Se cumplen cincuenta años de aquella época en que la leyenda del cine, Marlon Brando, vivió en Cartagena, Colombia, durante más de cinco meses, mientras grababa la película Queimada, dirigida por Gillo Pontecorvo, en 1968. Lo que sucedió tras las cámaras lo recrea el escritor y periodista colombiano J. J. Junieles en El hombre que hablaba de Marlon Brando, una novela inédita que el autor espera publicar este año. Mientras esta historia llega a las librerías, Temporales avanza cuatro momentos inéditos de la novela, para celebrar este capítulo de la historia del cine.
Brando, ganador de dos premios Óscar y considerado por críticos de todo el mundo como el mejor actor de todos los tiempos, dijo una vez: “Creo que hice la mejor actuación de mi vida en la película Queimada, que fue filmada en Cartagena, una pequeña ciudad del Caribe que parecía estar muy cerca del infierno. Hacer esa película fue algo ¡salvaje!”.
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Entre las muchas cosas que pasaron
Se filmaron escenas en muchos lugares de Cartagena y provincias cercanas, durante cinco meses, y de allí Brando salía huyendo de las grabaciones, hostigado por el asedio de lugareños, extranjeros y periodistas curiosos que habían venido de todas partes a espiarle la vida y molestarlo más que el calor, las plagas de mosquitos y hasta los caimanes, que por ahí todavía existen.
Así que apenas podía fugarse de los sets de filmación, se marchaba a una casa cerca del mar en lo que todavía llaman Bocagrande, para descansar de sí mismo, de la ventaja y tortura que significaba ser Brando. Al principio, para matar el aburrimiento, sólo salía de allí por las tardes a oler los jazmines de un jardín cercano, pero después cuando hizo amigos empezó a escaparse para tocar tambores en los barrios donde vivía la gente que sabía del arte mayor de hablar con los dioses y también con los muertos.
Entre aquellos iniciados tamboreros se encontraba un vaquero negro llamado Evaristo Márquez, nacido en un pueblo africano en medio del monte llamado San Basilio de Palenque, a donde cientos de años atrás llegaban a refugiarse los negros esclavos que se escapaban de las casas de los amos blancos de aquellas tierras, y así fue que con el tiempo esa aldea se convirtió en el primer pueblo libre de América.
También andaba con Brando y el negro Evaristo, un muchacho italiano que hizo parte de esa errancia. Huérfano de padre y madre, que respondía al nombre de Giuseppe Tomassi, que cuando se sentía solo se ponía a tocar con su armónica las canciones sicilianas que su abuelo le había enseñado, y que también le hablaba del tiempo de la gran guerra en la que había combatido como guerrillero partisano contra las falanges de Mussolini y los invasores nazis.
Y entre las muchas cosas que pasaron durante la filmación de la película, una causó especial conmoción, el descubrimiento por parte de pescadores, en las playas de Marbella, del cuerpo ya sin vida de una muchacha que apareció en sus redes, jalonada por las corrientes marinas y los vaivenes del viento, quién sabe desde dónde.
Aquella azafata quedó perturbada
Algo muy curioso pasó cuando Brando se dispuso a coger el avión en Miami con destino a Cartagena y empezar las grabaciones de la película. Al actor se le ocurrió gastarle una broma desafortunada a una azafata.
Resulta que para dar realismo al personaje que iba a interpretar, se había dejado crecer la barba y también llevaba una melena que recogía en una cola de caballo; nadie lo reconoció.
La broma consistió en que, al entrar al avión y recibir el habitual saludo de cortesía de la azafata, le preguntó si aquel avión era el que se dirigía a La Habana.
Hay que tener presente, que para la época, 1968, muchos revolucionarios de todas partes del mundo secuestraban aviones en muchas ciudades para luego desviarlos de su trayecto y llevarlos a La Habana, con el propósito de apoyar y solidarizarse con la entonces joven revolución cubana de Fidel y sus barbudos.
Aquella azafata, cuando escuchó a Brando, quedó absolutamente perturbada. Se fue hasta la cabina y puso en alarma al capitán; ante el pánico que generó la situación, por un posible secuestro, expulsaron a Brando de la nave, lo dejaron en tierra y solo pudo llegar a Cartagena tres días después.
Divo Cavicchioli se enamoró de Cartagena
En una crónica sobre el pintor Alejandro Obregón, el periodista Daniel Samper Pizano cuenta:
“Mala bestia era Brando –decía Obregón tomando un trago largo de cerveza, lentamente, sin afán–. En la escena de los caballos tenía almorranas y no podía cabalgar. Tuvieron que armarle un burro de madera encima de una mesa y colocarle almohadones, mientras siete ayudantes agarraban las patas de mi yegua para que no se moviera. Nos filmaron de la cintura para arriba, siendo que lo más bello de mi disfraz eran las botas”.
Obregón siempre quiso llevar al cine la historia de don Blas de Lezo, sobre quien hizo muchos cuadros. “Pero nunca pudo hacerla–cuenta Samper Pizano–, se enredó, con tantos proyectos. Cuando acabó la filmación de la película, yo me encontraba con Alejandro en el bar ‘Quemada’, que se convirtió en la sede del club secreto de los que se pasaban recordando la película, añorando esas épocas felices y pensando que el cine es una de las cosas que ha ayudado a que el mundo todavía no se acabe.
También nos encontramos allí muchas veces con Divo Cavicchioli, uno de los fotógrafos de la película, que se enamoró de Cartagena. Volvió muchas veces aquí antes de instalarse. Yo estaba presente cuando se encontró con Alejandro en su casa y le dijo: “Il Ministerio di Gobierno di Colombia me dijo que para darme la visa debía comprar cualquier finca raíz. Yo he retornado una semana después con el título de compra de una sepultura en el cementerio de Cartagena, yo he explicado que no necesito más y me han dado la visa de residencia. ¡Ja! Tuvo que comprar una tumba para poder conseguir la nacionalidad”.
Pontecorvo era muy supersticioso: decía Brando
El primer día de rodaje, estábamos en una habitación en el castillo de San Felipe, mirando abajo a la plaza, donde dan garrote a un chico. Estábamos en una estancia diminuta, rodando, a través de los barrotes de la celda, en dirección al patio. Y él –Gillo Pontecorvo– llevaba un abrigo de piel. ¡Dentro de esa habitación la temperatura era de cincuenta a sesenta grados! Allí dentro también tenían grandes pantallas de luz. ¡Y él tenía puesto ese abrigo! Yo le dije: “Gillo: ¿qué estás haciendo con el abrigo, por qué no te lo quitas?”. Y él respondió: “No te preocupes, está bien”. Y yo le dije: “¿Acaso has pillado un resfriado?”. Y luego alguien me dijo que ese era su amuleto, que Gillo siempre lo hacía cuando empezaba una película, dirigía la primera escena con ese abrigo puesto.
Gillo también tenía todos los bolsillos llenos de amuletos, cosas de formas raras para evitar al Diablo. Al final me dijo que solo se trataba de amuletos para la buena suerte. Tenía creencias raras, nadie le podía preguntar nada los jueves, no podía ver ni un trozo de morado en el set de filmación. Si había cualquier cosa de morado en el rodaje él cancelaba y se largaba.
Si alguien derramaba vino en la comida, Gillo se levantaba, y se acercaba a cada persona en la mesa haciendo una señal con los dedos. De modo que varios meses después, con el rodaje a punto de terminar, cogí un gran espejo, y le digo: “Eh, Gillo, mira…”, y cogí un martillo y paaam, paaam: ¡lo rompí en mil pedazos! (jajajaja, Brando ríe), me pasé por debajo de las escaleras, también derramé sal por todas partes y la tiraba por los suelos. Gillo estaba muerto de miedo, vacilando contra las cuerdas, temblaba y con los ojos a punto de salirse de la cara. Es que Pontecorvo era puñeteramente serio con ese asunto de las supersticiones.
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La película llegó y a partir de entonces las cosas empezaron a cambiar en Cartagena, porque después de Queimada la ciudad cambió, trajo un antes y un después, no solo por los seis millones de dólares que costó la película, de los que se invirtieron muchos en la ciudad, también fue que el orden social cambió, porque antes Cartagena estaba muy separada, todavía lo está, claro, es una de las ciudades con más desigualdad social que existe, ¡pero antes era peor! Por un lado la burguesía blanca, privilegiada, corrupta, excluyente, y por el otro, la gente negra y mestiza de los barrios populares, todavía discriminada y sumida en la pobreza. Sin embargo, la película sirvió para muchas cosas, sobre todo para juntar las gentes, que ni en las fiestas populares se veían. Algunos como Salvo Basile, el asistente de producción de la película, que se quedó a vivir en la ciudad, dicen: “La película le cambió la cara a la ciudad. Antes era provinciana, aunque cosmopolita por su puerto. Pero luego de Queimada dio el salto hacia el mundo”.