Todos los días a las seis en punto bajo a merendar un cruasán a la plancha y un café con leche a la cafetería del hospital. Todos los días lo veo, y todos los días me mira. Ayer me saludó. Calculo que tendrá mi edad, uno o dos años más o menos, aunque sea difícil saberlo con la cabeza rapada como la de un bebé y algunas arrugas en los carrillos. Le acompaña su padre, aunque él no come nada. Tampoco le ayuda a subir. Sube él solo y el padre sale a fumarse un cigarro a la puerta.
Los ruidos de hospital molestan. Son ínfimos y determinantes: la cucharilla contra el plato, la respiración pesada, la garganta al tragar el puré de calabaza. Después de ayudarla a comer –le duelen los puntos si está incorporada mucho tiempo–, mamá se recuesta en la camilla y la puerta chirría cuando papá entra en la habitación.
– Otra vez no – dice ella.
–Los calmantes te están afectando. ¿Cómo puedes estar segura? Imagínate ahora así, sola en casa, sin poder moverte –señala el costado de mamá, donde los puntos que surcan la herida imitan a la carretera donde tuvo el accidente–. ¿Es así como quieres estar siempre, sola? –insiste. Incluso cuando se enfada, mi padre es guapo. Y porque es guapo, mi padre cree que tiene derecho a conseguir todo lo que quiere.
–Sí, así quiero estar. Además, no estoy sola –mamá me señala. Yo me hundo un poco más en mi silla de hospital.
–¿Y qué pasa con la casa? –papá se ajusta la corbata y cruza los dedos.
–Ya he escrito otro testamento. Si me pasa algo, todo es para ella.
–Estás loca –luego se vuelve hacia a mí–. Y tú, ¿no has cambiado de idea?
Niego con la cabeza.
–Pues tú sabrás –y se va sin mirarnos.
Yo bajo a merendar, pero hoy el cruasán no me apetece; lo destrozo hasta que las tiras de masa se me pegan en los dedos. Cuando bajo a merendar, doy una vuelta enorme: bajo al siguiente piso, Psiquiatría, y allí cojo el ascensor para evitar el ala de Oncología Infantil. Hoy coincido en el ascensor con él al volver a subir. Me dice, yo me llamo Pablo, ¿tú cómo te llamas? Se lo digo, y él me dice que si me aburro mucho aquí. Le digo, no mucho, tengo que estudiar para Selectividad, y se ríe. Yo me bajo aquí, me dice, y me roza la mano al salir. Decido salir con él también y hoy no evito el ala de Oncología. Bueno, esta es mi habitación, cuando te aburras puedes venir a verme, me dice. ¿Tú dónde estás? Le digo, en Trauma. Me mira otra vez y sonríe. Nos despedimos. Atravieso el pasillo temblando y cuando llego a la habitación de mamá, me meto en el baño y me lavo los dientes con fuerza hasta que me sangran las encías.
Por la noche voy a casa a cenar algo y dormir un poco. La casa está vacía y las sartenes y platos sucios se acumulan en el fregadero. Me pongo el pijama y miro un poco la tele sin enterarme de lo que dan. Evito el canal de noticias. En un programa de variedades, los tertulianos se gritan insultos por encima de la presentadora. Cambio de canal y pongo dibujos animados. A las doce de la noche alguien llama al portero. Es papá, que quiere subir a hacerme compañía. Dudo, y finalmente le abro. Pienso en correr a la cocina y ponerme a fregar los platos, pero no me da tiempo. Papá sube y entra en casa. Le ofrezco un café, pero no le digo que se siente en el sofá. Él mira a su alrededor como alucinado de haber vivido allí hace apenas un mes, y me pregunto si ha sido una mala idea dejarle entrar. Le digo, voy un momento a la cocina, pero él me sigue y se sienta en silencio en un taburete mientras yo friego los platos y el café se hace en el hornillo. Le digo, perdona el desorden. Él dice, ¿ya sabes lo que vas a estudiar? Si vivieras conmigo estarías más cerca de la universidad. Esta vez soy yo la que no contesta. Se bebe el café casi de pie en la cocina, deja la taza sucia en la encimera y se marcha a su piso de alquiler murmurando una excusa sobre trabajar al día siguiente. Me acuesto e intento dormir.
Al día siguiente, no le cuento nada a mamá de la visita de papá de anoche. La ayudo a ducharse y a comer, le doy un beso cuando se va a echar la siesta, y después no bajo a merendar. Fuera hace mucho sol y calor, y las calles están llenas de gente paseando. Los observo pasar desde las ventanas-pecera del hospital. Es el primer día de verano. Bajo a ver a Pablo a Oncología. Me saluda desde la puerta. Está solo en su cuarto.
–Hoy no has bajado a merendar.
–No.
Abre un cajón de la mesilla y me ofrece un paquete de galletas de chocolate individual de los que ponen en el postre de la comida. Lo abro y le doy un mordisco a una. Me coge la mano y acerca su cara a la mía. Le beso. Cierro los ojos, aunque tengo curiosidad por dejarlos abiertos para ver qué cara pone. Él empuja con la lengua. Tiene la boca seca, pero no me importa. Primero le toco la cabeza, que está muy suave. Después le pongo la mano encima, aún dentro de la suya. Meto la mano bajo la sábana. Dejamos de besarnos. Le hago una paja mientras él no aparta sus ojos de los míos. Sólo los cierra cuando una mancha blancuzca se extiende por las sábanas.
(Este relato fue originalmente publicado en papel en el nº3 del fanzine Caligrama.)