Frente al Strangford Lough (Lago Strangford) la familia Ward encontró una fabulosa colina, que miraba de un lado hacia el lago y hacia el otro hacia el bosque, la ubicación perfecta para construir una mansión. Venido a más gracias al matrimonio con la hija de un millonario, Lord Ward proyectó una residencia con 13 habitaciones, servida por 23 empleados y mínimamente ostentosa para llamar la atención del rey. El esposo y la esposa estuvieron de acuerdo en todo, salvo por un enorme detalle: él la quería en estilo georgiano mientras ella prefería el neogótico. Ella venía con una dote de tres millones de libras (construir la casa costó 40 mil) y su opinión tenía importancia, por lo que llegaron a un punto intermedio: la mitad se construiría en un estilo y la mitad en el otro, tanto la fachada como los interiores. Si el visitante se aproxima por tierra, verá un castillo georgiano. Si lo hace en bote, se encontrará con un palacete neogótico.
¿Hasta dónde este castillo es una metáfora de Irlanda del Norte? Como uno lo quiera ver: dos universos dándose la espalda, uno mirando hacia la República de Irlanda mientras el otro voltea hacia el imperio. O dos mundos distintos pero fusionados en la misma isla, el mismo lago, la misma casa, la misma familia, que llegaron a un acuerdo para convivir pese a las diferencias y son uno solo. Irlanda del Norte sigue buscando la respuesta.
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David me lo había advertido: no hables de los troubles, es un tema muy sensible, me dijo unos días antes de mi viaje a Belfast. No le hice caso. En la parada de camiones me estaban esperando Derek y su segundo hijo, Oliver. El primer comentario de Derek fue: este hotel fue el más bombardeado durante los troubles, pero ahora está totalmente reconstruido.
Troubles es el eufemismo para hablar de la guerra entre nacionalistas y unionistas: entre los primeros surgió una rebelión para independizarse del Reino Unido. Los segundos, en general, favorecían la pertenencia al imperio. En ambos lados la cohesión principal resultó ser la fe: los proirlandeses eran católicos, en tanto que los probritánicos eran protestantes. La guerra duró décadas y costó unas dos mil vidas en un país que ahora tiene dos millones de habitantes. Al Ejército Republicano Irlandés (ERI) se le opusieron feroces paramilitares probritánicos.
Derek me condujo por las calles de una ciudad partida por la guerra, y lo hizo con total apertura: éste barrio es protestante, éste es católico. Aquí en medio se construyó una estación de policía con muros muy altos para evitar que las piedras y las bombas de un lado llegaran al otro. ¿Ves esos murales?, ¿y ésos otros? Si te fijas, ésos de allá celebran al ERI, mientras que éstos de acá son a favor de los paramilitares. ¿Ves ese hospital? Sus médicos y enfermeras se hicieron famosos y dieron capacitación en muchas partes del mundo, porque se especializaron en la atención de pacientes mutilados.
Los barrios de la clase trabajadora se distinguen por sus murales y banderas. Si éste es católico o protestante se nota según quién aparezca como héroe o asesino en los murales. La población casi no se mezcla. Las escuelas son confesionales: casi la mitad protestantes y casi la mitad católicas; el pequeño porcentaje que sobra, inferior a una décima parte, es de escuelas mixtas en donde se enseña religión en general y de acuerdo con la fe de cada niño se le prepara para un ritual u otro. Pero esas escuelas siguen siendo la excepción. Hay gente que nunca ha pisado un barrio de la otra confesión.
La guerra había tocado a Derek por dos lados. Su madre era enfermera, protestante, que atendía heridos de guerra. Uno de sus primos era policía, protestante también. Murió en un ataque.
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México nunca aparece en los periódicos europeos. En los últimos años, de vez en cuando, se mencionan las masacres de la guerra contra los cárteles de la droga, pero el interés en nuestro país es escaso.
El momento estelar lo dio la rebelión zapatista. Indígenas replicando una revolución cubana o nicaragüense. Cambiaron el significado de dos palabras: indios y Chiapas. La primera significaba esclavos y la segunda ni siquiera existía, pero ellos la pusieron en el centro de la atención mundial. O eso era lo que yo creía.
Maddy, la esposa de Derek, me dijo: Yo viví en Nicaragua en los 80, a donde fui a cortar café después de la revolución. Dormía en tiendas, me atacaban los mosquitos, aprendía español.
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Paréntesis obligado: mi inglés es pobre. Quiero atribuirlo a una torpeza muscular antes que a una deficiencia del intelecto, a que mi lengua es incapaz de adaptarse a articular nuevos sonidos, así como mis piernas nunca pudieron patear una pelota de futbol. Primero pienso, luego me traduzco, y ahí las cosas van lentas pero van, pero los problemas empiezan cuando le toca a la lengua expresarlo y mientras trato de adaptar los músculos ya se me olvidó lo que quería decir, y no termino las frases, enredo los verbos y las preposiciones. Mi fortaleza en mi ambiente natural es el lenguaje, quiero decir, la lengua española. Fuera de ella soy un pez en el aire, un extranjero. Los diálogos que refiera en estas notas han de imaginarse con esta advertencia: la de un hombre que difícilmente se da a entender, que aburre o cansa a su interlocutor o le dice lo que no quiere decir.
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Fueron Derek y Maddy quienes me escogieron a mí. Una organización pone en contacto a familias con estudiantes internacionales en el Reino Unido –estudio en Londres un posgrado en Teoría Política– para que pasen un fin de semana en el interior del país. El estudiante sólo paga su transporte. Declaré que estaba dispuesto a gastar hasta 100 libras. Llegó la oferta era de Irlanda del Norte. Después el primer correo de Maddy. Yo también soy periodista y me dará mucho gusto saber cómo funciona el periodismo en México, me escribió. We are looking forward to meeting you.
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Pensé en llevarles regalos mexicanos. Le pedí a mi madre juguetes zapatistas. Desde México me mandó dos llaveros con milicianos con rifle de palo y pasamontañas; otros dos milicianos montando burros, armados también con un pedazo de carbón y con el rostro cubierto. Envió también una hermosa bolsa de lana con mazorcas tejidas en color. Lo eché en la maleta, junto con el único ejemplar que encontré en la librería de Pedro Páramo, en su segunda traducción al inglés, con prólogo de Susan Sontag y alegres calaveras en la portada.
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Derek me fascinó. Estudió literatura irlandesa. Su perro se llamaba Oscar por Wilde. Uno de sus libros de cabecera era El guardián entre el centeno. Hablaba con la misma pasión de libros que de su trabajo: el desarrollo económico y social de su comunidad, un suburbio de Belfast que atesora la tumba de San Patricio, el padre de los irlandeses, católicos y protestantes por igual. Sus esfuerzos entonces, además de impulsar el turismo, consistían en construir los símbolos para la integración: banderas que no tengan relación con uno u otro bando, espacios comunes, pero sobre todo aprovechar que ambas comunidades ven a San Patricio como un fundador común. Todo esto me lo contaba mientras me enseñaba el hermoso lago Strangford, o mientras preparaba de desayunar, o me conducía por los barrios divididos de la ciudad, o llevaba a alguno de sus hijos al cine, o cuidaba de que Oscar no atacara los corderos del vecino. Irlandés de origen protestante, el estudio de la literatura irlandesa y, con ella, de la historia de su país, lo volvieron un nacionalista protestante en su juventud. Antes de casarse había vivido en Nueva York, en donde 10 meses de propinas le permitieron pagar el préstamo de su carrera universitaria. Cuando se enteraban de que era irlandés los clientes le preguntaban: ¿de qué lado estás? Él respondía: ¿tú estás con Estados Unidos o con la Unión Soviética? Ah, ya entendimos, le decían, estás con la independencia.
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Pocas veces me he sentido tan estúpido como cuando le di los regalos a Maddy. Los zapatistas evocaron lo que Irlanda del Norte quiere superar: los pasamontañas de los paramilitares, la guerrilla del ERI, los rifles de ambos lados. Ella trabaja en una ONG que promueve las escuelas mixtas. Sus hijos recibían de regalo unos hombres armados con el rostro cubierto. Mi mente ha borrado sus palabras y no quiero inventar. La única traza que queda en mi memoria fue cuando recibió el último regalo, el libro de Rulfo: las inocentes calaveras sonrientes que hasta Octavio Paz encontró graciosas, hicieron que Maddy endureciera el gesto aún más. Todo lo que yo llevaba a esa casa se refería a la muerte. Ella salió un momento y yo aproveché para disculparme con Derek. Me siento muy mal, le dije, porque ustedes están construyendo la paz y yo traigo símbolos de guerra. Unos momentos antes habíamos platicado sobre Rulfo y la literatura latinoamericana. Lo que más me sorprende, le había dicho, es que ustedes consideren a García Márquez un humorista, para nosotros es algo muy serio. Me consoló: Tenemos que ver los troubles con sentido del humor, sólo así lo vamos a superar. Maddy regresó unos minutos después y le di la misma explicación. No recuerdo su respuesta. Quizá no dijo nada. Pero después me preguntó: ¿por qué elegiste venir a Irlanda del Norte?, ¿por qué quisiste venir a Belfast? Yo no elegí, la organización me ofreció Belfast y me pareció bien, yo estaba dispuesto a aceptar cualquier oferta que se me hiciera. Y claro, como reportero Belfast me pareció muy interesante, sobre todo si podía platicar con una periodista (Maddy lo fue durante años de la BBC). No recuerdo su respuesta si es que la hubo. Derek tomó los juguetes y los puso en el centro de la mesa: Para que lo noten los niños, dijo. Esa noche me desperté a las dos de la mañana. “Estúpido”, me dije.
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Ruari, el más grande, tiene 14 años, pero fue con el que menos hablé. Oliver tiene 11, y fue el más atento conmigo. Christi tiene 8 y al final era el que tenía más curiosidad en mí, me lanzaba pases con su balón de americano o pateaba las botellas de plástico que yo pateaba primero.
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Al otro día, al desayuno, Maddy dijo, antes de poner la mesa: “Déjenme quitar estas crazy things”, refiriéndose a los monitos zapatistas, que puso en el dintel de la ventana. Después de la cena tomó los juguetes y se los enseñó a Ruari: Mira, le dijo, éstos son terroristas o luchadores por la libertad, según como lo quieras ver.
La palabra terroristas me devastó. Los zapatistas nunca atacaron a la población civil. Nunca pusieron una bomba. Estuvieron en guerra seis días y aceptaron un informal pero efectivo acuerdo de paz. Los muertos, en su mayoría, estuvieron de su lado, tanto efectivos armados como civiles. Pero no dije nada de esto.
¿O no se levantaron para exigir la independencia?, prosiguió Maddy, que te explique Emiliano.
No, la separación de México nunca estuvo en su agenda. Ellos querían justicia social. Chiapas tenía niveles de desarrollo similares a los de Haiti. No tenía caminos. Querían una revolución nacional, pero a cambio lograron un poco de autonomía: ahora ellos proveen seguridad, recaudan impuestos, dan salud y educación. Todo muy sencillo, pero ya sin maltrato. Pero no, nunca pidieron la independencia ni la secesión, contesté.
Tengo la impresión de que mi respuesta no fue convincente.
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Creo que quedamos como la casa Ward gótico-georgiana, a la que por cierto ella me llevó. Yo le pedía que viera al zapatismo como yo esperaba que lo viera un periodista europeo. Para ella era una versión latinoamericana de la guerra en Irlanda del Norte: terroristas matando por la secesión. ¿O qué más podían ser unos señores con máscaras y rifles?