Reseña a Temporada de huracanes de Fernanda Melchor
Por más metáforas posibles, no hay manera más efectiva de describir la violencia que el ruido: maldiciones, embrujos, sirenas policiacas, vidrios rotos y mentadas de madre; también televisores que quedan encendidos durante la pelea, fiestas amenizadas con balazos, cantos de borrachos, risas, y hasta el silencio que se vuelve zumbido una vez asentado el caos.
Tras leer Temporada de huracanes, la segunda novela de Fernanda Melchor, queda ese zumbido. En ella, la autora recupera una noticia que pudo haberse perdido en el mar de la nota roja; no por irrelevante, sino por parecerse demasiado a miles de historias similares y acaecidas en México. Ambientada en La Matosa, un pueblo veracruzano, se desmenuza el asesinato de la Bruja, un ser que oscila entre lo real y lo maravilloso, lo femenino y lo masculino, a través de las voces de los personajes implicados.
En el lugar común de afirmar que Temporada de huracanes es un ruidoso aguacero, existe una verdad irrefutable: la violencia, incluso la más silenciosa, produce ecos. Adentrarse en La Matosa produce una sensación similar a la de caer. Las voces de los personajes caen sin dirección, rebotan, forman un muro de sonido que es gráficamente representado por los kilométricos párrafos que abarcan las páginas de cada capítulo. El lector, como frente a una cascada, está invitado a atravesar el agua. Ésta aplasta. Es peligroso para el alma beber del agua oscura que nos brinda Melchor, pero es, también, sana.
La premisa de la novela contiene elementos que la acercan a lo fantástico. Quizás un desorientado crítico la designe como realismo mágico, una etiqueta que suele utilizarse cuando se relacionan la fantasía y la pobreza. En efecto, el imaginario de los habitantes de La Matosa toma derroteros fantasmales al encontrar en la Bruja una figura a la cual echar sus creencias, desahogos, supersticiones y esperanzas de que sí exista lo mágico, de que sí exista un Más Allá que contraste poderosamente con el estéril y salpicado-de-obra-negra paisaje del pueblo. En general, los protagonistas son atravesados con múltiples y dolorosas esperanzas. Por poner un ejemplo, Luismi deposita en su amigo ingeniero una esperanza aparentemente alcanzable: entrar a trabajar por recomendación suya. Existe en él una gota de belleza: su melodiosa voz que le hizo merecedor de su apodo. Paradójicamente, es el personaje que no escuchamos, como si la esperanza fuese muda y la belleza convencional nos estuviese vedada.
Es otro tipo de belleza la que mueve Temporada de huracanes. En los volátiles flujos de consciencia, que contienen sangre, semen, mexicanismos y groserías, existe música. No uso arbitrariamente el término “muro de sonido” para describir a los párrafos. Existe una orquestación verbal que rodea a la voz del personaje que le toca ser, según el capítulo, el cantante principal. Alrededor de Yesenia, por ejemplo, hay chismes, rumores, leyendas, cotorreos, rencores reprimidos y retratos de las mujeres de La Matosa, con voces casi tan diáfanas como la de ella.
El desorden narrativo suena eufónico. La coma, el signo ortográfico más inasible, marca el compás de la cadencia prosística. Es incluso irresistible leer en voz alta para apreciar que la sintaxis fragmentada y la concatenación de diálogos producen contrapuntos cautivadores, como si todo el libro fuese un larguísimo conjuro. Por otro lado, tal vez Melchor comprendió que hay una cualidad melódica inherente en el español mexicano, y que sólo hacía falta explotar. De cualquier manera, el carnavalesco son de la prosa se siente tan apropiado que es difícil concebir el relato con otro estilo.
El escalonado descubrimiento de las capas sobre la verdad del asesinato de la Bruja aproxima al relato a un género policial, el cual coloca al lector como el único investigador posible en un mundo al que no le interesa ser regido por la ley. En este caso, la revelación de quién fue el asesino arroja luz sobre las zonas del alma humana que solemos preferir ocultas, pero el camino hacia esa verdad definitiva estuvo tan atravesado de otras verdades no menos contundentes, que el efecto acumulativo produce una tempestad de la que no es posible salir invicto. Este efecto, posible por el ya comentado uso de la coma, es también resultado de una adjetivación colorida, del atropellado enumeramiento de eventos increíbles y hasta insoportables, y del vocerío que se empalma sobre sí mismo, en el que es posible aturdirse. No siempre es claro quién habla. Además, los personajes hablan apresuradamente, sin pausas para respirar; como si fuesen perseguidos, como si se les fuera la vida en cada palabra, como si fuesen conscientes de que sólo hablando deprisa podrían darse a entender, al menos antes de que ocurra la siguiente tragedia.
Es hasta el final de la obra que Fernanda Melchor decide posicionar al lector en el calmo ojo del huracán. La fosa común como imagen del punto final, donde, como afirma César Vallejo, todos se reúnen en una cita universal de amor. El pequeño lucero de una estrella como imagen de la esperanza. Y el agua como imagen polisémica: del agua sucia que lleva consigo cadáveres, el agua que lava las heridas, o la ínfima gota de lluvia que anuncia el eterno retorno de la tragedia. En definitiva, Temporada de huracanes configura un bullicio literario que no da tregua. En ella hay mucho ruido: mentadas de madre y chingaderas, y un poderoso miedo a la muerte, atravesado con el deseo de morir. Pero, después de tanta balacera y vidrios rotos y conjuros y risas de borracheras, deja en el lector un zumbido. Un zumbido que en realidad es un susurro. Un arrullo, una canción de cuna. Una vocecita que guia a los vivos y a los muertos hacia el Más Allá, que los calma y en un suspiro de alivio da paso al rotundo e irremediable silencio.