó “Vivian Maier”, pero no encontró nada. Como los negativos no le resultaban útiles para su libro, y sin saber qué hacer con esas cientos o miles de fotografías que había adquirido en la subasta, los guardó en un armario y se olvidó de ellos. Pasó un tiempo. Terminó su libro. Y solo entonces volvió a echarles un vistazo. La mayoría de las fotos eran retratos callejeros: un payaso, un niño vestido con orejas de Mickey, un quiosquero aburrido entre montañas de periódicos. No sabía si eran buenas o malas, pero de una cosa estaba seguro: a él sí le gustaban, por lo que se decidió a escanearlas y publicó doscientas de ellas en un blog personal, junto con la siguiente pregunta:
“¿Qué puedo hacer con esto? (A parte de dároslo a vosotros)”.
La reacción de los internautas fue, en palabras del propio Maloof, “una locura”. Los comentarios se le acumulaban en el buzón de entrada:
“Impresionantes”.
“Me encantan”.
“Solo puedo decir: WOW”.
Esa recepción tan entusiasta le permitió a Maloof tomar conciencia del tesoro que había rescatado de la basura y le alentó a reunir todo el trabajo de Vivian Maier. A partir de ese momento comenzó un minucioso trabajo de investigación para dar con el resto de personas que habían pujado por las cajas de Vivian Maier y recomprárselas. Logró así reunir una cantidad ingente de negativos, miles, decenas de miles, centenares de miles.
A pesar de sus esfuerzos, seguía sin saber quién era Vivian Maier.
¿Una fotógrafa?
¿Una periodista tal vez?
En 2009, dos años después de haber comprado la primera caja, volvió a teclear “Vivian Maier” en Google y esta vez encontró una necrológica que había sido publicada en el Chicago Tribune, apenas unos días antes. En una de las cajas, encontró también una dirección postal anotada en un papel. Buscó en las páginas blancas y llamó al teléfono correspondiente.
“Tengo en mi posesión los negativos de Vivian Maier”, dijo Maloof.
“Oh, era mi niñera”, contestó su interlocutor al otro lado de la línea.
“¿¡Tu niñera!?”
Vivian Maier era una mujer solitaria —le siguió contando su interlocutora— que no tenía familia conocida, ni tuvo tampoco, hasta donde ella se sabía, ningún romance ni hijos.
“Pero era para nosotros como una madre”.
Maloof quiso saber si guardaban alguna cosa que le hubiera pertenecido a ella. Le contestó que sí. De hecho guardaban un montón de trastos suyos de los que querían desprenderse en un trastero de alquiler.
“No tiréis nada”, les rogó Maloof.
“No lo entiendes —le contestaron—, es un montón de porquería”.
Cuando llegó allí, Maloof descubrió un cubículo atestado hasta el techo de cajas de cartón embaladas con cinta aislante marrón. En un baúl de piel encontró montones de rollos de película sin revelar. Agarró un botecito negro que, al agitarlo en el aire, hizo un ruido extraño. Lo abrió y en su interior encontró un montón de dientes.
En el desván de su casa, Maloof se dedicó a ordenar aquel revoltijo de cajas, baúles y maletas en los que encontró todo tipo de cosas: cupones, notas, folletos, billetes de autobús, sombreros, zapatos, abrigos, blusas, un cheque de impuesto sobre la renta sin cobrar por miles de dólares, periódicos, revistas y aún más negativos de fotografías. La suma total ascendía a 150.000 negativos y 2.000 rollos de películas en blanco y negro sin revelar (la obra completa de Lisette Model, una de las fotógrafas más reputadas de la época, no superaba los 25.000 negativos). Se trataba de un legado fabuloso y descomunal. A pesar de su diligencia y buena disposición, Maloof tuvo que reconocer que ordenar y clasificar aquel legado tan fabuloso y descomunal era una tarea que lo sobrepasaba.
Contactó con el MoMa (Nueva York) y el Tate Modern (Londres), pero ninguno de los dos museos se mostrados interesados en las fotografías. Maloof no se dio por vencido y, con la iniciativa que lo caracterizaba, organizó él mismo una exposición en un centro cultural de Chicago que resultó un éxito rutilante. A partir de ese momento, la historia despegó, fuera ya del control del propio Maloof: artículos en los principales periódicos de Chicago y de Estados Unidos, en revistas especializadas en fotografía, minutos en noticiarios y programas de televisión. Todos se hacían eco de la historia de la “fotógrafa secreta”, de la “misteriosa niñera fotógrafa”.
Fotógrafos de reconocida reputación se rendían al talento de Vivian Maier. Era una fotógrafa con una “auténtica visión y una autentica comprensión de la naturaleza humana, de la fotografía y de la calle; y eso no es algo muy habitual” —dijo sobre ella Joel Meyerowitz, el padre de la fotografía callejera. Tenía “sentido del humor y de la tragedia (…) tenía un sentido precioso de la vida y el entorno, lo tenía todo”, dijo sobre ella Mary Ellen Park. La compararon con Robert Frank, Helen Levitt, Lisette Model y Diane Arbus. Vivian Maier recibía así el reconocimiento que nunca había logrado —ni buscado— en vida. No cabía duda al respecto: el trabajo de Vivian Maier era de una gran calidad y ella una fotógrafa genuina. Si Vivian Maier hubiera tratado de dar a conocer sus fotos en vida, hubiera sido una fotógrafa ilustre.
Entonces, ¿por qué nunca lo hizo?
Para resolver el misterio que envolvía a Vivian Maier, Maloof se dedicó durante los años siguientes a buscar a los niños que había cuidado, o a los hombres y mujeres que la habían contratado para cuidar de sus hijos, o a los (escasos) amigos que tuvo. Y los encontró.
*
Vivian Maier trabajó de niñera cuarenta años de su vida, desde los treinta a los setenta años. Los niños de las familias a las que cuidó, convertidos ya en hombres y mujeres adultos, coincidían en describirla como una niñera atípica. Los mismos adjetivos se repiten en sus bocas: “paradójica”, “valiente”, “misteriosa”, “excéntrica”, “reservada”.
Sus pintas eran un tanto estrambóticas. Vestía ropa pasada de moda: abrigos grandes, camisas de hombre, botas altas y sombreros de fieltro de ala ancha. Lucía un corte de pelo liso y recto, que hacía parecer su rostro más rudo de lo que ya era. Su elevada altura, por otra parte, no le permitía pasar desapercibida. A aquellos niños su niñera les parecía un gigante (mediría en torno a 1,80 metros, una altura considerable). Su aspecto, en palabras de uno de aquellos niñeros, era el de “una mujer que trabajaba en una fábrica de la Unión Soviética de los años cincuenta”. Al andar, movía los brazos rectos hacia delante y hacia atrás, de forma mecánica y marcial, como un soldado. A lomos de su bicicleta motorizada, parecía “la bruja mala del Oeste” de la película el Mago de Oz.
Lo que nunca faltaba a su estrafalaria indumentaria era una cámara que llevaba siempre colgada del cuello a la altura del diafragma. Se trataba de una Rolleiflex, una de las cámaras de mayor calidad del mercado, cuyo visor se encontraba en la parte superior (en vez de en la parte trasera, como luego se hizo habitual), lo que permitía lanzar una foto manteniéndola sobre el abdomen, sin necesidad de alzarla a la altura de los ojos. De esa forma, Vivian Maier podía disparar sus fotos disimuladamente, casi en secreto, sin llamar la atención de sus objetivos. Desde esa posición, las fotos gozaban de un encuadre distinto y original, desde abajo hacia arriba, haciendo parecer las figuras más grandes de lo que en realidad eran.
Si hemos de creer a pies juntillas el testimonio de las personas que la conocieron, los niños la adoraban y ella adoraba a los niños que cuidaba. Con ella podían hacer las cosas que sus padres no les solían permitir. Los sacaba siempre de paseo, jugaban en el parque, o entre los árboles y la maleza. En ocasiones se adentraban en barrios marginales y peligrosos. Los llevaba a conocer lugares insólitos para un niño. A una de las niñas que cuidó la llevó un día a un matadero, donde la niña contempló el cadáver de una oveja que había muerto aplastada por otras reses; fue ese su primer contacto con la muerte. A menudo los hacía entrar en callejones, donde rebuscaban entres desperdicios, basura y escombros, de donde se llevaba cosas aleatorias, que —decía— algún día podrían serle útil. Otras veces, cuando paseaban por las calles de la ciudad, su niñera se detenía a hacer fotos de los maniquíes de los escaparates.
A la señorita Maier no le gustaba hablar de sus fotos y las familias que la contrataban por lo habitual consentían sus rarezas y, cuando la juzgaban, lo hacían con indulgencia. Si la niñera hacía fotos del interior de una papelera, bueno, también a Picasso lo habían tildado de loco por sus cuadros cubistas.
Lo cierto es que la niñera era bastante rara. No le gustaba hablar de ella lo más mínimo. Ni los niños a los que cuidó, ni las pocas amistades que mantuvo sabían nada de su pasado. A cada casa a la que se mudaba, arrastraba consigo todas sus pertenencias, un abultado número de baúles, maletas y bártulos. Cuando comenzaba a trabajar con una nueva familia, lo primero que pedía era un cerrojo con el que cerrar su habitación y a los niños los advertía: “no abráis jamás la puerta de mi dormitorio”. Nadie tenía permiso para ver la habitación de la señorita Maier.
Una vez, una de las niñas logró colarse, o ver a través de la puerta abierta y vio que el suelo estaba cubierto de periódicos. En otra ocasión, la madre de una de las familias se atrevió a transgredir la orden de Vivian Maier y, aprovechando un momento en que la niñera no se encontraba en casa, entró en su habitación abriendo el cerrojo con la llave de repuesto. A penas pudo caminar a través de ella. Solo había periódicos. Acumulaba tantos que, en una de las casas en la que vivió, la tarima acabó cediendo y el suelo de su habitación se hundió varios centímetros. Decía que los quería conservar para, el día que tuviese tiempo, poder cortar los artículos que quería guardar y volver a leer.
Mantenía las persianas siempre cerradas, porque creía que la gente podía espiarla usando prismáticos desde sus casas. Colocaba los periódicos y los libros de tal manera que si alguien entraba en su cuarto y tocaba algo sin querer y lo movía un solo centímetro, ella se daría cuenta. Cada vez era más solitaria y acaparadora. Muchos creían que tenía una enfermedad mental. “Madre mía, os tenéis que deshacer de vuestra niñera”, les aconsejaban.
Llegó un momento en que ya no le entraban más periódicos en su habitación, por lo que comenzó a almacenarlos también en la parte trasera del sótano de la casa de la familia para la que trabajaba en ese momento, y que sería la última. Un día, la madre de la familia le dejó algunos de aquellos periódicos a su vecino que los necesitaba para pintar el baño de su casa. Cuando la señorita Maier se dio cuenta, se puso furiosa.
¿Quién ha cogido mis periódicos? —chilló—. ¡¿Quién?!
“Se puso echa una furia, se volvió loca —cuenta uno de los niños—. Recuerdo que estaba fuera, gritando y chillando a este vecino, diciéndole que se los devolviese, pero algunos ya estaban pintados o rotos”.
Aquel incidente fue el detonante para que se decidieran a despedirla.
“Viv ya no va a vivir aquí —les dijeron a sus hijos—. Se ha vuelto demasiado loca”.
“Creo que vas a tener que buscar otro trabajo”, le anunció la madre a Vivian Maier.
Le resultó duro decírselo, pero la niñera no pareció sorprendida la escuchar la notica.
“¿Eso crees? —le contestó lacónicamente—. Entonces quiero dos meses de preaviso y el salario de dos meses”.
*
Los últimos años de Vivian Maier fueron penosos. A partir de los años 90 le resultó cada vez más difícil encontrar un empleo como niñera. Vivía en una situación precaria. Durante un tiempo pudo mantener un pequeño estudio, pero se vio obligada a guardar su cámara y sus miles de negativos en un guardamuebles. Había cumplido setenta años y vivía casi en la mendicidad.
Fue entonces cuando los hijos de la familia Gensburg, de los cuales había cuidado durante diecisiete años, entre 1956 y 1972, y que por entonces se habían hecho ya mayores, se ofrecieron a ayudarla y le pagaron el alquiler de un pequeño apartamento en Rogers Park, un barrio de Chicago. Allí pasó los últimos años de su vida. Cada mañana salía de casa muy temprano y acababa sentada siempre en el mismo banco frente al lago Michigan, donde comía leía y dejaba pasar las horas. Los vecinos, que se habían acostumbrado a su presencia, la veían a veces husmear entre los contenedores. Otras, la venían comer carne cruda directamente de una lata. Si se dirigían a ella y le ofrecían ayuda, les contestaba gritándoles alguna impertinencia en francés. Un vecino tomó la costumbre de sentarse en el mismo banco que ella y pasaron semanas antes de que Vivian Maier le dirigiere la palabra.
Una tarde de noviembre o diciembre de 2008, Vivian Maier resbaló cuando caminaba sobre pavimento helado de la calle y al caer se golpeó la cabeza. Los vecinos que vieron cómo se la llevaba la ambulancia, la oyeron gritar que la dejaran irse a casa. Tras varios meses en distintos hospitales acabó ingresada en un centro psiquiátrico en Oak Park, donde, después de varios intentos de fuga y múltiples automutilaciones, acabó falleciendo, según Wikipedia, debido a una mordedura de rata.
Falleció el 21 de abril de 2009, a los ochenta y tres años de edad, en la soledad más triste y absoluta.
Lo Vivian Maier nunca hubo de imaginar es que, tan solo un años después de su muerte, se convertiría de una forma azarosa y vertiginosa en una celebridad. Algunos creen que no desearía que sus fotos hayan visto la luz y que se sentiría traicionada de saber que se había convertido en una celebridad. Otros, entre los que me incluyo, creemos que detrás de toda obra artística se esconde un alma que alberga el deseo íntimo de lograr tocar, conmover y comunicarse con otra alma.
Toda vida humana da cuenta de sus propios dramas y conflictos, pero también de sus propias alegrías y anhelos de redención. ¿Cuáles fueron los de Vivian Maier, esa Mary Poppins con cámara de fotos? ¿Qué acontecimientos públicos o personales tejieron la urdimbre de su carácter?
La clave para desentrañar el secreto de su historia se ha de encontrar necesariamente en su biografía personal, en ese pasado que ella siempre se esforzó por mantener ignorado y que, con imperdonable desfachatez, yo me propongo destripar.