Al instante me enamoré de su nube que rumoreaba con un cataratismo. Te hiere a cada segundo que no te dice que sí es una gloria. El eslovaco se te fue metiendo por las boquitas del cutáneo a pedacitos. Primero fueron las cejas y el bigote. Como si cada zona del cuerpo bajo una superficie poblada de pelo fuera un genital. Peluda. Y qué haces cuando te atrae el marido de tu amiga y tu amiga e intentas convencerte de que no. Ello se convierte por su cuenta. Sola. Lo que quiero que quiero que diga es que no hay que elegir. No existe. Y por tanto entre más experiencia mejor. Entre tanta. Lo único que puedes ver es su ojo torcido mientras te lame una tetilla. Te imaginas tú con la cara así coleccionando la barbilla y el pecho. El mentón y el ojo de ello pareciendo ser la misma cosa succionando. Pero volvamos al marido de tu amiga y tu amiga que te gustan. Ello se delata por su cuenta. Se dice por las boquitas del cutáneo. Y te pregunten de qué hablas y sea posible preguntar si es que el susodicho es de los que le entran a todo. Y ella. Por supuesto que le entra. Ella nace sabiendo que no tiene que elegir. Aunque a veces haga que todo ocurra en el prepucio del cerebro. Una onda labial que no en vano está debajo de la cabeza donde crece tanto pelo. Necesito que mujas esto conmigo así que si no conoces la canción anda a buscarla. Ve. El centurión de la noche[1]. El centurión de la noche cuando joearróyicamente canta au RO raaaa, pero mugido, mm MM mmmm, mm MM mmmm. Lo importante es que todos sigamos ocurriendo en el cerebro del otro. Es una historia que no alcanzamos y no por ello quiere decir que quedemos por fuera. De hecho, eso es lo que ello quiere decir. Aurora. Atravesar el cielo de la noche suspirando. Decir que mordían la consistencia láctea de sus pies hasta sangrarlo y sólo pensar en la belleza y no en la violencia, porque mientras tanto bailaba. Reykjavik es una ciudad arquitectúrica y plaquitectónica. La tierra yace mojada y negra en el suelo como nueva. Humectosa. Barriolenta. Enraizaluda. Hasta allá me fui a compartir un cuarto de 114 camas y buscar al eslovaco entre 113 noches acorronquidas y acurrucadas. Con la nariz y el oído buscarte, culpándome de tenerlos tan poco entrenados. Como los dientes demasiado sensibles de un cascanueces. Hay que afilarlos. Para ir etéreamente a morderle los talones a las cosas y que eso sea cuando digan como quieras bailo. Ya me conoces, soy un tramador, una trama adore. El eslovaco sabe que yo hasta allí me le hubiera pegado. Y que después habría habido el después más conveniente. Mi amiga me busca, me dice, vamos vamos vamos y yo no me la pillo. Le dejo en un desentendido pero a nadie engaño. Es el temorcito. Yo le entro a todo como quisiera que fuera el marido. Esas conexiones no son casualidades. Lo que quiero decir es que no andan por ahí sin pies ni cabeza. Los talones están para que se los muerdan y les activen el baile. Escribir un patito feo que no haya por donde querer dejar de mirarlo. Queerer dejar de arremeterlo. Queerer dejar de balbucearlo. Al patito feo, fragancearlo. Como habría querido yo tragarme ese moco blanco si es que era tan guapo. Pero estar ahí con el duende andaluj lamiéndome la tetilla en el trasero de la construcción, altareados por una montaña de trozos de tejas y metales despercibidos era un zaperoco apiñatado. El miedo a la aprobación es lo único que te separa de una orgía. Y cómo volviste al hostal después de eso. Karenino de barrio. Amy Winehouse de los techos llorando el placer de los mapaches. Cuasimodamente.
2
Yo me estoy alebristiendo de solo pensar en esto. En el cisne que le mostré a mi amiga que se encueraba ante los patos. Digo que lo habría hecho. Poseidónicamente ante tanto mar. Era sólo cuestión de analizarse las axilas y empinarse para propinar como el cisne un gaznate asesino ante los patos. El cisne arrebatador de bocados porque su labor de belleza en el estanque es matar de hambre a todo lo que no sea cisne. Esto lo estoy diciendo pantomímicamente mientras mi amiga y yo nos reímos, y ella fantasea ahora que piensa en mí y su marido. Es que debió mostrármelo antes. Entre el hotel Natura y el hostal Hlemmur Square no hice más que sacarle el cuerpo. Ella me insistía con sus dos veces 25 años. Quiero decir con sus 50 años, que la amiga de Shanghái que nos enseñó a pronunciar Shanghái, le decía, pero a dónde, en esa cara tan tersa, que no se te notan por diosmujer. Ah, el secreto no está en las cremas, está en no haber tenido hijos, bromermejeamos después. Pero yo estaba concentrado en la búsqueda del muchacho de 27 años eslovacos que había tenido en frente tan pocas veces. Me lo había encontrado por la tarde en el cuarto, a medio camino de ponerse la camiseta de cuyo cuello brotaba su cabeza, la cara apelotonada de sonrisa somnolienta. Desde afuera nos llegaban los pitos y vítores de la marcha de los trabajadores. Su petitum rezaba, aumento del 40% en el mínimo de la hora. La noticia en todos los medios era amenaza nacional de huelga. Una cosa callejera y popular que se estaba gestando. En la noche después de decirle a mi amiga, es que estoy cansado, él me bailaría la canasta en la serpiente. En el lobby del hostal me lo encontraría convencido de mi onda marsupial que lo mira delictivo. El bigote le brota de la nariz hacia los lados como si exhalara el humo de un incienso y su mirada de infancia polaca ya sabes, medio cansada de la esperanza. Dijo que vino a Reykjavik a pesarle a las piedras como la nieve como todes les que llegamos a esta isla. Cuando en casa los bolsillos se ponen flacos, toca encontrar la manera de llenarles el buche en algún oeste. Y yo busqué cervezas en la tienda de descuentos para alargar nuestra conversa en el lobby del hostal de las 114 camas. Habíamos dormido juntos cuatro cielos ya, en la habitación mixta que no me alcanzaba para encontrarlo. Seguía su aroma a medio sueño. Dije que vine en búsqueda de la belleza y me distrajo el sexo. Tenía en el bolsillo un aparato que me vibraba propuestas, incluida la de mi amiga y su marido del que yo sólo sabía que tenía ancestro italiano, y al que me parecía físicamente según ella había dicho con su sonrisa más achinada. Mientras tanto el cisne le arrancaba la cabeza a los patos y decíamos, es que son tan malvados. Vamos a reescribir El patito feo con manos que ya saben la técnica para animar cuanto cuento de fabulhadas. Es que ella, con su encanto de Rachel Green nacida en New Jersey, en una de las décadas de sus cincuenta, había trabajado en Disney. Hasta que le supo a cacho. En realidad quería ser actriz pero la dejaron animando. Sin saber que terminaría mugiéndole joearroyos a la Aurora para atraccionarla. No sin antes haberme encontrado con el duende andaluj. Me mostraba en el dedo brillante un cisne hecho moco que habría querido inhalar a ver si era tan guapo.
3
Reykjavik tenía el deber de la belleza o de lo contrario sentiría que me estaba faltoniándo. Desde distintos lugares del mundo me pedían envíanos capturas de pantalla. Querían comprobar la fama del estatus estético reykjavikeño. Y yo bufaba, sin un bolsillo en el peso me jactaba de lo parnasino y lo björkiano que era todo aquello. La ciudad era una escollera tetracardinal. Buscaba la belleza pero me distraía el sexo como si pudieran encontrarse. O me distraía no, por qué, si hasta me sobraban las propuestas. Y es que a veces la única manera de equipararse a la verdad es exagerando. La Aurora me recibió desde el primer día porque te esperaba. Desde el primer instante aprendí a mugirle para atraccionarla. Mm MM mmmm, mm MM mmmmm, así es como se le mugea. Y después del primer hook up de Grindr con el primer local localizado a poco más de un kilómetro de distancia. Con él tuve que duplicar artificialmente el tamaño de la mondá para poder dejarlo extasisfecho. Se trata de empuñar una plástica y ejercer un arte. Entrar hasta la segunda boca del ano. Además el tipo tenía un Popper que ayudaba. Y yo al que quería era al eslovaco y también a mi amiga y a su marido pero en un deseo más subconsciente. También quería a otro de los de Grindr, el venezolano llamado Jefe como el perfume, que llegó a Reykjavik unos meses atrás para estudiar el universo. Además mi amiga y me confundía porque con tanta, digamos. Subrepticia. Creía que conmigo sólo quería una relación lesbiana, lo que no es que no me suene, pero como digo. Andaba en búsqueda de la belleza pero me distraía. Así que esa noche salí de la casa del local con las únicas coronas que me sudaron las manos. Para el taxi, según habíamos acordado las veintemil hojitas de Krédito Inter Stellar, pero en mi bolsillo, pesando como la nieve, con la fantasía de que me había prostiturizado. Y caminando para no gastarlas, las botas de tanto aplastar la nieve contenían las tripas del carrito de los helados. Y me subí a un pedestal en mitad del claro más blanco del parque de la Dómkirkja a verlas estallar. Eran constelificaciones. Estalladuras ineditables que ni pa qué te cuento porque son de esas cosas que no se pueden imaginar sin verlas. Las estrellas son un aeromapa para marineros. Y yo estaba allí, trepándome al pedestal, desconfiando que fuera una tarima falsa que de repente se abriera y allá fueran a dar mis botas. Quién sabe si hasta presa de una succión secreta. Se imaginan una psico-logia nórdica que me estuviera esperando. En fin, de lo último es que la Aurora ese día se ofreciera gratis y después el resto de la semana tener que buscarla de contrabando. No hubo en toda esa estratosfera un alma caritativa que me pusiera entre las encías un origami panzudito, una cosecha que me fuera paisana. Estuvimos una vez a punto. El otro insistentivo de Grindr que manejó para verme desde el otro lado de la ciudad. Yo como que no me confiaba de su insistencia y después lo olvidé por quedarme a contemplar la lengua del eslovaco. Porque así andaba yo, meidincolombiana la estampa inhalando en la avenida Sæbraut el alimento condensado del glaciar. Allí mismo donde en la noche recibiría bofetadas del ala de un cisne alechuzado, violento como todos pero ahora calmado, pensando en lo que hasta entonces me había seðuciðo. Una lengua que escrita estaba llena de letras que parecían una versión ðivertiða del viacrucis. Convertiðas las cruces en avioncitos.
4
Cuando subí a la montaña desde donde veía todo el planeta, me encontré una flor gimiendo en trabajo de orgasmo. Causado por la manera en la que el viento se le arremolinaba entre los ocho pétalos a la ávida. Me agaché para escuchar el gemido más de cerca. Más tarde, en la noche, en el trasero de la construcción, en plena calle Laugavegur, que a esa hora la emborrachaban los indie-gentes vomitando banderitas de Islandia con alcohol al 7% en los andenes. El duende me lamía la tetilla porque yo le había pedido para excitarme después de que viera que a su huevo le faltaba apretujarse. Alguien dijo yoouuu con una voz negro atrás de mí. Y empezó a llegar más gente. No te digo, se puso negro atrás de mí. Hasta los gatos marica, la gente que paseaba al gato fue llegando a nuestra apiñadura, atraída por la tensión de sus propias correas. Todes queríamos de mí porque sabían que era una sustancia hecha en Colombia. Y después ya todos queríamos del duende porque era el que sabía cómo extraerla. Es que me he corrido, dijo, cuando me la mostró posada en el dedo y yo que la había visto, presorprendidamente grité qué demonios es eso. Me agaché ante la flor gimiendo en trabajo de orgasmo. La ávida de las montañas. La flor de la patria. Yo le comí el coño a la flor de esta patria. Te había dicho que esto era una vaina björkiana. Y ahí, con la flor de tallo prostático tumbada en el suelo y mi nariz humectando sus pistalalpinas. Era como si le estuviera comiendo el coño al coño del coño. Quedé con toda la cara embarrurnada. Hasta aquí ya se lo había contado más o menos al eslovaco cuando apenas averiguaba si sería posible estremecerlo. Esas intervenciones. Una sustancia hecha en Colombia. Eso eres tú. Una sustancia hecha en Colombia. Qué pensabas cuando pensabas eso. Pues que era una chimbita. El habla popular está en lo que a cada quien le gusta meterle la lengua. Yo nunca había visto tanta belleza. Cincuenta años sin cremas. Era una flor o una mujer pluripélvica. Ocho pétalos avulvados. Me le comería el coño sin dudarlo si me lo pidiera. Y me tomé una selfie. Quiero decir que la flor tumbada relax en el suelo, con las piernas del coliflormismo descruzdas, sostuvo el celular para tomarme una selfie y dijo snap. Un snap por cada flash. Snap, snap, snap y yo posando. Con el glaciar a la espalda y la nariz todavía sudando el moco de su rosácea. Esto es como cuando Mario Bross se comía la florecita que después corría más rápido y andaba por todos lados disparando fuego. Estuve a punto de irme a las trompadas con un hijueputa que me habló a la salida del bar Kiki mientras fumaba. Mencionó al Pablo Discobar cuando le respondí colombiano a su pregunta por la procedencia. Y qué hice yo, bajar la cabeza y afirmar vergüenza o si tanto te gusta, por qué no te mandas a poner una bomba en el culo. Porque algo tenía que dejarle claro a la cruz transitada en aquella esquina por los tetravientos. Tú sabes que en el tercer nivel viene la estrella. Mi amiga, su marido y yo en una relación lesbiana. Es que, cómo explico el cuerpo de cada uno, con sus partes machas y hembras, entre sí se amaban. Nos amábamos con la pineal. Yo amo comerle el coño pero nunca se lo dije. Es la primera vez que tengo tantas ideas de vuelta desde otra cerebra. Mi amiga y su marido me gustan. Le gusta el coño como no tienes idea. Pero también le gusta que los hombres le chupen la verga. La energía de esta calle es como lo que sería la Calle Larga en el Getsemaní de Cartagena. Lo sabroso es atravesarla. Lo sabroso es medirle cada centímetro del nombre portando en la cabeza un halo poeta. Y cuando estaba a punto de partirme, el duende me escribe por Grindr. Eres más guapura en persona. Esto no me lo había dicho adentro del bar cuando se me acercó con su ojo terco, haciéndose el que por primera vez me veía. Su estatura de jockey a pie sin caballo. Un gabán de gruesa pana oscura le pesaba en su cuasienanura. Después resultó que en el Grindr fui yo quien primero lo saludé. Hasta hola guapo, le escribí, ahí estaba el mensaje pendiendo unos días antes. Y en el Kiki, cuando se me acercó, pues que no reconocía en nada al de la foto. Era esa boca de comisuras acumuladas y el ojo terco y la estaturita, pero también, bueno, sí, que era un poco viejo y que demostraba demasiado el hambre. Ya éramos dos. De repente todas las demás propuestas desaparecieron. El cisne recrudeciendo su mascadería decapitatónica. El eslovaco me había mandado por un trueno suave como su ronquido que descubrí en la cama 87 camino a la mía. Y ahí lo dejé. Deseándole que algún día le amen hasta los entristeteros de su congénita de Brandon Flowers del stereuropeo. El duende no me dejó ir o yo no dejé que me fuera. Cuando me dijo que era español de Andalucía, pues yo le dije que parcialmente de ahí venía mi acento. Nos gusta cambiarle el cabo y el rabo a las palabras. Los andaluces se quedaron en las orillas de Colombia y los madrileños se fueron al centro, le conté entusiasmado. Y a él eso como que le agradó y seguimos la buena conversa. Si hasta fue él quien me detuvo de irme a las trompadas con el malparidito Pablo Discobar, al que le respondí, sí, sí sí, de la mejor calidad, colombiana, la que te está matando el huevo. Y se lo dije en español para que más le doliera. Y el duende, que yo aún no sabía que era duende sino que era un tipo cualquiera, o sea sí, medio bajito, medio viejo y como cubierto por una leve ceniza, y que yo según andaba en búsqueda de la belleza obnubilada del Flowerslovaquio. No sé cómo o por qué con un gran registro fototramar, entre más hablábamos, más me hacía dejar de verlo como lo tenía al lado y fantasearlo como lo había visto en el aligero ese del grinder, como él lo pronunciaba.
5
Todo quedó grabado en el recuerdo de esta noche pensativa. Yo lo que quería era comprendarlo. En el trasero de aquel edificio en construcción, el duende y yo finalmente encontrando un lugar en lo público para deshacernos de tanta arrechera. Una semana acumulada de bellas amenazas. El eslovaco al final esquivo. Pero al menos piropeado en las poltronas del lobby de las 114 camas, cuando le dije que cruzó los brazos detrás de la cabeza y suspiró. Ah, ya sé a quién te me pareces, a Brandon Flowers, el cantante de The Killers. Lo buscó en Google y lo vio que estaba bueno, por supuesto, tenían el mismo bigote y le agradó. Después nos encontramos en los baños descomunales. Él se estaba lavando los dientes y yo torpemente dije un noséqué aletargo. Hay que ser cisne para asesinar un momento como ese y es que en esas crucialidades siempre soy más bien y según todas las encuestas el típico pagapato. Las demás gentes fueron llegando apenas nos sintieron. Al duende y a mí que nos creíamos bien ocultados. Y entre todas nos sirvenguenzamos. Nos hicimos conejeros. Nos fuimos por el hueco al que nos llevó el menos pensado. Nos tragó la tierra y la tierra al acogernos vulcaneaba su baba irracionalmente. Caímos por nuestro propio peso entre las raíces intactas. Gente desescondida. Gente al aire lúbrico. El colibrí del ojo terco. El comadrejo emancipado fue el que nos llevó hasta allí. Me lamía la tetilla como yo le había pedido y me convidaba a inhalar de su tarrito de Popper amarillento, que hasta ahora me pregunto desde dónde lo importaba. Todo cuenta el triple de dólares en esta isla, esa es la pérdida o la ganancia según se mire. Porque yo ante el arrutane y aprovechar como fuera el último sábado en Reykjavik, qué más da, busquemos pa ve a dónde siquiera una paja nos hacemos. Ahí fue cuando sentí que algo me mordió el talón embutido en la bota campana. Sucumbimos al moco blanquecino de su ala de pato que nos dio un contraconsuelo. Que nos enredó entre los escombros del recontræstímulo. Porque la gente seguía llegando y llegando. Borrachos cantarines, recepcionistas de hoteles baratos y caros, las vikingas que marcharon en el 75, los sindicalistas que amenazaban con la huelga, los jóvenes que protestaban human liberation, stop deportation y hasta los children of the corn con edad para beber, que yo antes había dicho que arruinaban la rumba del Kiki con su aire tan hétero. En esa prehistoria de jardín nos inventamos una manera de subdivertirnos. Un lugar como pocos del que nadie quería salir corriendo. Un lugar calendulesco. Concomitado. Concupiscente. Un rockerismo de amancebamiento. Una instituintición en aquello que ni siquiera era derrumbado sino que no había sido erigido por completo. Herejiado sí. Hasta que no tuvimos más aliento. Hasta que no hubo angostura que no hubiéramos auscultado, relamido o rapidado a rapidedo. Hasta que casi coreamos con el Joe un uy ay uy no dormí, uy ay, uy no dormí. Y es que en aquel zaperoco apiñatado todo era tan así, tan sí, mama, mademoiselle. Nos desarrodillamos por fin. O por gusto a lo contrario. Loqueciendo. Todo por seguirla duende y dejarnos caer allí en aquella madriguera andaluminada. Y cuando todas las demás gentes desaparecieron y duende y yo nos fuimos caminando, volvió a su forma más humanecida. Porque cuando estuvimos en pleno trajín muy bien que fue dejando salir su verdadera cara, que era la misma pero con más saliva entre los arrugueros, con el ojo ya tan cerca de mi pecho. Me lamía la tetilla y trataba de mirarme dizque fijo con su ojo que ya rayaba en una bizquera sobreactuada. El ojo que ha hablado y que ha interestorcido le volvió un poco más a la órbita ahora que había pasado el efecto, pero aún era difícil que no extraviara. Yo no lo quería hacer sentir mal pero ya no quería seguirnos viendo. Como si esas visitaciones pudieran programarse. Él rumbeó de largo bastante tranquilo después de semejante tauromaquiavelia en ese pleno Downtown al que nos pusimos literalmente de ruana. Con ese un poco fastidio de posteyaculamiento, me quedé en la puerta de Hlemmur Square. Era la última noche que el eslovaco y yo compartiríamos bajo el mismo techo atmosférico. Lo otro son las manos de ella que nos están dibujando y que en una hoja cabemos pensando en cómo será la puesta en escena de la tira cómica final. Ella nos ha boceteado usando al terco ojo del duende como hilo confeccionante. Y la animación que ella haga de nosotros será un egolotrío, un bastimento. Y su marido y ella y yo temprano flotareceremos. Ya venir lo veo.
6
Y en la última noche de esas noches de Aurora no había esperanza. El cielo estaba ennublecido. Pero y se movían las vergajas. Así que no sé. Meterorbitrariamente bajé hasta la bahía, humeante, desde luego, a donde no pretendía caminar hasta el faro del primer martes, que hacía mucho frío a diferencia de que la vista se me antojaba igualitaria a la Avenida Santander de Cartagena. En el mundo apenas existe una avenida junto al mar. Me senté en una sola banquita sola. Me tocó poner los guantes de cojín para que no se me congelara el nalguero. Entonces advertí que casi no se escuchaba el rumoreo del mar. Entendía al Arroyo y empecé a mugir para invocarla. Pensando que el bigote del eslovaco ya se me había desleuzido para siempre. No me quería ir sin volver a verla. Y no aparecía. Nada que se me atravespiraba. Pero yo insistía con lo que tenía de suspiros en los intersticios de todos mis agujeros. Desde ahí me concentraba. Desde ahí garganturalmente me emanaba el mm MM mmmm, una y tetratoyativamente, mm MM mmmmm. Hasta que de repente empezó a danzar en el cielo una manchita de su mirada galantiláctica. Y aunque fuera diminuta me conformaba. Incluso si hubiera sido una ilusión lo habría hecho. Y me proporcionaba sus destellos ultravaipermegalíticos desde la nariz hasta el lucero donde nos conectábamos. Era una cosa de inhalanismo. Era un verdesconsuelo danzarino. Después fue creciendo en el cielo sus alargadas a medida que me dejaba vacunarle mi tarareo. Oh, era un gorgojeo. Ah, era un mugido de vaca, mm MM mmmm, una y pentatoyativamente y notaba que eso la animaba. Que eso le cosquillaba los expresos. Se superlatía. Se superponía a las nubes exodhumantes para salir a saludarme. Adecirme na zdraví como en un brindis que le cuento al eslovaco que era de las pocas palabras que aprendí en checho. Y es que él me recordaba. Yo lo superexponía. Yo tenía la experanza. Él que me dejó amarle al revés de lo inintimo. Mientras afuera y adentro del hostal había una huelga nacional que no se resolvía. El sodomitismo los convocó ligero, igual, hay un tiempo para todo como se dice en tantas biblias. En revueltas como esa uno finalmente se dedica a un existimiento sin esfuerzo. Al instante me enamoré de su nube claraformada. Flotante o yacida. Suspirada. Catareante Aurora. Cómo te gusta lo que nos hacemos con tu marido. Es interestelarizante. Qué ganaría con decir simplemente que era horrible aunque lo fuera, pero más abundan las miradas inadaptadas para seducirse ante la horripilarizancia, y a fin de cuentas ante los multiversos que asume lo que está más allá o más acá de la muerte de las papayas. Di un paso raro que me dejó mordido el talón izquierdo. Al trasero de la construcción, futuro de lujería, llegué cojeando. El duende estaba contento. A la sola banquita solitaria también llegué cojeando o lo que quiere decir brincando en una pata parada en un verso que mugía mm MM mmmm. Y la Aurora me guiñaba el ojo simpatizada. Cómo le gusta lo que nos hacemos con su marido a sus cincuenta mil años. Que llegó en búsqueda de la belleza y se distrajo con otro tipo de amenaza y el sexo, porque confió que podían encontrarse aunque no lo supiera. Y al instante se despide la Aurora. Con el duende encontró una forma extra de sentirse menos el desamparo.