Ilustración: Gabriela Mayorga
Todo empezó el día que el profesor de danzas trajo los faldones para ensayar la cumbia que bailaríamos los estudiantes de kínder el Día de las Madres. Estaba todo listo; yo bailaría con Cindy, que me caía re-mal porque traía una Barbie hermosa a la clase. No la soltaba. No la prestaba. Y menos a mí, por obvias razones. El caso, aquella mañana, El Profesor entró con una maleta a punto de estallar. Su silueta, bastante rellena, se paseó por los espejos, atravesó el salón y abrió la maleta: ¡Una sorpresa!
Eran las faldas con que las negras de Telepacífico bailaban currulaos cuando transmitían el Petronio Álvarez en la televisión local. Y ahí estaban, en la vida real; habían saltado directo de las rebambarambas de tambores de la televisión hasta mi salón de danzas. A pocos metros de mí, todos esos boleros encrespados circundaban el aire cual palomas celestiales abanicando mi cara. Salí corriendo, con los brazos abiertos, listo para recibir finalmente mi falda maravillosa, mi pollera colorá. ¡Y que por favor la más grande para mí, Señor Profesor! Sí, sí, la más hermosa y voluptuosa, que voy al frente. Que sí, Señor, que yo ya cumplí los seis años y soy el más alto. No, es que usted no entiende, Profesor, que nadie más que yo en este salón ha estudiado la cumbia, el contoneo, los currulaos y el golpe del tambor. Nadie mejor que yo para comandar toda esta procesión de chaparritos arrítmicos que no dan pie con bola. ¡Sí, Señor Profesor de Danza! Usted no sabe cómo me voy a lucir con esa falda. ¡Mejor dicho! ¡Es que me van a aplaudir todas las mamás cuando yo salga con la mano en la cintura, meneando esa pollera colorá, enfrentando la brisa, surcando el cielo, abriendo de par en par mis alas de boleros encrespados! Todas se pondrán de pie cuando les pase por el lado como hembra coqueta, miradita encima del hombro. ¡Mírame y no me toques, mejor dicho! Y yo galopando esos tambores cual yegua briosa con todos los ojos encima, poniendo a temblar el piso, y la gente aplauda que aplauda porque no se van a aguantar esta regiedad innata.
“¿Qué cómo, Señor Profesor? ¿Y que por qué? ¿Cómo así que solo para las niñas? No, no, usted no entiende. Usted está cometiendo un grave error. ¡Que yo no voy a bailar con ese pedazo de pañuelo en los hombros y ese pantalón remangado, y todos esos botones en la camisa! ¡Faltaba más!”
Nunca sospeché mi desgracia. El Día de las Madres me sacaron a bailar con un remedo de pañuelo rojo sobre los hombros, con los puños de la camisa remangados… y yo viendo nomás a la Cindy, insípida, arrastrando todos esos boleros tristes con los que yo iba a partir la brisa en dos. Y ahí estaba mi Mamá y todas las otras mamás, lágrimas en los ojos, aplaudiendo, sentadas, con la felicidad escurrida: una cumbia, un varoncito con pantalón y una insulsa con falda.