Foto: Martina Abello
Juventud
I
Flanqueas la luz
que baila con el limo.
Buscas tu raíz
en la sonrisa del agua.
Flor de sirga.
II
Su risa de cristal,
la desnudez de playa
que baila con el viento
y derrama sus dunas.
Besas sus labios mordidos
húmedos de destellos y limo de vidrieras.
Libas su juventud
vibrante de clepsidras.
Su cuerpo de jícaras y espejos.
III
Habitas el eco de la mirada.
El sol susurrante de espejos
entre los cuerpos de luz.
Solo las yemas enmudecen
el reflejo del agua.
La belleza y su dádiva
de silencio.
La sed de las ánforas
De pronto, la sed de las ánforas; y la arena que exhala la sequedad con la lejanía de las olas. Las ánforas y su cristal de espejos. ¿Qué sabes de las ánforas? Varadas por la luz contra la matemática del viento, arrancadas por la dulzura de la sombra que enmudece a la razón en su oquedad de despojos.
Tú prefieres la solidez de los tabernáculos del aire, la lengua universal de las lágrimas traslúcidas que ensordecen la ceguera, la afirmación geométrica de las reacciones químicas.
Sin embargo, te habitan las ánforas, con su cristal de clepsidra manando tu piel en la playa desnuda; y el templo aritmético derrumbado en la arena.
Las ánforas de cristal, modeladas por el instinto de sus grecas en la verdad de la erosión y las mareas, de la tempestad y el riel de luna para la paz de las gaviotas; en la sonrisa de la sal y el alinde de los ecos que hilvanan la risa.
Ánforas de luz que funden el rocío y el abismo con la sola certeza de la piedad de la sangre.
De tu sangre.
Las ánforas vertidas sobre el barro de tu ciencia. Tu rostro en ellas. Las caricias de su sinrazón brillante.
Tu tiempo ya no late olas perpetuas.
Humanidad
No has heredado
la tierra.
Pero solo en ti
brotó la luz
que descifró el lenguaje
de las semillas.
Cavaste con los dedos
un útero de labios
generosos
que pronunció con barro
la sabiduría del agua:
palabras que esbozaron
con pétalos
la sonrisa de la vida.
No has heredado
la tierra.
Solo reposa en tus manos
para que sepas sostenerla.
Tuvalu
Clavo estacas en la playa
para el día en el que dejen de estar secas.
Ya solo somos cumbres en el océano,
médanos que esperan ese abrazo del agua
que nos hundirá en un baile de espejos ciegos.
Ni siquiera el brillo del coral
para nuestros bancos de arena:
país como la sombra de una medusa asfixiada.
No queremos el mérito de los atlantes
ni la suavidad dormida de los pecios,
aunque engendramos hijos apátridas
y con cada palabra vertemos el eco de las despedidas.
Las puestas de sol laten
con el miedo a la belleza del agua.
Y construimos sin cimientos.
Un barco vendrá,
al que llamaremos casa.
Las olas son clepsidras
que derraman nuestro tiempo.
Confesión
Aquel día,
quisiste llevarme en tus brazos
para habitar la luz de las palmeras
y en las aceras de abanicos
regalarme el azafrán y la pólvora de tus calles de música.
Todo tu afecto para desbordar mis dedos diminutos
con el olor ruidoso de las clóchinas en los perfiles góticos de la lonja,
antes de ascender a las Torres de Quart
para buscar el mar donde vuela la bandera
y prometerme el vapor cálido de la barca de las medusas.
Nunca sucedió.
Tú estabas postrado en el sofá azul,
sin ni siquiera tentar el dial de la radio gris
que siempre te acompañaba.
¿Cuánto tiempo me observaste a tus pies
en la alfombra
con todos aquellos playmobil
antes de llorar?
«Me gustaría llevarte»,
dijiste,
«pero ya no puedo».
Mi madre apareció,
te dijo que no te preocuparas,
y yo,
en la edad sin memoria del tiempo inmutable
tan solo abrigué tu voz en un recuerdo
junto con la tristeza de tu rostro.
Me pregunto cómo pudiste sentirte así aquel día,
tú que habías convivido con el crujido de la muerte,
el hambre del desprecio y la degradación.
Hoy ya tengo la edad
con la que quisieron fusilarte
pero no hay anarquistas susurrándome en las esquinas
para blindarme de El Saler y las cunetas,
ni existen los comités de barrio que dictaban su arbitrariedad de ordalía
antes de ahorcar a San Antonio de Padua en la plaza.
¿Qué pensabas al pasar por la finca roja
y contemplar el balcón y los ventanales del piso que tuviste que abandonar
para que no te mataran?
¿Cómo soportaste el precio de tu lealtad
yendo a trabajar cada día a tu puesto de represaliado,
con tu vida cercenada
por el día de la proclamación de aquel secuestro de asfixia?
¿Cómo pudiste volver a columpiar tu sonrisa
para ensordecer el odio con silencio
y legarnos el don plácido de tu entusiasmo?
Hoy,
que ya tengo la edad con la que quisieron fusilarte,
desearía poder entrar en la habitación escondida del tragaluz
donde buscabas a oscuras la frecuencia en equilibrio
de aquella emisora yugoslava,
y cuando me mirases te diría:
«Llévame a las Torres de Quart,
al vapor de la barca de las medusas;
quiero volver a sentir los petardos del carrer de Joan Llorens
con su siseo de centellas,
que me hables con la melodía de tu lengua de sal
entre las naves de la catedral silenciosa
mientras buscamos la tumba de Ausiàs March con su sonrisa de luna».
Tampoco sucederá,
porque tu longevidad no fue suficiente para los dos.
Sin embargo,
mírame hoy,
en mí también brota la paz de los mástiles
y la mirada compasiva de las gaviotas.
Puedes escuchar tu voz en mis labios:
«car viure ab mals és d’hom perdició».
Tú me lo enseñaste.
Estás aquí.
No sueltes mi mano.
Cesare Pría (España, 1982). Pertenece a la I Promoción del Máster de Poesía de la Escuela de Escritores. En 2021 ganó el I Concurso de Micropoemas “De poesía por Getafe”. Ha participado en la antología “Haikus desde casa” publicada en Buenos Aires en 2020 por FELACBEJA. En narrativa, ha publicado las novelas La indiferencia de los pájaros (Ediciones Atlantis Serie Premium, 2012) y Las manos invisibles (Finalista del II Concurso de novela Leibros, 2017). Además de haber participado en antologías de relatos con distintas editoriales, en 2019 publicó La leyenda del conde Lazarejo y otros relatos (Ediciones Atlantis). Uno de los relatos incluidos en este volumen ha sido traducido al polaco. Actualmente, también es coordinador del consejo editorial de poesía de la revista La Rompedora, de la Escuela de Escritores de Madrid.