Ilustración: Juan Martín
I can’t afford to not record.
– Andre 3000, Prototype
“Yo te haré una canción y tú, una promesa”. Una promesa que equivale a un cuento. Y antes de la canción te haré una carta. En el intermedio: también te haré un cuento.
Escribo así, como dices que te gusta; Fragmentario, femenino, poético. Tantos adjetivos para tan solo dos páginas. Dijimos que mi escritura era como la de una nube. Ese fue nuestro primer acuerdo. Pensé en otorgarte un nombre, para conservar la tradición. Antes de llegar acá -a la página en blanco-, iba a empezar por el cuento. Iniciaría así:
“Se llamaba Andrés pero le hubiese gustado llamarse como le pondrá a su hijo”.
Cinco minutos atrás, al levantar la mirada para chocarla con el brillo del mar, del sol refractado en sus olas, vi la parte trasera de un señor posando en las barandas grises del muelle: “Andrés”. Esa palabra escrita en una camiseta, casi rozando con el culo. Entonces sí, en las breves páginas que ocuparás, te llamarás así.
Te escribo y nos escribo, porque resulta hoy irresistible no agarrar nuestra historia con las manos, dejarla escurrirse por los dedos, como la arena y el tiempo. Ya lo sabía: hay unas intuiciones primarias que se tienen siempre al conocer a alguien que dinamitará el alma para bien y para mal. Hoy, lo vi y lo sentí. La porosidad de lo que fuimos se escapa y ahora se sale por las yemas mientras sostengo ese papel y ese lapicero. Esto, ese gesto, no es para ti. Es para mí y mis amigas. En un intento por querer explicar aquello que ni nosotros mismos entendemos. Se nos escapó también el amor. Con él se irán también las palabras.
Retomo el verbo sostener. Elijo mantenerlo alerta. En una carta me hablabas sobre cómo el amor era estar sosteniéndose el cuerpo espalda con espalda: sostenerse para sostener en el mismo acto, al otro. (Y acá, sabrás perdonar, querido Andrés, amado, adorado, odiado, la sucesión repetitiva de la misma palabra. Será el momento donde el disco se raya y queda en el loop de un sonido diminuto que se repite consecutivamente. Sabrás disculpar, como yo en algún momento sabré hacerlo contigo.)
Amo siempre que llegas, Andrés. Y odio cuando te vas.
Este es mi gesto, mi único gesto por sostenernos aquí. Sin pedirte nada, como es usual en mí.
Nos sostengo mientras del otro lado, de mi espalda, no estás tú. Solo una madera me sostiene.
No me convence tu imagen del amor, en todo caso. Y te lo dije. Traigo dos imágenes que me parecen más justas y acertadas. Un cambio de frase a la que dije anoche. Mientras me doy cuenta que no he empezado a escribir. Este es solo el calentamiento, la prueba, el ejercicio. Sabes también que es complejo llegar al punto central de lo que se quiere decir sin disvariar cuando tus dedos siguen adentro mío, estimulando mi vulva (fea palabra que no le rinde tributo a lo que aparece entre mis piernas) y mientras yo escribo con una mano, hablo y también, con mi otra mano formo un círculo con mis dedos para acariciar tu pene.
Qué linda esa imagen a la que llegamos ayer, qué lindo poder coincidir al menos en eso. En que siempre, sin darnos cuenta, hablábamos aturdidos porque nos estábamos calentando. “Escribir como se coge”, dijimos la primera vez; apoyarnos para mejorar en nuestras prácticas.
Pasa rápido el tiempo, el viento frota mi cara y sigues sin aparecer aún. Ni en esta historia, ni acá. Estarás también escribiéndome, callado. Haciendo ese pequeño ritual para no soltarme, para poder continuar en tu imagen del amor. Las mías, son las siguientes.
1. Dos personas están sentadas en la parte trasera de un auto. Se dirigen, además de todo, a un concierto. Una de ellas posa su cabeza en el regazo de la otra. Se acarician levemente; la cabeza, las piernas, las manos, la barba. Ambos ven lo mismo, van hacia la misma dirección, pero tienen un punto de vista distinto. Así como nosotros, observando la noche y las calles a través de un vidrio empañado y unas gotas de lluvia pasada.
El amor es eso y no solo eso: es que esa acción, de posar la cabeza en el regazo
del otro, es un verbo que se intercala. Es descansar en el otro, mientras una sostiene. Y después intercambiar los roles, repetitivamente.
El amor, ese amor grande, es apoyar la cabeza en el regazo a ratos. Y en otras, sostener al otro en el regazo. Acariciándose. Es un lugar donde descansar, ese es el amor.
Te sugiero, si esa no te convence del todo (aunque lo dudo), otra. Quizás más simple:
2. Amor es un barco que navega en el mar, sabiéndose tocado, sostenido y transportado por el mar.
Tocar y sostener.
Descansar mientras se avanza.
Amar.
La velocidad no importa, no importa si hay o no afán. Es haber decidido estar en el barco, a veces incluso en quietud, en la mitad de una incertidumbre sin bordes.
Es la voluntad de navegar, con la amenaza siempre implícita y presente de un naufragio antes de llegar a puerto, pero navegar. No es la espuma de la playa, es el canto del mar. Su centro.
Mantenerse alerta en la acción. Decidir mantenerse.
Acá es donde tú naufragaste incluso sin estar en el agua. Mientras tan solo el vaivén del mar venía y te consentía.
Así es que ambos decidimos, por la angustia y la pena y el amor, soltar una relación de siete años. Y tú te quedas con el Golden Retriever. Yo, con los gatos.
Y continuamos avanzando, ahora sí: espalda con espalda, en direcciones opuestas. Sin tocarnos.
Queda sólo el recuerdo de una aparición. Detonado por la canción con la que empieza la novela aún no escrita. Así como habla de un cuerpo que flota en la habitación, de querer retener con la imaginación, así nos vi, esta mañana. Me senté en la silla alta gris que da justo en el mesón donde, del otro lado de ese mármol rectangular, estábamos hace poco más de doce horas.
(Te vi y te besé hace 10 horas por última vez y ya parece una vida entera la que recorrí sin ti. O al menos otros siete años.)
Estábamos haciendo sánduches y pusiste esa canción que dijiste que cantáramos juntos en la guitarra negra. La del vídeo que te mandé que te hice especialmente a ti. Fue mentira. Tomé el vídeo y después, te pensé.
Mi nombre es Jorge Regula, dice una voz masculina.
Una mujer responde, como un eco.
Pusimos la letra de la canción y ahí también nos amamos.
Yo, cantándote al oído.
Susurrándote al oído y a la espalda, a la lechuga y al tomate: “I love you”.
Vamos a la playa, veamos películas.
Vámonos a dormir.
Horas después me dirías que ese fue tu momento favorito de la noche, Andrés. Más que el concierto. La canción suena, el concierto se acabó. Y tú, sigues sin estar acá.
Mentí de nuevo, no sé si hubo cuento, tampoco canción. Solo un poema que hice unos días después, al visitar a una amiga en común:
Ana cae
Ana no duerme
Treinta pisos hacia
el cemento
El último impulso de vida y
¿y obra?
Ana cae
como yo alguna vez
quise caer
En un eterno presente
dejando una huella
Caer y levantar
Partir y renunciar
De norte a sur
Mujeres como yo
se esfuman
Dejan atrás
siluetas, canciones
Y alguna carta de amor
sobre la promesa continua
o el orgasmo que nunca llegó.
Juliana Rozo Sánchez Juliana Rozo Sánchez ( Bogotá,1994.) Estudió Historia del Arte en la Universidad de Los Andes. Ha trabajado en distintos ámbitos del sector cinematográfico, la educación y las artes visuales. Recientemente, trabajó como coordinadora del proyecto de cambio climático Mundo Común, y realizó un diplomado de cine documental donde desarrolló y dirigió su primer cortometraje, “Destellos de Diana”. También escribió una novela, “La ventana de Elisa”. Actualmente, vive en Nueva York. Escribe y explora la intersección entre la palabra, la imagen y el sonido.