Valeria Barahona
Foto por macroe
Sergio Larraín, la foto perdida
Catalina Mena
Ediciones Universidad Diego Portales (UDP) · 2021
158 pp.
Cuando nace un niño, junto a él llega un cúmulo de promesas, descubrimientos y, a su pesar, expectativas. Encontrar a alguien que diga que la relación con sus padres está totalmente libre de resquemores es porque ese vínculo no existe, o miente. Sergio Larraín Echeñique arribó a Santiago de Chile el 5 de noviembre de 1931, mismo año en que se estrenó Luces de la ciudad, de Charles Chaplin, por si alguien quiere una señal epifánica sobre el nacimiento de un fotógrafo que, desde la periferia del mundo, llegó a las páginas de The New York Times y Life, para luego dejarlo todo y refugiarse en el Valle del Limarí, conocido por el turismo astronómico, pachamámico y la producción de pisco. Sobre luces y sombras, una sobrina, Catalina Mena, intenta reconstruir la historia en Sergio Larraín, la foto perdida, libro publicado este año por Ediciones Universidad Diego Portales (UDP).
El viaje de «don Sergio», como le decían sus vecinos del poblado de Tulahuén, comenzó, sin embargo, al interior de una de las familias más acaudaladas de Chile, con su padre, Sergio Larraín García-Moreno, como Premio Nacional de Arquitectura y fundador del Museo de Arte Precolombino; además de ser tío del actual presidente, Sebastián Piñera Echeñique, uno de los hombres más ricos de Latinoamérica y hoy imputado a causa de los Pandora Papers.
Mena, de hecho, cita la última entrevista a Larraín donde, a sus 80 años (2011), el fotógrafo dice «el presidente Piñera, que es mi sobrino directo y lleva mi misma sangre, es la expresión del mal en el poder, entendiendo ese mal como la expresión de lo utilitario, lo comercial, lo que representa a una sociedad intoxicada de energías sobreexigidas, mecanizadas y desconectadas con el uno y el otro».
«Pero estas personas que están en el poder se movilizan para que las sociedades se mantengan sin hacer conexión con la sabiduría ni con nada que les perjudique su forma de ver la vida y la manera en que han organizado al pueblo», agrega el fotógrafo, para señalar después que «están enceguecidos con lo material, el dinero, el poder y todas esas tonteras de niño engreído y han dejado de lado el amor, lo justo, la belleza, lo simple, el ahora, este instante».
Larraín viajará en busca de esta inocencia original, de la niñez, toda su vida, primero debido a, señala Mena, el fallecimiento de su hermano pequeño, Santiago, cuya tristeza cubrió de sombra los brillos de esta familia acaudalada al punto que la madre hizo votos religiosos de pobreza. En el oscuro cruce de infancia y pobreza es donde comienza la obra del fotógrafo: en 1952, Larraín capturó con su cámara a los niños que vivían bajo los puentes del Río Mapocho, afluente que cruza la capital chilena, para una campaña de concientización de Fundación Mi Casa, cuando por la ciudad vagaban más de 3.000 menores de edad abandonados por sus familias.
El autor «convivió con esos niños durante varios meses: los vio asaltar gente, dormir bajo los puentes, comer, pelear, fumar, todo. (…) Muchas de sus fotos de los chicos vagabundos de Santiago están tomadas a ras de suelo: tuvo que estar acostado a su lado para sacarlas. Por eso desprenden la energía triste y alegre de una relación intuitiva y carnal. Cuando los niños juegan, la cámara juega con ellos», refiere Mena.
Una mirada más técnica da el historiador Gonzalo Leiva Quijada en Sergio Larraín: Biografía /estética /fotografía, publicado en 2012 —año de fallecimiento del fotógrafo —por Ediciones Metales Pesados, donde explica que «en todas sus fotografías hay un desasosiego, intranquilidad, zonas brumosas, espacios abiertos, (…) un patrón poético con seres melancólicos, acongojados, a la deriva. Todas muestras humanas impertérritas ante un pronto naufragio».
Más allá del logro estético o artístico, estas imágenes lograron impactar en la sociedad de su tiempo, hecho que impulsó el trabajo de Larraín pese a no contar con estudios formales en la materia, solo tenía 21 años y se fue a vivir a una casa en la, entonces, periferia agrícola de Santiago, en La Reina. Mena cuenta, a partir de los recuerdos de su madre, Luz Larraín, que el fotógrafo « andaba descalzo, meditaba, leía textos budistas, San Juan de la Cruz, Lao Tse. Comía muy poco: nueces que él mismo cultivaba, huesillos y frutos secos, y algunas hierbas del campo. También en ese tiempo armó un laboratorio e iba a Valparaíso de vez en cuando a tomar fotos. ‹Estaba tan limpio que se empezaron a producir milagros: mi fotografía se volvió mágica›, dijo 40 años después».
Ese cúmulo de imágenes, algunas de las postales más icónicas del puerto de Valparaíso, lo llevaron a convertirse en corresponsal de O Cruzeiro, en Brasil, una de las primeras publicaciones especializadas de fotoperiodismo en Latinoamérica, durante los años 40, desde donde Larraín conoció a Henri Cartier-Bresson, fundador de agencia Magnum, líder mundial en fotografía periodística y de autor hasta hoy.
Ahí se encendieron las luces para el chileno: su trabajo comenzó a ser publicado en The New York Times, Life, Paris Match, entre otros impresos. Tenía 28 años y le encargaron ir a fotografiar al capo de la mafia siciliana. «Con una mezcla de ingenuidad, emoción y temor, aceptó», dice la sobrina.
A fines de los 50 nadie en Sicilia, Italia, se atrevía a decir cuál era la casa de Giuseppe Russo. Tras varios meses viviendo en el lugar, una persona le indicó un poblado, pero «no era llegar y acercarse a un delincuente, que entonces tenía varias acusaciones judiciales por robo con violencia, homicidio y extorsión. (…) Russo era un tipo mal agestado, nada simpático, pero el chileno le cayó bien y lo invitó a comer pasta con su familia».
En Santiago, o al menos en el sector acomodado, existe el mito de que los chilenos se avienen con la mafia italiana porque comparten los mismos códigos sociales y familiares. Larraín lo comprobó al comenzar a registrar los objetos de su casa, sin que Russo dijera nada a sus guardaespaldas. «Cuando el capo se levantó para ir a dormir la siesta, lo siguió. Así consiguió una de las fotografías más impactantes de la serie sobre la mafia: Russo durmiendo siesta y atrás de su cama, colgada sobre el muro, una estampita del Sagrado Corazón de Jesús».
Sin embargo, «nunca soportó el grado de exposición que su trabajo significaba y siempre le afligió que la fama le afectara el ego”. Después de tres años en la agencia y decenas de ediciones internacionales, Larraín dijo a Cartier-Bresson “no puedo seguir adaptándome». Su sobrina apunta que «nunca dejó de hacer fotos, pero sí de publicar. Por eso lo dieron por desaparecido». En otro pasaje, Mena cita: «Ya le probé a mi padre que puedo ser exitoso».
Ahí comenzó una vuelta a Chile en busca de lo que no es de este mundo, que se asentó en Tulahuén durante la década del 70, poblado en el cual permaneció hasta el fin de sus días. Pero antes, como una segunda parte de su obra, Larraín creó Kínder Planetario, colección de cientos de pequeños libritos que fabricaba a mano y enviaba por correo a familiares y amigos, una suerte de abuelo de los newsletters con poemas, análisis sobre la situación global, reflexiones y «sobre todo, señalamientos de cómo conducir la vida», subraya Mena, ya que este último apartado hizo que varios se alejaran del fotógrafo.
«Afirma que las personas, a cualquier edad, deben tomar la decisión de abandonar aquello que no es su verdadera vocación o que les produce dudas y empezar desde cero a hacer lo que realmente quieren. Que deben autorizarse, fuera de toda esclavitud o condicionamiento cultural, a ser sí mismos. Liberarse de las imágenes y representaciones sociales archivadas de la infancia, dejar de compararse con la forma en que vive la familia o los amigos, sacarse incluso la autoimagen construida y lanzarse sin miedo a inventar la propia vida. ‹Es tanta la timidez de ser uno mismo, de que te pasen a llevar, de no tener cómo defenderte›», concluye Larraín y abraza al lector en uno de sus libritos que hoy son objetos de colección en Chile, mientras Mena, por su parte, encuentra una intimidad, a la cual ella misma no tuvo acceso, para acercarnos al fotógrafo.
Valeria Barahona (Chimbarongo, Chile · 1988) es periodista de literatura en los diarios regionales de El Mercurio, principal medio impreso del país. También ha colaborado con CNN y revista Cosmopolitan. Estudió en la Universidad de Concepción, donde escribió la crónica La vía encapuchada a la educación, por las protestas de 2011, editada por la Universidad de Guadalajara. En 2016 publicó la novela Señoritas en toma: un colegio de monjas en la Revolución Pingüina, movimiento estudiantil de 2006, considerado semillero de la nueva Constitución. Vive cerca de Plaza Dignidad, epicentro de las protestas en Santiago, y prepara su segunda novela.