[Fragmentos]
Apuntes para el espacio: así fue como el salón se llenó de raíces. Saltaron los goznes de las ventanas, se agrietaron las paredes, se abrieron los techos bajo el cielo. El hielo de las cumbres se hizo presente. Los zorzales robaron los corchos de las botellas. El bosque se abalanzó, incendiado por el otoño, enmarañado de lenga y de canelos, hasta la puerta de la casa. Allí se detuvo, sin estrépito. Desde entonces, es difícil distinguir la casa del bosque o el bosque de la casa, e imposible saber si una puerta se entreabre o si es que el viento está doblando los troncos.
Nota: Mateo hablará con un suave acento extranjero; aunque los espectadores oigan de los actores el mismo idioma, Matthäus no conoce el idioma de Rosa ni Rosa el de Matthäus en las primeras escenas. El signo / indica que en ese punto la frase es interrumpida por la réplica del siguiente personaje.
La acción en los años 40 y 70 del Siglo XX.
1 / En el principio
Amanecer. Mateo, desnudo, sentado en una silla. Matthäus, en mangas de camisa, le está lavando con el agua de una palangana; el joven hunde, una y otra vez, un trapo y le limpia un codo, luego el otro, las rodillas, el cuello, la frente; recorre los pliegues y arrugas de la piel del hombre con insistencia.
MATTHÄUS.– (Intentando recordar). “Después, en medio de una calle de la ciudad, me mostró un río limpio, resplandeciente como el cristal. Y a uno y a otro lado del río estaba el árbol de la vida que produce doce frutos y cada mes da su fruto; y las hojas del árbol bendecían las naciones”. (Duda).
MATEO.– “Y ya no habrá más maldición”.
MATTHÄUS.– Las recuerdo. Solo necesito que me dejes pensar. (Pausa breve). “Y ya no habrá más maldición, no habrá allí más noche ni habrá luz /
MATEO.– porque el tiempo está cerca y el que es injusto, sea injusto todavía”.
MATTHÄUS.– Levanta los brazos.
MATEO.– No te esfuerzas.
MATTHÄUS.– Lo hago. Pero tú no me dejas recordar. Cada vez eres más impaciente. “Y el que es bueno, sea bueno todavía”. Tenemos que terminar. Ha llegado la hora.
MATEO.– No, por favor. Una vez más. Solo una vez más.
MATTHÄUS.– Vístete. Ella ya ha salido de la ciudad. ¿Quieres que llame a la puerta y no estés preparado?
MATEO.– “Bienaventurados”. “Bienaventurados”. (No hay respuesta). Por favor, solo una vez más. Llegará el día en que te desesperes tratando de recordar esas palabras.
MATTHÄUS.– “Bienaventurados los que lavan sus ropas para tener derecho al árbol de la vida”. Espera. Las manos. Se nos olvidaban las manos.
MATEO.– (Le da las manos. El joven le limpia los nudillos, las uñas). “Pero los perros esperan fuera, y los hechiceros y los asesinos y los impostores esperan fuera”. (Espera a que continúe. De nuevo no hay respuesta). Un día las necesitarás y no podrás leerlas. Sabes que eso va a ocurrir. Sabes que eso está ya ocurriendo. Lo único que te pido es que te aprendas de memoria unas cuantas palabras.
MATTHÄUS.– Estoy cansado de repetirlas. Son solo palabras. Vístete, ahora sí que hemos terminado.
MATEO.– Nos alivian. Siempre lo han hecho.
MATTHÄUS.– Hace mucho tiempo que dejaron de tener sentido. Hace ya demasiado tiempo que sabemos que no hay nadie que las escuche.
MATEO.– No tiene que ver solamente con Dios. Creo en las palabras. Creo que si las digo así, en su justo orden, algo del mundo vuelve a tener sentido.
MATTHÄUS.– No te han servido de nada. Sigues aquí. Y yo sigo aquí.
MATEO.– ¿Por qué me hablas así? ¿Acaso te hacen daño?
MATTHÄUS.– (Acercándole la ropa). He dicho que hemos terminado. Date prisa, hace unos minutos que empezó a subir la colina.
MATEO.– ¿Por qué tiene que entrar esa mujer en mi casa?
MATTHÄUS.– (Le ayuda a abrocharse la camisa). No eres capaz ni de abrocharte los botones tú solo.
MATEO.– Cataratas.
MATTHÄUS.– Pero no se trata de eso. Se trata de que todo empiece para que pueda terminar. La mujer camina rápido. Ya está ahí fuera.
MATEO.– Voy a quedarme ciego, ¿cuándo?
MATTHÄUS.– Se ha parado en el camino. Está mirando la casa. Mira hacia nosotros, por las ventanas. Pero no puede vernos. Está demasiado lejos. Toma aire. Resopla. Se estira la falda, se arregla el pelo. Vuelve a caminar.
MATEO.– No pensé que fuese a responder nadie al anuncio.
MATTHÄUS.– Los zapatos están en la silla. ¿Puedes ponértelos tú sólo?
MATEO.– He aguantado todo lo que he podido. Todos estos años. Eso lo sabes, ¿verdad?
MATTHÄUS.– ¿Realmente te preocupa lo que yo crea?
MATEO.– Hemos estado bien solos.
MATTHÄUS.– Eso es mentira. Hemos estado solos. Sencillamente solos. Demasiado tiempo. Yo nunca te pedí eso. Al contrario.
MATEO.– (Logra abrocharse los zapatos). Mira. No la necesito.
MATTHÄUS.– ¿Por qué insistes?
MATEO.– Porque tengo miedo.
MATTHÄUS.– También yo. Y han dejado de ayudarnos las palabras. Ve hasta la puerta. Está a punto de llamar.
Un ruido fuera, no muy lejos. Matthäus ya no está.
2 / Me llamo Mateo
Llaman a la puerta. Mateo ha terminado de vestirse. Está frente a la puerta, no se mueve. Llaman otra vez. No abre. Vuelven a llamar. No abre. Golpean en una ventana.
NINA.– (Desde fuera). ¿Hay alguien? (Desde otro lado). ¿Hay alguien?
MATEO.– (Tras unos segundos). ¿Qué quiere?
NINA.– (Aún desde fuera). Vengo por el anuncio. Soy Nina. Hablamos ayer por el teléfono. ¿Lo recuerda? (Silencio). Hace frío. Abra, por favor.
Mateo abre la puerta. Nina en el umbral.
NINA.– Es usted Mateo, ¿verdad?
MATEO.– ¿Quién pregunta?
NINA.– Nina, le dije. (Rebusca en sus bolsillos. Saca una hoja de periódico). Aquí está /
MATEO.– Ah, sí. Siento mucho haberle hecho venir para nada. Ya no busco a nadie.
NINA.– Pero si hablamos ayer por la tarde. ¿Sabe lo que me ha costado llegar hasta aquí?
MATEO.– Lo siento. Debí avisar para que retirasen el anuncio. Y luego, perdone, le digo, cuando hablamos ayer no me atreví a /
NINA.– Pero/
MATEO.– Lo siento. Debe marcharse.
NINA.– Ha contratado a otra persona. Es eso, ¿verdad?
MATEO.– No.
NINA.– Entonces permítame que le muestre mis referencias.
MATEO.– No se moleste, ya le he dicho que no necesito a nadie.
NINA.– Por favor, léalas. Se lo ruego. Es solo un momento.
MATEO.– ¿Por qué insiste?
NINA.– Porque he caminado desde la ciudad para llegar a esta casa, porque usted me dijo ayer que lo hiciera y aquí estoy.
MATEO.– No voy a pedirle disculpas una vez más. Ya le he dicho que/
NINA.– Yo solo he cumplido con lo que hablamos. Recuérdelo. Le dije que había venido desde Buenos Aires y que necesitaba con urgencia un empleo.
MATEO.– ¿Cómo?
NINA.– Necesito un trabajo.
MATEO.– Yo no puedo hacer nada. Está haciéndolo todo mucho más difícil.
NINA.– Deje que le explique/
MATEO.– Trate de encontrar un empleo aquí, en la ciudad. O donde sea. Por favor, no me mire así. Ya lo he entendido. Le daré algo de dinero por la molestia. ¿Qué busca ahí? (Ella le entrega unos papeles. Él intenta leerlos, pero es incapaz).
NINA.– ¿Es por eso que necesita ayuda?
MATEO.– (Le devuelve los documentos. Silencio). Dígame, ¿por qué ha venido hasta aquí?
NINA.– Quisiera empezar. De otro modo. De verdad, le pido tan solo que me dé una oportunidad. Unos días. Si no hago bien el trabajo, buscaré en otro lado.
MATEO.– No insista.
NINA.– Señor, si no se fía, si tiene dudas, le ruego que me permita leerle mis referencias. Aquí está la carta de mi último patrón. Fui yo la que decidió dejar ese trabajo. Déjeme que se la lea, si usted no puede.
MATEO.– ¿Qué quiere decir con “empezar de otro modo”?
NINA.– “Sentimos mucho que Nina tenga que dejarnos. Durante todos estos años ha sido rigurosamente eficaz en su trabajo y amable en su trato. Sentimos que se va alguien de nuestra familia a la que”/
MATEO.– ¿Por qué no me escucha?
NINA.– No he terminado.
MATEO.– No es necesario. (Un golpe de viento cerca). Pase, si quiere, unos minutos.
NINA.– Muchísimas gracias, señor.
MATEO.– ¿Dónde se aloja?
NINA.– Cerca del puerto, en una hostería.
MATEO.– ¿Y dice que ha venido caminando hasta aquí? Le advertí por teléfono que el camino era complicado.
NINA.– No ha sido para tanto.
MATEO.– Cuando llegue el invierno será imposible subir a pie. ¿Sabe conducir?
NINA.– ¿Eso significa que me contrata?
MATEO.– No he dicho que /
NINA.– Por supuesto que podré /
MATEO.– No conoce los inviernos de Ushuaia. Todo el camino que ha hecho se llenará de hielo.
NINA.– Podré hacerlo. Se lo prometo.
MATEO.– No quiero que me prometa nada. Tan solo le pido que cumpla con su trabajo.
NINA.– Muchas gracias.
MATEO.– Se ocupará de hacer la compra en la ciudad y subirla. Tendrá una lista. Son muy pocas cosas. Lo imprescindible. Dos veces por semana. Siempre a la hora que yo le indique. Llamará siempre antes de entrar.
NINA.– Por supuesto.
MATEO.– ¿Tiene auto?
NINA.– ¿Qué?
MATEO.– ¿Cómo vino desde Buenos Aires? ¿Sabe conducir?
NINA.– No, no tengo auto, pero sé conducir.
MATEO.– Usará mi furgoneta. Es una antigualla pero le servirá. De todos modos, yo no podré hacer ya nada con ella. En invierno no intente conducir hasta aquí; tendrá que dejarla en la verja y caminar con la carga. Ya ha visto que es poco más de un kilómetro. Parece una mujer fuerte.
NINA.– No hay problema.
MATEO.– Preparará la comida, arreglará la ropa, limpiará la casa. También se ocupará de estas tareas. Nada excepcional, nada complicado.
NINA.– Sí, señor.
MATEO.– No me llame señor. Lo que voy a decirle es importante. Si quiere el trabajo, tendrá que aceptar unas reglas.
NINA.– ¿Reglas?
MATEO.– Unas normas que debe cumplir.
NINA.– Por supuesto.
MATEO.– Desde ahora mismo.
NINA.– Sí.
MATEO.– Sin excepciones.
NINA.– Sí, señor.
MATEO.– Insiste en llamarme señor. Detesto esa palabra.
NINA.– Disculpe, Mateo.
MATEO.– Hay determinados objetos que no debe tocar.
NINA.– De acuerdo.
MATEO.– Determinadas estancias a las que usted no debe acceder. Ya se lo explicaré con más detenimiento. El dinero no es un problema. Le pagaré bien. Por último: le ruego que no hable con nadie de la ciudad sobre mí. Eso es importante. ¿Lo ha entendido?
NINA.– Por supuesto.
MATEO.– Le preguntarán, téngalo por seguro. En cuanto regrese a la hostería, lo harán. Puede decirles que trabaja en esta casa pero nada más. ¿De verdad lo ha entendido?
NINA.– Nina.
MATEO.– ¿Qué?
NINA.– Mi nombre es Nina. Se lo dije antes pero no sé si me escuchó. Y usted es Mateo…
MATEO.– Mateo es suficiente.
NINA.– Muchísimas gracias. De corazón. Es hermoso este lugar. Cuando caminaba por el bosque sentí que algo en mi vida estaba a punto de cambiar. ¿Sabe a lo que me refiero? No tiene que ver nada con un presentimiento o con un deseo, con las ganas de que cambien las cosas. Hablo de sentir en el cuerpo que la vida va a ser distinta. Entonces me he parado. En el camino. Solo unos minutos porque el tiempo se me venía encima. Y he respirado. He respirado y he dicho en voz alta: “Nina, ahora las cosas te van a ir mejor”. Por eso cuando me ha dicho que no necesitaba a nadie, he insistido. Porque algo en el cuerpo me había dicho que todo iba a estar bien.
MATEO.– No me haga cambiar de idea, por favor. Venga a esta misma hora dentro de dos días.
NINA.– De acuerdo, no quiero molestarle más. Gracias, gracias. (Le tiende la mano).
MATEO.– Por favor. Déjeme solo.
NINA.– Una cosa más.
MATEO.– ¿Qué le ocurre ahora?
NINA.– Una tontería. Los cordones.
MATEO.– ¿Qué?
NINA.– Los tiene usted desabrochados. ¿Quiere que le ayude?
MATEO.– Ni se le ocurra. Déjeme solo, le digo.
Sale Nina. Por unos segundos, vemos la silueta de otra mujer en el fondo de salón, de un gramófono suena Wasserflut del Viaje de invierno de Schubert y…
3 / El Olimpo
… regresa Matthäus. Ahora es Mateo quien termina de vestir al joven. Le ajusta la chaqueta militar con cuidado. Sigue sonando Wasserflut.
MATTHÄUS.– Podían verse las montañas desde los balcones del hotel. Por encima de las fragatas y de los destructores.
MATEO.– El Olimpo.
MATTHÄUS.– Sí, a lo lejos. Pero sólo cuando los días amanecían claros.
MATEO.– ¿En qué mes llegamos a Salónica?
MATTHÄUS.– Abril.
MATEO.– ¿Seguro que era abril?
MATTHÄUS.– Desde el puerto se veían los montes aún nevados, por eso ahora piensas que era invierno. Pero nosotros llegamos con las primeras divisiones en abril. Estaba ahí, frente a nosotros: el Olimpo. A ti te gustaban esos viejos libros de dioses y héroes. Recuerdo que miraste la silueta del monte y me dijiste: “Matthäus, ¿no es increíble? Allí viven los dioses. Estamos muy cerca de la inmortalidad”.
MATEO.– Tan solo estábamos cerca de la muerte.
MATTHÄUS.– Y de la gloria. No lo olvides. Ellos corrieron peor suerte. Ningún dios ayudó a los judíos.
MATEO.– Tampoco a nosotros.
MATTHÄUS.– ¿Qué?
MATEO.– Dios. Tampoco nos ayudó. (Pausa breve). ¿Habías oído hablar antes de esa ciudad?
MATTHÄUS.– Nunca. Yo soñaba con la nieve de Rusia. O con el desierto de África. Pero nos enviaron a Grecia, a Salónica. Recuerdo ese calor húmedo y pegajoso, y los vendedores ambulantes por toda la ciudad. Tú te acostumbraste. ¿Cómo podía gustarte aquel licor blanquecino y dulce?
MATEO.– Ouzo.
MATTHÄUS.– Repugnante, repugnante. ¿Cuánto tiempo pasamos allí? (No hay respuesta). ¿Por qué no escribiste a tus padres cuando terminó la guerra? ¿Por qué no les dijiste que no habías muerto?
MATEO.– Me lloraron una vez y es suficiente.
MATTHÄUS.– Pero tu hermana… Ella trató de encontrarte.
MATEO.– Qué más da. Ahora todos están muertos. (Prepara cédulas, papeles que luego utilizará Matthäus).
MATTHÄUS.– ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que están muertos? Quizá tienes sobrinos, una familia.
MATEO.– ¿Por qué te importa eso?
MATTHÄUS.– Es a ti a quien te importa. Yo solo hago las preguntas.
MATEO.– Tampoco tú has querido saber lo que ocurrió luego.
MATTHÄUS.– ¿Qué?
MATEO.– Lo que ocurrió luego.
MATTHÄUS.– ¿Después de Salónica? (Ha terminado de vestirse). El futuro, la historia después, ¿qué me importan a mí? ¿De qué me sirven aquí donde estoy?
MATEO.– Pero sabes lo que ocurrió con nosotros, con nuestro país. Todas esas cosas horribles que sucedieron allí.
MATTHÄUS.– ¿Qué ganas recordándolas?
MATEO.– ¿Cómo fuimos capaces?
MATTHÄUS.– Salió mal, eso es todo. Si no hubiéramos perdido la guerra, todo eso, de lo que hablas, todo ese horror, tendría ahora una justificación. La Historia es tan sólo el reverso de los uniformes de los vencedores.
MATEO.– No, no. Tú no crees eso. Has visto las fotografías, las imágenes de esos hombres, de esas mujeres, has visto sus ojos, ¿verdad? No querías pero lo has hecho. Yo te he obligado. Hay una que jamás podrás olvidar. Si cierras los ojos, está allí. Algunas noches has soñado con ella. Es la de la alambrada. La fotografía del campo con la alambrada. La alambrada está llena de pájaros. No sabes si están a punto de emprender el vuelo o acaban de detenerse. Están allí, los pájaros. Si detienes la mirada solamente en los pájaros, te parece una fotografía bonita. Pero bajas los ojos. Y allí están. Una montaña de cuerpos. Hombres, mujeres, niños. Los huesos asomando casi por la carne. Y entonces vuelves a mirar los pájaros. Y comprendes.
MATTHÄUS.– Es suficiente. ¿Cuántos años han pasado?
MATEO.– ¿Cuántos años deben pasar para olvidar eso? Es por eso que tienes que encender la radio. Ahora. Ahora, enciende la radio.
MATTHÄUS.– ¿Por qué me obligas? ¿Por qué cada noche? A esto. ¿No estás cansado?
MATEO.– Enciéndela.
MATTHÄUS.– ¿No crees que ya hemos sufrido bastante?
MATEO.– ¿Crees que puedo elegir recordar? ¿Que tú estarías aquí, conmigo, cada noche, cada hora, si yo fuera el dueño de mis recuerdos?
MATTHÄUS.– (Se sienta a la mesa). Como quieras. Pero sabes que esto va a terminar. Ella nos va a ayudar. Después de tantos años, podremos descansar. ¿Qué te ha parecido?
MATEO.– ¿Ella?
MATTHÄUS.– Sí, ella, Nina. ¿Por qué no dices su nombre?
MATEO.– Enciende la radio. Fue a esta hora. Todo debe empezar en su momento. Estabas en los bajos de un hotel, revisando los papeles. Había anochecido. Los turcos llamaban a la oración y los rezos se colaban por los ventanales. ¿Dónde estabas sentado exactamente?
MATTHÄUS.– Aquí.
MATEO.– Empieza tu turno. Enciende. Está a punto de aparecer. Sigue escondida. Te está mirando. Desde algún rincón, te ve trabajar. Te llamas Matthäus pero ella no lo sabe aún. Te han destinado a Salónica aunque tú preferías la nieve de Moscú o los desiertos de África. Trabajas organizando el traslado de los prisioneros. Han instalado el operativo en los bajos de un hotel abandonado. Eres el único que trabaja en ese puesto. No hay ningún compañero cerca. Solo tú y ese montón de nombres de desconocidos: Yakov, Raquel, Abraham, Sarah… Llevas horas y ya no ves personas en las fotografías de las cédulas. No puedes saber lo que está ocurriendo en los campos. Porque no lo sabías, ¿verdad?
Mateo enciende una lamparita en una mesa. El joven se sienta. Matthäus, joven oficial nazi, encargado de gestionar el traslado de los prisioneros, canturrea mientras estampa el sello en lo que parecen pasaportes. Ya no está Mateo. De repente un ruido. Se levanta. Nada. Se sienta. A los pocos segundos vuelve a levantarse y saca una pistola.
MATTHÄUS.– ¿Quién está ahí? (Silencio. Se acerca, sin dejar de apuntar). ¿No me ha oído? ¿Quién está ahí?
Una figura aparece de entre las sillas y mesas apiladas. Intenta escapar arrojándole una silla. Tropieza. Cae. Él se abalanza sobre ella. Ella se revuelve. Forcejean. Él logra inmovilizarla. Él la coge de una muñeca y la levanta. Él va a avisar, a dar un grito, ella le tapa la boca con la mano. Por primera vez se miran a los ojos. Ella no aparta la mano. No llora.
MATTHÄUS.– ¿De dónde has salido? (La coge por el mentón y le levanta la cara). ¿De dónde has salido tú? (Ella intenta zafarse). Tranquila, tranquila. No voy a hacerte nada. ¿Cómo te llamas? (Silencio). ¿Eres muda? (Silencio). Da igual. Lo que digas me da igual. Así que puedes seguir callada. (Pausa). ¿Cómo te llamas? (Silencio). ¿Quieres que grite? ¿Quieres que vengan otros hombres y se ocupen de ti? (Ella le tapa la boca de nuevo con la mano). ¿Qué hacías aquí?
ROSA.– No te entiendo. No hablo alemán.
MATTHÄUS.– Así que no estás muda. ¿Cómo te llamas?
ROSA.– No te entiendo. Déjame.
MATTHÄUS.– Tu nombre.
ROSA.– (Repite). ¿Nombre?
MATTHÄUS.– Sí, tu nombre. Estás temblando, pajarito. Has tenido suerte. No voy a hacerte nada. Yo soy Matthäus. Matthäus. Repite. (Le agarra la cara por la barbilla.) Repítelo.
ROSA.– Matthäus.
MATTHÄUS.– ¿Y tú? ¿Cómo te llamas? (Rosa intenta zafarse. Parece conseguirlo. Él la alcanza de nuevo). ¿Dónde te crees que ibas? Habla si no quieres que terminemos ahora mismo. ¿De dónde has salido?
ROSA.– Matthäus.
MATTHÄUS.– Sí, yo soy Matthäus. ¿Y tú? Tu nombre, un nombre.
ROSA.– Rosa.
MATTHÄUS.– ¿Lo ves? No era tan difícil, Rosa. ¿Cuánto tiempo llevabas ahí escondida?
ROSA.– Por favor, déjame marchar, te lo suplico.
MATTHÄUS.– ¿Qué dices? No entiendo esas palabras. ¿Por qué diablos piensas que he de entender tu idioma? ¿Tienes hambre? (Le muestra algo de comida). ¿Es eso lo que te pasa? ¿Quieres comer? Acércate. (Ella duda. Lo hace. Come lo que le ofrece. Él le acaricia el pelo). Rosa. ¿Qué nombre es ése? ¿Qué nombre ridículo es ése? Hemos hablado demasiado tú y yo.
Él se lleva la mano a la pistola. Entonces ella le acaricia el brazo. Él, sorprendido, le agarra de la mano. La acerca. La estrecha. Ella apenas se resiste. La besa. Con torpeza. Como si fuera la vez primera. La tumba en el suelo. Se desabrocha. Sobre ella. Oscuro.