Cuando pregunté por ti, me dijeron que habían convertido la facu de Medicina en hospital. Que a todos a los que habían herido en las marchas los estaban llevando allá. Que si no estabas aquí, estabas en una estación: que es lo mismo que no estar. No estar más.
Afuera se oyen disparos todavía, pero cuando venía de camino no me parecía oírlos. Tal vez fue mi propio cerebro quien decidió silenciarlos porque sabía que, de lo contrario, me habría acobardado y habría dado media vuelta. Cuando llegué pregunté por ti hasta que me dijeron que estabas al fondo. No alcancé a sentir alivio porque enseguida me dijeron que me quedara a tu lado, que alguien te lo tenía que contar. Nada más. Crucé la plazoleta sur, estaba llena de charcos, pero no recuerdo que hubiera llovido. Solo hace unos días estábamos ahí haciendo nuestras pancartas, ¿es posible? Solo hace unos días. Alzaste la mirada y dijiste «Esto va terminar mal». «Muy mal» dije yo y seguimos pintando.
Te encontré entre un reguero de personas en una especie de cama franca, llena de rasguños y moretones, con el párpado derecho tan hinchado que no vas a poder abrirlo cuando despiertes. Pero nada de esto justifica la cantidad descomunal de sangre que acartona tu camisa. Eso fue lo que me asustó apenas te vi. Luego me acerqué más y no pude respirar.
Un nudo, Ani, un nudo.
Me dieron ganas de vomitar, pero no por asco, sino por miedo.
Un nudo en la manga derecha de tu camisa. Un nudo apretadísimo que solo es posible porque no hay nada ahí, dentro de la manga. Un nudo que reemplaza lo que antes llenaba tu manga. Un nudo porque no hay nada.
A eso se referían cuando me dijeron que no sabías y alguien (yo) te lo tenía que contar. Pero no te quiero contar. No puedo, tendría que contarte todo. No te quiero despertar. «Ani, Ani…» te llamo de todas formas. Susurro solo para decir después «claro que intenté despertarla». Lo mismo le hacía a mi abuela cuando me pedía que la despertara de su siesta para rezar la Coronilla de la misericordia. Como yo no quería rezarla, la llamaba así bien suavecito, «abue, abue…» y, después, cuando ella me reclamaba molesta, yo encogía los hombros y decía «yo intenté». Contigo tendría que intentar de verdad. Se trata de tu brazo. Es tu brazo y todos saben menos tú.
¿Crees que a los cornudos les dicen «cornudos» porque todos les ven los cachos menos ellos? No me gusta hablar de cornudos, cachones. ¿Te conté que mi abuelo tuvo otro hijo? Nadie habla de él. Dicen que la abuela no sabe, pero ¿cómo no va a saber? hasta yo sé. La abuela sabe.
Tal vez, Ani, debería rezar, pero olvidé cómo hacerlo. ¿Ves? Eso me pasa por no haber despertado a la abuela de su siesta. Ahora no sé rezar la Coronilla de la misericordia. Rezaría por ti. Debería rezar por los que están afuera, por los que no están más, por los que se van a pasar el resto de la vida buscándolos. Tener que aprender a escribir con la mano izquierda no está tan mal, ¿verdad, Ani? Debería rezar por ellos, pero no lo haría, incluso si supiera cómo. Solo lo haría por ti.
Tendré que contarte todo de un tajo, y será como si te estuviera arrancando el brazo con mis palabras, y entonces me odiarás, Ani, me odiarás y yo puedo soportar muchas cosas, pero no esa.
El santo de las causas perdidas es San Judas. No ese Judas, otro. No sé cuál es el santo de los mancos, pero debe haber uno. El santo cachón es Silvestre Dangond. Es un chiste malo, pero sé que te reirías si estuvieras despierta. Cómo me gusta tu risa, Ani. Como esa noche en la fila del baño del bar. «Ya, Nora, para, para», te reías, «me voy a mear», pero yo seguía. Y estábamos tan cerca, tan cerquita la una de la otra que, de pronto, se nos quitó la risa. En el silencio me di cuenta de que me sudaba la espalda y de que tus labios casi tocaban los míos. Pensé «ojalá me los muerda», ¿lo pensaste también? Si no se hubiera abierto la puerta del baño ¿lo habrías hecho? Siempre has sido más valiente.
Me odiarás más cuando sepas que no salí a marchar. Puedo tratar de darte excusas, pero sería peor. Cuando le pregunté a mamá por su hermano secreto, dijo que el abuelo siempre sintió mucha culpa. ¿Culpa por tenerlo o por esconderlo? Quién sabe, pero el abuelo no tiene excusa. No le alcanzaba para una familia, ahora imagínate dos. ¿De dónde iba a sacar dinero? Al abuelo lo molían todo el día en la fábrica de embutidos y en las noches limpiaba orines de borrachos en las gradas del hipódromo. Le faltaba un dedo del pie porque le había caído encima una bandeja de metal llena de vísceras de cerdo. El piso quedó todo lleno de sangre y no era posible saber cuánta era suya. Aunque sus compañeros llevaron el dedo entre lonjas de pernil congelada, los doctores no se lo cosieron.
Me pregunto quién tomó la decisión de sacrificar tu brazo. Me pregunto dónde estará, quién lo tiene, a dónde irá a parar. Por las historias del abuelo, en vez de un doctor, me imagino a un carnicero con el delantal embarrado de sangre. Con una mano sostiene una hachuela y con la otra pesa tu brazo para venderlo por kilo.
Después de un rato los secretos se pudren y empiezan a heder. Hieden como a clóset o como a abuelo que trabaja en fábrica de embutidos. Su ataúd, incluso cerrado, olía a cebo. También tenía mal aliento. No se lavaba la boca, solo con aguardiente cuando se iba a tomar con sus amigos del hipódromo. Le faltaban un par de dientes y por eso se cubría la boca cuando se reía. Mamá heredó varias deudas, así se enteró de que el abuelo había sacado un préstamo hacía unos años para pagar su ortodoncia y que ella nunca tuviera que cubrirse la sonrisa. Quién sabe si el hijo secreto también tiene dientes chuecos.
Por años, mamá usó sus dientes perfectos para sonreírle a las señoras para las que cocinaba y lavaba y limpiaba y planchaba. Llegaba con las manos ampolladas por los químicos y la espalda jodida por lavar alfombras para que yo tampoco tuviera que esconder la sonrisa. Y yo, yo juré que iba a pagar las deudas de mamá, que eran las del abuelo, que son las mías. Eso, Ani.
No fui a marchar por miedo a que me quitaran la beca.
Ahí está, esa es la verdad, Ani. Ódiame. Por la beca. Pero dime, ¿qué habría cambiado si yo hubiera estado ahí? ¿Ah? Tal vez habría muerto, tal vez habría perdido un brazo, tal vez los dos. Al menos así puedo cambiarte las vendas, Ani. Ódiame, pero deja que te cambie las vendas.
Un murmullo. No puedes abrir los ojos, los párpados, incluso el sano cae pesado. Balbuceas. «Shh, shhh, tranquila», susurro y te toco la frente. Creo que no tienes fiebre.
«¿Nora?» Quizás ya me odias. «¿Cómo te sientes, Ani? ¿Te duele?». No respondes. ¿Sabes qué habría sido distinto si yo hubiera estado ahí? Que habría estado ahí, contigo. «Ani, tengo que decirte algo… algo importante…».
Miro el nudo ensangrentado como para comprobar que es real. Y ahí está, la manga vacía, la tela teñida de un rojo cobrizo. Se me atora algo en la garganta, las palabras que debería estar diciendo y que no quieren salir.
«Ya sé» dices, de repente. «¿Ya sabes?» repito.
«Hace rato». No, no sabes.
«Y yo también te quiero, Nora».
Silencio. El nudo en la garganta me corta la respiración. Silencio. Te beso la frente, ¿qué más puedo hacer? Nada. No puedo. Te adormilas, tus párpados no intentan abrirse, tu respiración es profunda. No puedo dejar que me quieras, Ani.
Cuando despiertes no voy a estar aquí.
«Descansa, Ani» susurro con dulzura.
No es una orden, ni una sugerencia, sino una plegaria.
Lina Munar Guevara (Bogotá, 1996). Desertora del Derecho y la heterosexualidad, fue elegida como “La mejor cola de 5C”. Perdió el XVIII Certamen de Relatos “Pilar Baigorri” Murchante 2022 con el cuento que aquí se publica, el cual mandó a conseguir euros y regresó con una mención de honor (que no está mal, pero habrían sido mejor los euros). Es fan de Édouard Louis, Elena Ferrante, Catherine Zeta-Jones en Chicago, los Muppets, Fernando Molano, el Derecho Internacional Humanitario y Lizzie McGuire, la película. En abril del 2022 publicó su primera novela, “Imagina que rompes todo”.