Por D. M. Vándalos
El vampiro es versátil, como las papirolas: es dueño de un sinnúmero de recovecos, frunces y dobleces que un incauto no llega a descifrar sin instructivo, pues no le bastan sus pequeñas habilidades; si se acoge a su propia lógica, corre tremendo riesgo. Haría bien hurgar a conciencia en las leyendas de los Montes Cárpatos, para empezar.
De los pliegues en una hoja bidimensional resultan asombrosas garzas con volumen y delicados ángulos. Tras cada sutil vuelta vampírica se agazapa una estrategia de fascinación que impresionará, por su finura, al objeto de deseo. Pero del cuidadísimo doblez surgen también ratas mil y un bullicio de murciélagos cuando el vampiro requiere diseminarse para huir, trasladarse con disimulo o confundir a Van Helsing con las volátiles ráfagas de viento y niebla a merced de su voluntad (véase Drácula, Bram Stoker, 1897).
De estos no muertos, alevosos y flexibles, los libros han registrado diversas figuras:
(Y en el repertorio humano resplandecen algunas fosfóricas similitudes de colmillos en la oscuridad):
- A grandes rasgos, por todos conocidos, son milenarios y atractivos personajes dedicados a la persuasión y a la impiedad. Codician el solaz de la sangre. Salen de noche y duermen de día, de ahí la palidez. No hay reflejo suyo en los espejos, muy a pesar del porte distinguido. Sólo mueren al sol, con estaca en el corazón y ajos, acaso agua bendita, se sabe.
O aquellos que se sienten inducidos por la noche a una mayor concentración en su actividad primaria, que no necesariamente es beber sangre, puede ser tan solo embeberse en el trabajo sanguijuela o en el disfrute de la invención o tal vez en la vil juerga. El espécimen suele presentar ojeras ante el rigor del espejo diurno.
- Aunque también los hay menos elegantes: en vez de lenguas, aguijones descomunales, como látigos de ponzoña desatando plagas. La imagen que vibra en el mercurio representa la transformación en curso de los infectados, vampiros mudos, telépatas. Sucumben a las lámparas Luma de rayos UV (Nocturna, Guillermo del Toro y Chuck Hogan, 2009).
Truhan de influjo nocturno y sensual que se alimenta de quien lo haya invitado a entrar. Chupa la energía de su presa fungiendo con arrogancia como elixir que doblega la voluntad.
Avieso y eficaz, de abundante labia, aprovecha el fósforo contenido en su poderoso esperma y apantalla a las impresionables (así desluce la inofensiva diamantina en la piel de otros personajes más amables). Pareciera que su materia gris también brilla, tan hábil es.
El bellaco, de gran prestancia, no gusta de tomarse fotos ni acostumbra mirar directo a los ojos, le incomoda; prefiere armar un embuste con identidades ajenas. Pero ignora el pudor y procura admirarse en toda superficie bruñida, ninguna soslaya el reflejo: es hermoso.
Para mantener su efigie, calibre Dorian Grey, depreda las emociones (así acuñan los artífices de autoayuda). Cruel, iracundo, señala cada mínimo defecto, yerro y omisión, real o inventada, allanando el territorio para dejarse caer a sus anchas, seguro y ya sin miedo de amar a su víctima, justo un momento después de haberla dejado en la lona.
Los hábitos vampíricos se afincaron en su espíritu desde pequeño, de modo que, como los niños, muere de una rabieta, tristemente, por falta de atención.
- Otros más cargan al hombro su propio ataúd de trabas éticas, de aflicción, debatiéndose entre el respeto a la vida y el crimen. Por sus vestigios de humanidad, no se reconocen como victimarios y, luego de experimentar el desencanto del amor, se abocan dolorosamente a una existencia nihilista, la inmortalidad sin rumbo (Entrevista con el vampiro, Anne Rice, 1976).
Hay humanos proclives a las mordidas de las féminas. Recorren con ansias el Desfiladero del Borgo, formados en la fila de un banco de sangre: quieren donar para su propia causa, instigados por la delicia de las drogas duras y recreativas. Convencidos, proveen pasivamente el sustento con sus yacimientos de hierro, al fin que no mueren, sólo desfallecen un poco en cada pinchazo. Entonces se llenan voluntariamente de cardenales el cuello, las ingles y las corvas de las piernas. Se sirven a sí mismos en bandeja, sin poder evitar una risita involuntaria por los nervios y la excitación. Viven suspensos, adictos a la espesa y villana sensación del líquido descorriendo de sus venas a la jeringa, de la jeringa a la copa, de la copa a los labios rojos.
Salud por los muertos en vida.
- Incluso algunos chupasangre se trasladan a climas cálidos de tierras corruptas, donde se camuflan sin problema porque “n” mujeres mueren al día y pocos las extrañan, porque la gente vive acostumbrada a que todos usen a todos (Vlad, Carlos Fuentes, 2010).
Mujer de pómulos prominentes se reclina en un sillón de hospital, con 76 años a cuestas y anemia por disfunción medular: brazo extendido, manga corta y catéter. Atiende a la transfusión de plasma, quiere seguir viviendo –vivaz de ser posible– y rejuvenecer, acaso.
Ya el primer indicio de vampiresa era, desde siempre, usar sombrero de ala ancha que proteja su blancura, y sobre todo, estornudar una y otra vez por un mínimo rayo de sol en los ojos.
Hoy en la mañana respondió: Claro, preferiría que el cielo estuviera encapotado todos los días, sin duda. Sin embargo, su rito es lumínico: mientras fluyen las horas del tratamiento, canta en voz bajita de soprano un himno del siglo XVII, afirmando que no teme a la muerte, aunque su reflejo en el azogue del pabellón se esté difuminando.