En medio del impacto que generó el asesinato de dos turistas argentinas en Montañita, Ecuador, la periodista Pepa Valenzuela reflexiona sobre los episodios que enfrenta cada vez que viaja sola. Con el recuerdo fresco de una playa del Caribe, donde estuvo hace unos meses, aquí relata cuáles son los comentarios fuera de lugar, los prejuicios y los riesgos más comunes que viven las mujeres que vacacionan sin compañía. Lo peligroso no es viajar sola, sino ser mujer, dice.
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¿Cuántas personas? Solo yo. ¿Para cuántas personas? Solo yo. ¿Cuántas personas en la mesa? Solo yo. ¿Cuántas toallas? Solo una. Llevo un par de horas en una playa caribeña -y diré aquí nada más que Caribe a propósito, porque acá lo importante no es el dónde, sino el cómo- a la que me arranqué por una semana para evitar lo que más pueda el horrendo frío de Nueva York. Y ya parezco disco rayado. Solo yo. Solo yo.
Ando sola. Viajo sola. Pero no hay caso. A la gente del hotel le cuesta mucho entenderlo. Me miran con los ojos abiertos, como si vieran a un marciano y como para ver si entendieron bien, la pregunta que sigue también se repite y se repetirá cada santo día de mis vacaciones: ¿Y tu esposo? ¿Dónde está tu esposo? No tengo. Estoy soltera. No tengo esposo. No me he casado. La pregunta por mi esposo la escucharé al menos veinte veces en los seis días que estaré aquí, de guata al sol. ¿Dónde está tu esposo? Como si uno supiera la respuesta. ¿Cuántos en la mesa? Una sola. Por segunda noche consecutiva, el mesero rellena dos copas de agua por defecto, como si no hubiera escuchado mi respuesta. Todas las noches, cenaré enfrente de una copa de agua llena servida para un fantasma.
Todos se sorprenden mucho de ver a un viajero solitario. Esta reacción no me ha pasado solo acá, en el Caribe, sino en varios otros lugares del mundo. No hay muchas personas que viajen solas. Menos mujeres que viajen solas. Por la novedad del tema, hace unos años la revista “Domingo” comenzó una sección con ese nombre: “Mujeres que viajan solas”. Crónicas de mujeres que recorrían por las suyas distintos lugares del mundo. La idea tenía un aliento de empoderamiento e independencia.
Pero lo cierto es que cuando viajas sola no todo el mundo te mira así, como una mujer autónoma en posesión de sí misma. ¿Cómo una mujer como tú no tiene esposo? ¿Cómo una mujer tan bonita no ha logrado casarse? ¡Qué triste viajar sola! ¿No te da pena? No pasa mucho tiempo para que me hagan esos comentarios. Me pregunto si a los hombres que viajan solos les hacen las mismas preguntas. ¿Y tu esposa? ¡Qué pena viajar solito! ¿Cómo no has logrado casarte? Sospecho que no. Les pregunto a mis amigos, viajeros solitarios, para no quedarme en la especulación. Confirman mi sospecha. Nunca les preguntan tanta burrada. Esas preguntas solo nos las hacen a nosotras, las mujeres. Las “perdedoras” que viajamos solas y que además tenemos la “falla técnica” de estar solteras.
Semanas después descubro que a pesar de todo, he tenido “suerte”. A mi regreso en Nueva York -donde vivo ahora- leo sobre el asesinato de las jóvenes argentinas Marina Menegazzo y María José Coni, en Montañita, Ecuador. A ellas no solo no las vieron como dos chicas autónomas que recorrían el mundo, sino como un blanco. Un médico argentino dijo que ellas mismas propiciaron su final. Por viajar solas.
Porque viajar solas es una provocación. Igual que vestirse sexy es una invitación al abuso o a la violación para ciertas mentes retrógradas. Se trata del mismo argumento que el machismo usa para, en estos casos, quitarles su condición de víctimas a las mujeres: ellas tuvieron la culpa. Ellas se lo buscaron. En realidad, sí. Nos la buscamos. Porque aún vivimos en un mundo donde el solo hecho de ser mujer te hace blanco fácil. Pero eso es culpa de un mundo que aún no aprende a respetarnos.
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Tengo 35 años. Viajo sola desde que tengo 31 y me pegué un sacudón vital de aquellos. Entonces decidí que, desde ahí en adelante, sería feliz sin que ninguna nimiedad me arruinara ese plan. Y que lo que pensara el resto, era una de esas tonteras a las que nunca más les prestaría atención. Si había un tope para viajar sola -la mirada ajena y su peso- ya no existiría más.
Desde ese momento, viajo sola de manera frecuente. Lo hago porque me encanta. Y porque lo necesito. Viajar con amigos, familia, con colegas es muy entretenido y es algo que también hago. No soy una inadaptada ni le tengo fobia a la compañía humana. Por eso, cada año intento al menos tener un viajecito para mí. Así descanso de todos, incluidas las personas de mi vida (seamos honestos: todos necesitamos descansar un rato de los demás). Y disfruto de cosas que acompañada no podría: andar a mi propio ritmo sin tener que coordinar paseos con nadie, horas de comida, panoramas; estar abierta a conocer gente nueva que de otro modo que no fuera viajando sola jamás conocería, y aprovechar cada segundo de esta vida en la que aún no tengo compromisos tan fuertes para cuando los tenga y ya no me sea tan fácil arrancarme sola. (Aunque pienso que después, al menos lo voy a intentar. Esposo, pareja, hijos, lo que sea de por medio).
Por muy cliché que sea, el tema del autoconocimiento es cierto. Viajar, y especialmente viajar sola, te abre la cabeza y el mundo. Te hace una mejor persona. Por eso viajar sola (y solo) me parece un derecho humano básico. Algo que todos, el que quiera, debiera experimentar y practicar con cierta regularidad.
Eso le digo a Iliana, una mujer de unos 50 y algo años, búlgara, que está recostada en una reposera cercana a la mía en la playa. La he visto varios días en el hotel con distintos grupos de personas. Pero solo hoy que conversamos me ha contado que, por primera vez en su vida, viajaba sola. Pensaba venir al Caribe con su hijo de 18 años. Pero cuando descubrió que había faltado al colegio varios meses y estaba reprobando el año, decidió que el premio se lo merecía exclusivamente ella.
Eso le digo a Iliana: viajar sola me parece un derecho humano básico. Y ella ríe con una carcajada fuerte y sonora como por cinco minutos. Cuando vuelve en sí, asiente muchas veces con la cabeza porque dice que nunca en su vida lo había pasado tan bien. Hacemos un brindis, con los pies metidos en la arena, por eso. Por el derecho básico de viajar sola y en libertad.
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A Iliana no le han hecho muchas preguntas incómodas. “Yo creo que por mi edad no preguntan tanto. Deben creer que soy viuda. O que estoy separada”, dice. La que sí ha llenado el hotel de intriga, especulaciones y teorías es Ola. Ola es una ucraniana de casi dos metros, rubia con rapado tipo Miley Cirus, y que tiene un cuerpazo. Debe tener mi edad, pero Ola se pasea con una distinción de ex miss Mundo. También vino sola. Pero como su inglés es discreto y no habla español, ha dejado a todos con sus preguntas incómodas en la punta de la lengua.
¿Por qué Ola viaja sola? ¿Es una estrella de televisión en Ucrania? ¿Cómo diablos Ola no tiene nadie con quién viajar? ¿No es triste? Yo sé, porque como yo sí hablo español (aunque hay días en los que me ha dado por hacerme la gringa para que no me pregunten por enésima vez por mi esposo) me han caído todas esas interrogantes. Las preguntas incómodas que nos caen a las mujeres más jóvenes que tenemos la osadía de recorrer el mundo solas, en vez de estar formando familia. Mis respuestas reales serían: viajo sola porque me gusta y lo necesito; soltera porque no he encontrado lo que quiero; no, no es triste; sí tengo con quién viajar, pero a ratos prefiero viajar sola.
Sin embargo, a pesar de la insistencia, una nunca se acostumbra, siempre se sorprende y termina esbozando una sonrisita tonta, como pidiendo disculpas por no cumplir con las expectativas del resto.
No sé por qué la gente se siente con el derecho de preguntarle a la gente sola, más que a la gente acompañada, impertinencias que no les incumben. Yo jamás les ando preguntando a las parejas si viajan juntas porque siguen enamorados o por costumbre, o por miedo a estar solos. Si no se aburren de ir para todos lados con la misma persona. A mí me caben esas dudas, pero no las ando preguntando a diestra y siniestra.
En mi cabeza, he elaborado un set de respuestas mala onda. Pero las he usado poco. Solo una vez tuve el coraje. Fue en Chile, con un taxista tan insistente con eso de dónde estaba mi hombre que le dije que no me gustaban los hombres. El resto de las veces, nada. Solomuestro mi sonrisita tonta, porque no dejo de sorprenderme que desconocidos lleguen y, de un sopetón, se atrevan a ingresar al núcleo de mi vida privada sin siquiera pedir permiso.
La indiscreción ajena no es el único problema cuando viajas sola. El caso de las chicas argentinas muertas en Ecuador también lo demuestra: no solo puede ser incómodo, sino peligroso (aunque en realidad el peligro no es que las mujeres viajemos solas, sino que el mundo esté como está -al debe- en temas de respeto y equidad de género. Lo peligroso no es viajar sola, sino ser mujer).
También hay asuntos prácticos complicados: como el mundo está diseñado para parejas, siempre es más complicado agendar una travesía para uno. Los paquetes salen más caros, los hoteles se complican con darte una pieza doble, hay poquísimas agencias que tienen ofertas individuales, diría que casi ninguna. Siempre llamas la atención. Recibes la mirada sospechosa de otras mujeres que en secreto se preguntan si no serás una dama de compañía o una arpía que les quiere levantar a sus esposos o novios. Más que si me vistiera provocativa. Más que si anduviera en topless. No hay nada que cause más curiosidad que una mujer que está feliz viajando sola.
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Para satisfacer un poquito de tanta curiosidad ajena, voy a desclasificar algunos de mis archivos personales de viajera solitaria. ¿Qué se ve desde esta vereda? Se ve mucho. Porque una viajando sola observa mucho más. Y aprende a distinguir lo que quiere y lo que no para su propia vida. Se ve, desde aquí, que hay familias tan unidas que no descansan ni una gota en sus vacaciones por andar todos pendientes de todos. Se ve a muchos hombres comprometidos que, incluso caminando de la mano con sus respectivas parejas, andan mirando para el lado o de frentón haciendo propuestas indecentes apenas la otra pestañea. Se ve a los niños que crecen contentos y seguros, y a los que resultan una incomodidad para sus padres. Se ve a los padres que maltratan a sus hijos, los que se desesperan y los que andan gritoneando incluso en sus días de descanso. Se ve, se nota a la legua, a las parejas que ya no están felices juntas y las que sí lo están. Se ve desde lejos el amor. Y también el desamor y la costumbre. Se ve que los mayores, los abuelos, son los más libres de todos. Y por eso comen, beben, juegan cartas, bailan y andan en las pintas que se les da la gana.
Hay un grupo en este hotel caribeño de señoras de unos 70 y algo que vinieron a jugar póker, fumar y tomar mojitos, que no dan más del goce. Ojalá llegue así a vieja, pienso cada vez que paso cerca de su mesa y están riéndose a carcajadas. Ojalá que a esa edad todavía pueda seguir viajando a veces sola. Ojalá que para entonces, viajar sola ya no sea una extravagancia, una rareza, una razón para ser apuntada por el prejuicio ajeno. Ojalá que para entonces los solos -solteros, viudos, solitarios, separados, amantes de su tiempo- tengamos derecho de vivir en paz nuestra soledad.
Distribuyo mi tiempo libremente entre libro-reposera, nadar en el mar, dormir unas siestas titánicas y comer. Entremedio les invento historias a los turistas que veo pasar. Recreo diálogos insólitos a una pareja de japoneses que siempre pillo conversando animadamente. Escribo algunas ideas que tenía en el tintero desde hacía tiempo. Anoto proyectos en mi cuaderno, ahora que tengo la mente despejada. Ceno saboreando cada bocado, con una copita de vino. El mesero, como todas las noches, rellena la copa de agua para mi acompañante fantasma.
En una mesa cercana veo a Iliana, también cenando sola. Me levanto de la mía y me acerco a ella. ¿Comemos juntas?, le digo. Las otras mesas nos miran de reojo. Una mujer de 35 y una de 50 y algo desconocidas, brindando juntas. Nos reímos tanto que al salir del restorán me duelen los abdominales.
En el bar, al lado de la piscina, una banda toca música. Iliana va a buscar un par de mojitos para las dos. Mientras, una chica de unos 20 años me pregunta en inglés si estoy sola. Sí, bueno, con una amiga ahora. Siéntense acá, con nosotras. Nosotras: Soudeh y Saghar, hermanas iraníes que viven en Canadá, tienen 21 y 25, respectivamente. Mujeres más chicas que viajan solas. Al rato, se suma Kaytlin, 26, canadiense, que igual viajó por las suyas: descubrió este hotel hace unos años, viajando con su novio. Terminó con él y volvió para darse un regalo exclusivamente para ella.
Terminamos la noche ahí, bajo las estrellas del cielo caribeño, tomando mojitos, contándonos historias, riéndonos, bailando. Cinco mujeres que viajan solas haciéndose buena compañía.
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(Texto publicado originalmente en Revista Sábado de El Mercurio)