JÓVENES LAS DOS,
PERDIDAS
Yo también me fui de fiesta con mi abuela.
Jóvenes las dos,
perdidas
en el incienso de Semana Santa
en Sonsonate
¿Quiénes llegarán hasta aquí?
Le pregunto entre el humo sagrado
¡Ni los curas!
(Pedro Cortés y Larraz tal vez,
pero era 1770).
Yo quisiera fumar tabaco esta noche,
pero puro fumaba la bisabuela.
Fumar y achinar los ojos
cuando venga el primer hombre de Guatemala
y cuando venga el último hombre de México
y no me deje ir con él.
No hay ya quien pueda impresionarme con nicotina.
Mi abuela calla porque cometió errores
y sabe que también voy a cometerlos.
Nos perdemos en el incienso
y la mirra.
El nardo,
la azucena
y todas las flores que no hemos sembrado
en ningún jardín
porque aún no tenemos casa.
No tendremos casa nunca.
Siempre seremos esas muchachas vestidas para martes de carnaval
al que llegamos tarde
(como siempre).
Es martes santo
y a nuestro deseo lo escupen beatas.
Mientras, corremos con taconcitos por las calles de piedra:
No hay lunar cerca de la boca
que nos salve del amor,
Flor de Acrocomia aculeata.
Ni oración
ni agua ardiente.
POEMA DE LAS SANGRES ENCONTRADAS
A Efraín Caravantes
Camino en una alameda que perdió los álamos
porque al final
los hombres comprendieron dónde habían plantado la modernidad
y llenaron las avenidas y las calles y alamedas de palmeras.
Entonces tu voz resuena,
me dice:
“Ese austríaco de ojos azules era un hijueputa
y en una apuesta ganó el derecho de cogerse a mi abuela”.
Tu abuelo la había perdido en el casino.
Pudo ser un austriaco o un húngaro,
qué importa.
Cualquier recién venido de un imperio destruido tiene corona en estas tierras.
(¿Y quién iba a decir
que un día
un austriaco y un húngaro
iban a ser iguales y tan diferentes?
Después de todo,
quién puede decir qué es una nación
entre polvareda y lodo).
A tu abuelo le gustaba apostar
y le gustaba perder.
Pienso en tu abuela una noche en el casino del pueblo,
entre lámparas aún encendidas con aceite,
sin honra.
Embarazada
de un bebé que sería un hombre silencioso de ojos azules.
Y pienso en mi bisabuela
violada también
por aquel hijo del presidente:
Muchacho sin oficio de ojos azules,
loco por las máquinas de vapor
–ay, la modernidad–
que no conseguía trabajar
–ni lo necesitaba–
y para distraerlo
su padre,
el excelentísimo presidente de la República,
le regaló un tren.
Antes, por supuesto, le construyó sus propias vías
y un paisaje.
Mi abuela no heredó ojos azules
ni casta.
Y se casó con un zapatero
que un día,
a punta de pistola,
la secuestró y la llevó a su casa.
Frente a esa casa,
el zapatero,
mi abuelo,
había construido otra casa.
Y en ella vivía Elena:
su amante.
Mi abuela también se llamaba Elena:
Elenita,
la virgen.
Y a esta altura del camino no sabría decirte a quién de ellas me parezco más.
Pero vienen los hombres de ojos azules a violar a nuestras mujeres.
Mi abuelo también tenía ojos azules
y escribía detrás de sus fotografías
cartas,
poemas de amor,
garabatos egocéntricos.
Pudo haber sido anarquista.
Tal vez en 1944 corría por Guatemala
mientras las bombas caían en las casas de los mártires de la revolución
y muy joven, en 1928,
en Tegucigalpa,
en reunión de la Confederación Obrera de Centro América
desconfió
de Samuel Gompers y las intenciones del sindicalismo estadounidense.
Pero nadie asegura que el socialismo
o el anarquismo
salven de violar mujeres.
(Todo lo contrario, compañeras,
Ustedes comprenderán
que la revolución es la única causa
y en su honra nosotros queremos inseminarla en sus cuerpos).
Tu abuela llevaba el pelo recogido el día que fue entregada en el casino.
No podemos ver nada más de ella.
Una sombra terrible cae de la cabellera
como cae la vergüenza en las mujeres perdidas en una apuesta.
Quién iba a decir
que ahora,
cada uno en su ciudad,
atraviesa una alameda
sin álamos
bajo palmeras que tampoco son nuestras.
Las trajeron de África
–como si fueran esclavos–
porque los paisajistas dijeron que la Attalea cohune
no era fotogénica.
No hay viento que sople tan fuerte como el pasado de las mujeres.
Y no sabemos con qué frase terminar sus historias.
Probablemente porque jamás hablaron ni dijeron:
Es verdad, yo fui vendida.
Es verdad, yo fui apostada.
Es verdad, ese hombre creyó que debía poseerme por derecho de pernada.
Y nosotros sabemos por qué
hay frases que no concluyen sus palabras:
tenemos la sangre revuelta
del violador y la violada
y forman una sola cadena
de azúcar y fosfato, se sabe,
pero también cadenas
reales:
nudos que nos atan a dos caminos violentos
opuestos y perdidos,
sangres enfrentadas.
A nadie debe asombrar ya esta historia.
Ahora pueden entender
por qué pasan los años
y aún no encontramos
lugar
para asentar la cabeza.
LA BOTELLA EN LA CARTERA
Llegó el día en el que salí de casa con una botella de cerveza en la cartera.
Se habría esperado que llevara flores
porque las mujeres son seres de jardín
La forma civilizada de decir que aún pertenecen a lo salvaje,
el jardín como la forma civilizada de reducir la selva.
No han pasado en vano los siglos
y la Señorita von Humboldt
encerrada en el invernadero como una orquídea del trópico
que el joven Conde von Humboldt, que podía cruzar el mar,
había robado del jardín de América.
No ha pasado en vano aquel gran amor que fue un naufragio
del cual rescaté pedazos de vajilla
y una botella de cerveza de raíz
intacta
que guardo en la cartera.
Una nunca sabe cuándo necesitará olvidar.
Para recorrer la ciudad con una botella en la cartera
tuve antes que lavar los platos,
regar las plantas,
alimentar al gato,
barrer la casa,
limpiar del balcón las cagadas de paloma.
Pagué mis cuentas:
todas.
La vida es una deuda que se paga en cuotas.
Y la inflación
y los bancos
y la propiedad privada
hacen imposible pensar que un día pueda a salir de mi casa con una cerveza en la cartera.
Pero ya amé y te amé
y siempre te dije usted
porque había que guardar de alguna manera la distancia.
El amor es un puente que se tiende de boca a boca en una gramática.
Una gramática propia.
Y cuando el puente se cae,
muere el lenguaje.
Y con él una civilización.
Tendremos las palabras
pero habremos perdido su orden:
y no podremos hablarnos más.
Lo demás son:
botellas vacías sobre una mesa,
borrachos que lloran infinitamente la misma noche cada noche,
borrachos que gritan y quiebran botellas,
Armas cortopunzantes, dirá la policía,
rencillas por poder, dirá la prensa.
Pero yo no, no voy a quebrar esta botella.
Tanto tiempo para poder pararme en este lugar en el que no sucede nada.
La botella es un amuleto
que llevo.
Un botín
del triunfo de un lenguaje que no era mío:
de las palabras que nadie quería que escribiera,
de los gemidos que no podía tener.
No vayan a decir que soy puta,
no lo quieran Dios ni las tías.
La botella es transparente
como pocos pueden ser.
Ni la luz precisa
ni la sombra.
Dos pies plantados sobre un sitio
donde no pasa nada.
Y no es preciso que ocurra algo.
La calma debería ser también una ambición.
Por hoy
podría ser ese borracho absorto en el llanto que ve en las botellas a su alrededor
los edificios de una ciudad desconocida,
podría quebrar la botella en un pleito:
arma cortopunzante, dirá la policía,
crimen pasional, dirá la prensa.
Pero ya dinamité los puentes
y quebré las vajillas.