Foto: Daniela Duque Rincón
Creció en un pueblo polvoriento, alegre y olvidado donde no se comía pescado, aunque estuviera rodeado de mar. Ese lujo era para los que pagaban en los supermercados y no para los que pescaban. El lugar tenía cuatro calles y un único parque lleno de iguanas que se alimentaban de los mangos que se pudrían en el suelo, igual que su pie.
Estrella Valbuena no tenía juguetes, solo un par de muñecas que fueron pasando de una tía, una prima o de su propia madre; ya sin ojos y con la boca rajada con un bisturí para alimentarlas con frijoles y lentejas. Convertidas en maracas, ellas eran las encargadas de mermar el estridente y salvaje silencio.
El silencio tiene sonido. Suena a lo que uno tiene dentro. El suyo sonaba a hambre, a leguminosas jugando a hacer música, a pudrición y a la imprudente voz de Martina fastidiándola sin parar en su cabeza, diciéndole a cada rato qué hacer y dándole más problemas que compañía.
Su primer juguete propio fue un reloj. Ese regalo se lo mandaron los patronos de su madre porque a su hija no le gustó. Y eso no importaba, estaba en su caja y podía romper por primera vez la envoltura de algo nuevo. Era un reloj negro, para un niño evidentemente, seguro por eso la niña-patrona no lo quiso. “Como me hubiera gustado que fuera rosado”, pensaba Estrella mientras lo abría y veía la cara de Mickey Mouse con un sombrero de copa que al bajarlo mostraba la hora.
Desde ese momento aborreció las muñecas sin ojos y con la boca operada, y se obsesionó con el tiempo. Preguntar la hora a los extraños le parecía divertido, lo hacía para constatar que la de los otros y la de ella estuvieran sincronizadas, y poder así calcular cuánto más le quedaba a su pie. “Si un mango se pudre en 10 días, ¿Cuánto tiempo más le quedará a mí pie?”.
—¿Qué hora es?
—¿Y tú no tienes reloj? —le respondían.
Inmediatamente aparecía Martina, gritando cada vez con más fuerza, resentimiento y odio. Dile más bien “yo pregunto la hora cuando se me dé la gana, viejo metiche”.
Su presencia, aunque nadie la viera, crecía más cada día, así como el pie, que últimamente comenzaba a doler y a sentirse como si no fuera suyo, como si ya no le perteneciera a su cuerpo.
Más molesto que la voz de Martina era la cara de asco que ponían algunos cuando le preguntaban a su madre qué era lo que la niña tenía. Ella le daba un codazo discreto y retorcía la boca casi sin moverla diciéndole “escóndelo”.
—Niña, ¿ese pie no te duele? —preguntaba cualquiera en la cuadra.
—Sí, señora, me duele un poquito —respondía Estrella mirando esa transformación perturbadora y tratando de callar a Martina que le decía “respóndele mejor ¿a ti no te duele ser tan fea y chismosa?”.
Estrella estaba segura que los niños malcriados tenían también una Martina, pero seguramente por ser malcriados ellos sí la dejaban hablar. En cambio ella sabía que no debía repetir lo que Martina le decía y que nadie podía enterarse jamás de sus groserías.
Se la imaginaba con el pelo rubio, casi blanco, y con unos ojos azules como el mar. “Yo nunca he visto a nadie con los ojos azules”, pensaba. Aparecía en su mente como un princesa, con vestidos de hilo y cintas bordadas. Quizá a ella su mamá la peinaba y le echaba de esos sprays para el pelo con olor a chicle que salen en la televisión. Llevaba también unas sandalias blancas de esas que cubren los dedos con muchas flores doradas. Sus pies eran limpios y bellos, no tenían dolores y podía correr.
Martina era lo que ella siempre soñó. “Si tuviera su valentía, si tuviera una mamá que la cuidara, si tuviera sus pies…”
Fue en ese verano de su cumpleaños número nueve cuando comenzó a volverse de un color rosado oscuro, ancho y grotesco. Ese día decidió guardar el reloj negro con Mickey Mouse en su caja para siempre. No quería saber cuánto tiempo más le faltaba a su pie. “El tiempo se me está acabando y yo no quiero que las iguanas se lo coman”.
Ahora la piel parecía papel de serafina, cuarteada y expuesta, como si en algún momento se fuera a rasgar. Además, debía andar con unas chancletas que le había hecho su abuelo por la imposibilidad de calzarse.
—Usa estas, Estrellita, te hice la tirita delgadita para que no te pele.
—Gracias, abuelo.
—¿No me vas a preguntarme qué hora es?
—No abue, ya no quiero saber.
—Bueno, mijita, a veces es mejor no saber nada del tiempo —le respondía acariciándole la cabeza e ignorando el pie.
“No te mira el pie porque le da asco”, resoplaba Martina, haciéndola llorar y obligándola a meterse en su cama. Cerraba la cortina que escondía su rincón adornado por las dos muñecas y el reloj dentro de la caja. Ahí se quedaba pensando en blanco, inmóvil y apretando la sabana dentro de su puño cerrado para aguantar el sonido involuntario del llanto.
Esas cortinas las puso su madre para tener privacidad en ese único espacio donde estaban las dos camas, un mesón con una hornilla, tres sillones y un televisor. La de Estrella era rosada, llena de caritas felices y castillos. La de su madre estaba llena de corazones y solamente la cerraba cuando llegaba algún compañero del trabajo y se escondían ahí dentro para hablar.
Las llagas fueron aumentando. Brotaba ahora de las ampollas un líquido amarillo y rancio. Tuvo que comenzar a andar descalza y abandonar el colegio. Ardían y picaban. Solo Martina la acompañaba mientras permanecía sentada al borde de la ventana en un taburete alto para que las piernas, descolgadas, obligaran al pie a soltar un poco de esa putrefacción.
—¿Usted ha visto a mi mamá por ahí? —le preguntaba a una vecina.
—No niña, pero ya casi regresa.
Hasta que por fin se comenzó a abrir. Esa crema que su madre le aplicaba, con desgano y repulsión cada día, no soportó el rigor de la naturaleza y cedió a lo inevitable.
—Y eso que es cara, marca Nivea —decía la madre al ver la piel expuesta.
Parecía una bolsa de esas llena de peces que uno agarra con miedo porque es muy delgada y en cualquier momento se va a romper. Así se veía su pie, como una bolsa plástica repleta de sangre y vida que con el más pequeño movimiento, iba a explotar.
Esa piel tensa como el mármol, frágil como el cristal y siniestra ya no era suya, ya no era de nadie. ¡Estaba podrida! Ya ese líquido no era amarillo, ahora era de un color carmelita, se veía sucio, lleno de bilis y con una masa espesa.
—Duérmete ya, Estrella, y no vayas a bajar esa pata que me manchas las sábanas y el colchón.
—No, mamá, yo no la voy a bajar.
“¿Y si lo bajo qué?”, gritaba Martina.
Eran once llagas, todas abiertas y con sus circunferencias mostrando una carne seca y vencida. Eran profundas y anchas. Se comieron no solo la piel, sino también las uñas y los talones.
—Estrella, voy a vendarte ese pata de leprosa. Eso eres, una perra leprosa.
—Está bien, mamá, perdón.
“No vayas a llorar o te hablo de fantasmas por la noche”, le decía Martina; “Dile que no es culpa tuya, dile que ella no te curó ni te llevó al médico cuando todo empezó. Dile algo. Respóndele. No te quedes callada”.
—No puedo, Martina, déjame en paz.
—¿Con quién hablas? ¿Ahora estás hablando sola? ¿Loca y podrida? —gritaba la madre.
—Con nadie, mamá. Perdón.
Los gusanos aparecieron a los dos meses de estar vendada como una leprosa según su madre. Eran pequeños y bonitos, no eran de esos grises, largos y babosos; estos eran amarillos y bien corticos.
—Te voy a echar alcohol para matarlos —le decía su madre sosteniendo en una mano la botella de alcohol y con la otra pegándole a Estrella en la cabeza como si con esos golpes se fueran a ir las larvas.
—No, mamá, que me va a arder. Mamá, no, por favor. No soporto más.
“Piensa en cinco cosas que te comprarías si te ganaras la lotería, así te vas a poder dormir”, decía Martina mientras intentaba compartir ese mismo ardor.
–Un iPad, una cámara de las que sacan las fotos ahí mismo, un cactus, ropa para mi mamá y un pie nuevo.
Ya casi no quedaba carne, los gusanos bonitos eran malditos, se lo comieron todo, solo dejaron el hueso del pie recubierto con un poco de piel, las venas afuera y uno que otro gusano de los carroñeros tratando de comer lo que quedaba del cadáver de la extremidad derecha.
—Voy a llevarte al hospital, Estrella, a ti te van a cortar la pata esa. ¿Qué voy a hacer contigo sin un pie? ¡Hasta bueno debe ser para ti! Ahora te vas a quedar a vivir acostada y comiendo. ¡Un parásito igual a los bichos esos!
“¿Te cuido tus cosas para que nadie te las toque?”, le preguntaba Martina.
—Si no regreso bótalas al mar —le respondió.
Estrella sentía ahora un hormigueo en la rodilla. Era como si lo poco que quedara de su pie podrido y perdido estuviera atacándole el resto de la pierna. Como si la ausencia de la carne siguiera invadiéndola. Sin preguntarle y sin avisar inició su escalada, atravesándola y rompiendo huesos, músculos, sueños y el tiempo.
No le bastó con la pierna, sino que siguió a su vientre vacío e inocente y continuó su rumbo, avanzado y devorando.
“Ya no está, lo sigo sintiendo, pero sé que ya no está, creo que lo podrido ha seguido comiéndome y que ya no hay nada que hacer”, pensaba Estrella intentando tocarse el corazón que ya casi no brincaba. Se le detenía a cada rato y corrían a ajustarlo con unos aparatos fríos que la sacudían.
“ Acuérdate de botar mis juguetes, Martina”.
Claudia Lago es cubana, estudió Relaciones Internacionales y ha vivido en Colombia más de la mitad de su vida. El amor por la literatura la llevó a tener una librería por más de 10 años como la única alternativa posible “para ser emprendedora”. Ha publicado dos cuentos, uno de los cuales tuvo mención de honor en el concurso Ramón de Zubiría en Colombia. Dejó todo en Bogotá y llegó a New York con sus dos hijos para cumplir el sueño de escribir.