Los edificios proyectaban sombras pintadas por DiChirico, y el cielo vacío de nubes tenía la nitidez esencial del invierno. El lugar estaba desierto y yo lo prefería así, porque no quería ver ni hablar con nadie. Era una inspección de rutina.
Manejando de regreso a casa me sentí más cansado de lo normal, incómodo. Atravesando el lobby vacío del edificio deseé, por primera vez en más de un mes, llegar. El apartamento miraba a Overlook Terrace, inclinada cuesta abajo, y la rama de un sicomoro cruzaba en diagonal mi ventana. Al cruzar la calle había un edificio de fachada escueta; alternaba ventanas sin cornisa en su matriz de ladrillos rojos. En el vestíbulo iluminado con luces frías se paseaba un portero de uniforme azul Prusia. Espanté la gata que dormía enroscada contra la almohada. Lupe cayó en el piso con patas insonoras y se alejó al trote emitiendo un mre-ke-ké de protesta. Dormí un tiempo indeterminado, pero me desperté en la oscuridad. De la calle entraba una luz tenue que se estiraba en el techo. Las ventanas iluminadas del edificio de enfrente flotaban en la noche como portillas de un barco.
Sentí los dedos entumecidos y un frío de mala entraña. A los pocos minutos estaba vomitando en el baño. Después me empezó a faltar el aire y me sentí mareado. Cuando empecé a ver estrellas llamé al 911.
En unos veinte minutos sonó el timbre de la entrada. Bajo la débil luz del pasillo estaban un puertorriqueño alto y de bigote y una bella negrita con la gorra calada hasta las cejas. Vestían uniformes azul oscuro y todo tipo de equipamiento les colgaba del cinto y los bolsillos.
Me puse las botas, abotoné con lentitud mi abrigo, y los seguí por el pasillo. A través del cristal del lobby vi las luces parpadeantes de la ambulancia. Un paso fuera del edificio me sumergió en el frío refrescante de la noche. Me encaramé por la puerta corrediza lateral que tenían abierta.
– Sit here, me dijo ella señalando un banco de acero atornillado al piso, y se me sentó al lado. Sentí el vehículo balancearse bajo el peso del puertorriqueño acomodándose en la cabina del chofer.
– Can I lay down?, murmuré.
Asintió, desabrochó los cinturones de la camilla, y me los abrochó de vuelta sobre el pecho y las rodillas.
– I hope you don’t mind – me dijo mientras llenaba una planilla en su portapapeles metálico – I wrote down some of the titles from your bookshelves while you were getting dressed. I love to read and right now I ran out of stuff.
– That’s ok. – le dije. Normalmente hubiera querido seguir esa conversación. Si lee, ya me cae bien. Y tenía un carita redonda, simétrica y bien cuidada. Pero no me sentía con fuerzas para agradar.
– Do you have any allergies?
– Penicillin.
– You can go now Ronnie! – dijo levantando la voz, y volvió conmigo – Are you taking any medications?
– Celexa.
– Is that a hormone medication?
– No, it’s for anxiety.
– Do you have a history of depression? How long you’ve been taking it?
– Just a few weeks. It’s been a bad year.
– What happened? Winter blues?
No le respondí. Ella regresó la tarjeta del seguro médico al bolsillo de mi abrigo, que estaba doblado a su lado sobre la banca metálica.
– What hospital do you prefer? Columbia-Presbyterian?
– That’s fine.
En diez minutos estábamos allí. Abrieron la puerta trasera de la ambulancia, recogieron la camilla conmigo atrapado sobre ella, me sentí suspendido en el aire, indefenso, hasta que se estiraron las patas plegables tocando la acera, y comenzaron a rodarme hacia la entrada. Me movieron con suavidad por un pasillo amplio y zigzagueante, con esquinas acolchonadas por tiras de goma. Al otro extremo de la camilla vi las puntas verticales de mis botas apuntando al techo, en el que se sucedían las luces fluorescentes. Detrás de mí los escuche hablar.
– What time you got Ronnie?
– Eleven forty, another hour and we are done.
– True that.
Doblamos una última esquina y llegamos al cuerpo de guardia, ancho y rectangular. Alinearon mi camilla contra la pared frente a la recepción y desaparecieron sin despedirse.
En medio del lugar había un mostrador semicircular circundado de pantallas de computación. Detrás estaba sentado un médico con kippah, delgado y con espejuelos, su pelo rizado y con canas, una camisa de mezclilla bajo su bata abierta. De vez en cuando levantaba la cabeza y miraba a su alrededor con cara de descontento, pero sin sostenerle la vista a nadie, y volvía a sus pantallas. Los médicos jóvenes y las enfermeras se le acercaban, él les hablaba sin mirarlos, y en cuanto se callaba ellos se alejaban como mariposas despavoridas. “Me cae mal” – pensé – “es mandón y me cae mal.”
En una camilla alineada al lado del baño estaba un negro con el pelo erizado. Vestía pijamas de hospital con la camisa abierta en el pecho, y estaba descalzo. Su aspecto desordenado me inquietó. Me senté, eché a un lado el abrigo con el que me estaba tapando, y pasé de largo frente a su camilla mirando al frente.
El baño me pareció excesivamente blanco. En el espejo sobre el lavamanos vi una figura semi-encorvada, sin afeitar, aguantándose el pantalón desabotonado con la izquierda. Abrí la puerta y escuché al doctor decir que había sido una noche ocupada y que habían tenido demoras. Aquello tenía que compartirlo. Le hice un guiño al negro, que estaba recostado sobre el codo. Al ver mi guiño sonrió.
– Man, yo, doc, Symon, when are you going to visit? Do you care that I am in pain? Do you? – dijo con una indignación que era teatral, su respuesta a mi guiño. Al sentarme en mi camilla se me cayó el celular del bolsillo. Lo abrí por instinto. Una y media.
– Sir, I care very much, that is why it takes so long – respondió Dr. Symon con cansancio.
– Are you sure, doc, I mean I know you care but I was here since like 7, can you give me some good shit?
– We will be with you as soon as we can Mr. Willis, I promise – respondió Dr. Symon tecleando con rapidez con ambas manos.
Mr. Willis se dirigió a mí.
– I don’t want to make life complicated, make it simple, you know what I mean? One thing is true in life: if you don’t help yourself, you can’t ask for God’s help, you know what I am saying? There is people, these kids is “f” this and “f” that, carrying their chest high, and I am like: jump and hit that bus, then I will respect you.
Asentí ligeramente, pero traté de no estimularlo. Al rato perdí el hilo de su divagación. Por un instante vi que Dr. Symon alzó la vista y me miró. Me pareció que medía mi reacción a Mr. Willis. Al ver que lo miraba bajó la cabeza.
Ya no me faltaba el aire, pero me sentía muy débil. No había nada que hacer. El espacio a mi izquierda estaba dividido en tres cubículos separados por cortinas suspendidas del techo. En el más cercano estaba sentada una anciana en una silla de madera. Sostenía sobre las piernas una cartera de vinyl, y la alisaba con una mano de huesos frágiles, color café con leche, mientras escuchaba a una doctora rubia, atlética, de atentos ojos azules, que estaba sentada a su lado con el torso levemente inclinado como si fuera a darle la mano:
– ¿Cuántas veces toma pastilla? ¿Y da sueño? ¿La pastilla, mucho sueño por el día? I see, anotaba la doctora en un formulario.
Las palabras de la anciana no las podía escuchar. Solo oía a la doctora perseguir sus respuestas.
– ¿Y falta de aire cuando sube escalera? ¿Sí, un poco?
La doctora terminó de escribir, cubrió con su mano la mano que sostenía la cartera de vinyl, se levantó y entro al cubículo siguiente donde estaba acostado un mulatón atlético con el rostro amarillo de infelicidad. Le dolía la sonda. Dr. Symon usó a la rubia como traductora: podían quitárselo en aquel momento, pero en dos horas se lo volverían a poner.
– Around five we must put it in again – confirmó mirando su reloj de pulsera, y volvió a teclear ferozmente. Luego puso las manos en las caderas y aspiró. Salió de su puesto de mando, llamó a la enfermera y se ocupó de Mr. Willis. Lo movieron a una de esas habitaciones que cerraban con tela verde, y antes de que se corriera la cortina vi la espalda blanca de Dr. Symon encorvarse sobre Mr. Willis. La enfermera rodó una pértiga de aluminio de la que colgaba una bolsa transparente llena de líquido, y suavemente le introdujo una aguja en el brazo. Escuché la palabra morfina. El discurso de Mr. Willis se volvió menos audible.
Al regresar al mostrador Dr. Symon me tiró un vistazo y al ver que de nuevo había atrapado su mirada, bajó la vista. Me desmonté de mi camilla, me abroché el cinto, avancé. Dr. Symon levantó la vista y vi sus ojeras a través del cristal delicado de sus espejuelos. Me pareció que me miraba con aflicción.
– Doc, I don’t want to be a pain, but I have been here for 5 hours.
– You are next – me dijo y miró la computadora – Yeah, its going on five hours – confirmó.
Me acosté, miré el yeso blanco entre dos rectángulos de luces fluorescentes. De repente el rostro ancho y sonriente de una diosa jamaiquina reemplazó el techo. Tenía el pelo erizado como el de Mr. Willis, pero las puntas eran azules, anaranjadas y rojas.
– Hi how are you? I am sorry it took so long, I am Ms. Reid, we will do a quick test on your lungs and heart yes? – me dijo mientras me rodaba y entramos en una habitación con una puerta que cerró con solidez – Ever had an EKG done? Good this will feel cold, but it is not a big deal, this will be quick, real quick. I am so worried, I have a son that has a learning disability and I spent all day waiting for the assistant principal, waiting to talk to him, my son is a good boy, he is very kind but I want him to learn and be happy and I feel school is stressing him out. We are always in a rush, always in a rush. Ok now we are done, you see? That was fast. Now I will take these results to Dr. Symon and he will be right back yes?… y sin parar de hablar salió.
Por la puerta abierta entraron unos pasos cuidadosos, y vi las ojeras acongojadas de Dr. Symon.
– Sorry it took so long – me dijo. A su espalda escuchamos a Mr. Willis de nuevo – This is the second time this happens to Mr. Willis. He has not urinated all day. I am worried about his kidneys. I thought of offering you the separate room but you wouldn’t be any farther away from him. This way it will be a little quieter for you – me dijo mientras una enfermera aseguraba la aguja del intravenoso en mi brazo – I am sure they asked you this, but is there someone you want or need to call?
– I have to look in my phone.
– Take your time, we are here to help. You heart and lungs appear clear but I want you to come see me for a follow up, before the end of the week. Here is the referral for your insurance – me extendió un papel – Have you been under stress lately?
– No more than usual. Thank you Doc.
Ahora me caía bien. Ya no me sentía tan débil ni con deseos de vomitar. Al verlo regresar a su mostrador semicircular, pensé que aunque la suya fuera un amabilidad profesional que se activaba a voluntad, era efectiva cuando la dirigía a uno.
Dos horas más tarde me soltaron. Cuando salí del hospital, caminando por el mismo pasillo que recorrí horizontal varias horas antes, me sentía extrañamente ligero y vagamente afortunado. Eran las 6 de la mañana. Los vendedores de café y donuts estaban montando sus timbiriches en las aceras de la 168. A lo largo del muro oscuro de la Armería, los postes de luz propalaban difusos conos amarillos a intervalos uniformes. La falda huidiza de la llovizna los atravesaba en diagonal. Paré un taxi. Sin dudarlo, el chofer me habló en español. Llevaba una chaqueta de cuero, solo veía su cuello fuerte y el pelo negro, crespo, cortado recientemente, mientras atendía la calle.
– ¿Usted iba para Fort Washington a coger un taxi?
– Bueno, sí.
– Es más fácil en Broadway, vaya, hay más movimiento.
– Yo pensé que si no cogía un taxi cogía la M4.
– La guagua a esta hora no la coge ni el médico chino.
Esa forma de hablar yo la conocía.
– ¿Tu eres cubano?
– Sí, de Camagüey. ¿Tú también?
– Ahá, de Las Villas.
– ¿Pa dónde vá?
– La 181 y Fort Washington.
– ¿Saliste del hospital? Me pareció…
Me recosté en el asiento, contento de hablar en cubano. Sentí que el caleidoscopio del cuerpo guardia quedaba atrás como un paracaídas desechado.
– Si, no sé, el doctor quiere que venga a verlo de nuevo.
– Eso pasa. ¿Ya estas mejor?
– Sí, no fue gran cosa.
– ¿Hace rato que no vas por allá?
– Regresé en septiembre.
– Que vacilón compadre. Yo hace dos años que no voy. ¿Fuiste a la playa?
– No, no tuve tiempo.
– ¿Ocupado con la familia?
– Perdí a la vieja.
El carro ronroneaba esperando el cambio de luz. Se despertó el ojo verde del semáforo, y refractado en la llovizna adherida al limpiaparabrisas, creció. Miré por la ventana. Los edificios de seis plantas, de fachadas amarillas y puertas de aluminio y plexiglás quedaban atrás rítmicamente. Ya estábamos llegando a mi casa.
– Lo siento mi hermano –me dijo el chofer. Lo pensó un poco y añadió –¡Cojones!
Parqueó frente a un hidrante al lado del edificio.
– ¿Cuánto te debo? –le pregunté.
– Ná, dame lo que tú quieras.
Le di 10 dólares a través de la ventanilla en el tabique que nos separaba. Entonces se viró y lo vi por primera vez. Tenía cara de guajiro trabajador, espesas cejas negras, facciones bien proporcionadas, la piel un poco descuidada de quien pasa años trabajando duro y alimentándose al descuido.
– Mira –me dijo hurgando en los bolsillos de su chaqueta, primero en uno, después en otro– aquí tienes. Y me alcanzó una tarjeta de Agramonte Taxis, Union City – Yo soy Arturo pero tol mundo me dice Turín, en lo que pueda servirte, ya tú sabe.
– Gracias mi hermano. Que tengas un buen día.
– Lo propio.
En el apartamento, Lupe, gris como la luz que lentamente adquiría solidez sobre la calle, había retomado su posición enroscada contra la almohada. Le rasqué el cogote, entreabrió los ojos admitiendo mi presencia, y se tocó las orejas con la cola haciéndose perfectamente ovalada. Las ventanas del edificio de enfrente estaban apagadas. El vestíbulo estaba vacío y afuera estaba el portero fumando, con su uniforme azul Prusia.