Olivia Teroba
Foto: Martina Abello
I
Aunque tenía que cruzar la ciudad para llegar, a Aurora le encantaba ir a la escuela de arte para visitar a Leo, su novio. Podía pasar la tarde entera en el taller de pintura, platicando con otros estudiantes, fumando o tomando cerveza con ellos. Después de un rato se quedaba sentada, viéndolo pintar. Ella nunca había tenido habilidad para el arte, pero le llamaba la atención desde siempre.
Tenía poco que habían empezado a andar. Se conocieron en la fiesta de una amiga en común. Una locura. La chica tenía un par de consolas y había mezclado toda la noche. Los éxitos de los noventas se combinaban con música electrónica y voces en off que explicaban la vida extraterrestre. La bebida tenía algo mágico. Todos estaban volados. Ellos dos se encontraron en la pista; sin decirse nada comenzaron a bailar.
Al otro día, ella despertó en casa de él. El olor dulce del óleo inundaba el lugar, repleto de bastidores, al centro un restirador cubierto por pliegos de papel. No había pared donde no hubiera un cuadro colgado. El lugar daba una sensación habitable. Estaba decorado con objetos comprados en el tianguis de antigüedades: un florero multicolor, un cenicero de metal, portavasos de madera con grabados japoneses, carritos hot wheels. Leo le gustaba porque era todo lo contrario a ella. Después de tantas mudanzas por el trabajo de sus padres, Aurora se había acostumbrado a no acumular cosas.
Aquel día, en la escuela, su novio estaba tan estresado como todos. De hecho, para variar, no había nadie tomando cerveza, si acaso rolaba por ahí un insignificante porro de marihuana, para aliviar tensiones. Leo, en vez de recibir a Aurora con la dulzura de siempre, le dio un beso rápido y volvió a mirar su lienzo, como si intentara encontrar una respuesta. La pintura formaba un mar azul eléctrico, con olas de un azul más tenue, como del color del ópalo. El horizonte amarillo insinuaba la salida del sol: su espectro dejaba aparecer un tono rosa, que, casi en el borde del cuadro, se tornaba celeste. Por encima del paisaje, había un dibujo plano: deidades japonesas trazadas en verde fosforescente. Era, francamente, confuso. Después de unos minutos de silencio incomodo, Leo sujetó su cabello largo y rizado para amarrarlo en una coleta. Sacó un cigarro de la cajetilla, lo encendió, se volvió para mirarla y le preguntó:
“¿Qué te parece?”
Ella no sabía qué responder. Ya habían tenido varias discusiones por ese tema. Aurora siempre se excusaba, diciendo que no había estudiado eso, que no sabía nada sobre arte, que era tan sólo una aficionada. En realidad, nunca le había llamado demasiado la atención lo que su novio hacía. No es que fuera malo, todo lo contrario. Tenía buena técnica y buenas ideas. Pero algo ocurría entre el momento en que él se las contaba y el lienzo. Y se notaba: él tampoco estaba feliz con el resultado. Encima, era hipersensible con el tema de sus obras. Por eso ella se libró diciendo que los colores eran lindos y las líneas muy precisas. Luego se quedó callada. Él le ofreció el cigarro. Mientras ella le daba una calada, él le contó que quería representar varias dimensiones en la pintura: pasar de las dos dimensiones a una tercera. Le señaló la perspectiva del fondo, después los dibujos de línea. Le dijo que eran viajeros interdimensionales.
Aurora exhaló el humo y le dio un beso en la mejilla, para zanjar el asunto.
El taller era amplio, de techos lejanos y paredes anchas. El aire frío de la tarde se filtraba: afuera, empezó a llover. Aurora sacó un paquete de café de una repisa y encendió la cafetera. Conocía de memoria el lugar. La seguridad en la escuela era laxa: cualquiera podía entrar y hacer lo que quisiera. De hecho, al fondo había una pareja de estudiantes que acababa de comerse unas tachas. Aurora saludó a la chica, la conocía de algunas fiestas. Ella le sonrió, mostrando los dientes. Los ojos le brillaban.
Leo sacó otro cigarro. Siguió pintando, no parecía tener la intención de hablar con ella en un rato. Aurora paseaba por el taller, con la taza de café en la mano, mirando a los chicos pintar. Se acercó a Hugo. Era el mejor amigo de Leo. A ella le caía bien, aunque era un tanto huraño: solía responder de mal humor, como si siempre lo interrumpieran. Es que era un genio. Había dos o tres por generación. Personas con un dominio de la técnica y el color increíbles, novedosos. Algunos la armaban y se volvían famosos. Otros optaban por una vida tranquila: se iban a provincia, donde de inmediato llamaban la atención y conseguían algún buen trabajo, casi siempre dando clases. Unos cuantos, muy pocos, terminaban mal.
Hugo estaba pasando por una etapa depresiva. Pintaba sobre un lienzo apaisado. El escenario lo cubría casi todo una pared gris. A la derecha se dejaba ver un resplandor, que salía de una habitación con la puerta roja entreabierta. La luz provenía de una lejana arcade, de esas que abundaban en las tiendas de abarrotes en los noventas.
“¿Sigues con eso?”, le preguntó Aurora. Las charlas entre ellos eran siempre un tanto agresivas. Hugo asintió con la cabeza, irritado. Aurora se arrepintió de haber ido: estaban todos enloqueciendo esos días. Ella ya había terminado la carrera y hacía el servicio social en ese entonces. La verdad, siempre estaba más tranquila que ellos. Sus papás la seguían apoyando. Además, había estudiado informática. Sabía que le esperaba una vida estable y tranquila. Los artistas, por el contrario, parecían tener una habilidad especial para complicarse la vida.
Un buen ejemplo era el cuadro de Hugo: a esas alturas resultaba una broma. Todo empezó con una chica, que de hecho era la amiga dj de Aurora. Ella y Hugo se besaron en esa misma fiesta. Los dos tenían pareja, pero él se ilusionó. Lo dejó todo por ella y la chica más tarde lo rechazó. Una historia tan común, y sin embargo en ese ambiente el drama cobraba dimensiones estratosféricas: Hugo había hecho el amago de matarse, sin ir más lejos. Ahora, ya que había dejado atrás el melodrama, se dedicaba a pintar el mismo cuadro una y otra vez, para lidiar con la frustración. Es decir: terminó una serie de figuras abstractas y las cubrió hasta hacer un paisaje lleno de árboles; las zonas más opacas de ese cuadro se convirtieron en el fondo de una barranca vista desde abajo, con una pendiente encima; el lado claro de la pendiente, cubierto de diversos blancos, se transformó después en una pared, parte de la habitación que guardaba la consola. Todo en el mismo cuadro, que ahora contenía distintas pinturas, una sobre otra.
Aurora lo dejó y fue a saludar a otro de los pintores. No sabía su nombre, pero le caía bien. Era el mayor de la generación, el más alivianado. Tenía experiencia en el mundo del arte: no se tomaba nada demasiado en serio. En aquel momento, pintaba grandes rostros de artistas pop: Bowie, Freddy Mercury, Bob Marley, Presley, Madonna. Se veían poco elaborados, no tenían sombras ni matices, el fondo era un color sólido. Parecían imágenes en alto contraste. Aurora le preguntó de qué iba la serie y él le respondió que se llamaba Abandonado el edificio. Ella sonrió, condescendiente.
Por fin, Leo dio su trabajo del día por terminado y se fueron juntos a su casa. Platicaron, como siempre: sobre arte, sobre los artistas, sobre cómo se podría vivir del arte, sobre el futuro. Aurora no se preocupaba demasiado, porque no tenía pretensiones. Mientras encontrara un buen trabajo todo estaría bien. Pero Leo era un caso. Se sentía distinto, único, una especie de elegido. Quería sobresalir y no lograrlo le amargaba el carácter. Quizá era lo que atraía a uno del otro: su forma tan distinta de ver la vida. Algo tenía su amor de voraz: había surgido de una admiración mutua y el deseo velado de obtener algo del otro. Aurora quería adentrarse a ese mundo de riesgos, de incertidumbre. Había crecido demasiado solapada y sobreprotegida. A Leo le pasaba lo contrario. Buscaba de dónde sostenerse. Así seguía su relación, un poco a la deriva, entre el sexo, los porros, las cervezas, la cruda, las drogas. Las pastillas y los ácidos eran una buena costumbre: llegar a casa de alguna fiesta, coger, fumar, coger de nuevo y platicar hasta que el sol los sorprendía, desnudos bajo las sábanas. La piel de él era cálida. Eso a ella la reconfortaba.
Por fin, días después, fueron las muestras finales. El chico que había pintado los cuadros con los brillantes rostros de estrellas pop los destrozó con una guitarra eléctrica.
II
El tiempo seguía y Aurora también, pegada a ese grupo de personajes extraños que dedicaban su tiempo a pintar, dibujar y esculpir. Ella salía a prisa del servicio social para verlos y regresaba a su casa tarde, con el pretexto de unos cursos de idiomas.
Pasó entonces lo de los muffins. Fue un día que había peleado con Leo por cualquier cosa, y creyó que sería una buena forma de reconciliarse. Le compró a una conocida una buena cantidad de panqués mágicos. Pidió permiso para quedarse con una amiga, como hacía siempre que iba a una fiesta que duraría toda la noche.
Convocó a los compañeros del taller. A esas alturas, ya la veían como parte del grupo. Algunos, distraídos, a veces le preguntaban por su obra. Ella disfrutaba la confusión.
Hugo puso el sitio para la reunión. Su departamento estaba en la parte alta de un salón de fiestas, de los que se usan para quince años, bodas y bautizos. El salón lo conformaba un patio enorme, pavimentado, con una división entre el área de comida y la de juegos. Llegó mucha gente de la generación, incluso había invitados de otros talleres. Todos reunidos alrededor del pequeño y viejo carrusel que estaba al centro del patio. Algún videoartista llevó un cañón y puso videos musicales proyectados en la pared.
La chica que le vendió los panqués le advirtió a Aurora, y ella le hizo saber a todos en la fiesta, que se debían consumir con moderación. No obstante, pasó lo de siempre: comieron sin reparos al principio e incluso con ansias después, durante el intervalo en que el bocadillo parecía no haber hecho efecto.
En algún momento, en uno de los videos apareció una fogata; sonaba música electrónica un tanto lúgubre de fondo. A alguien se le ocurrió decir “estamos invocando al diablo”, en tono de broma. Ahí empezó un malviaje generalizado. Primero gradual, como ir adentrándose en un torrente de ideas. Después, el diluvio. Emociones, figuras, pensamientos, mareo, sensaciones. Aurora no pudo más y vomitó en el piso. El resto deambulaba por ahí. Unos chicos a su lado se besaban, inmunes al desastre. Un tipo corría atravesando el salón de fiestas, gritando que se iba a morir. Algunos, sentados y apoyados contra la pared, miraban hacia el frente, como si tuvieran la misma alucinación. Los pálidos caballos del oxidado carrusel en el centro del salón los observaban, como juzgándolos o riéndose de ellos, hasta que alguien se dio cuenta y los impulsó con la mano, con la intención de marearlos a ellos también.
Aurora entró al baño. Sentada en el retrete, percibía cómo el lugar se hacía más estrecho. Las paredes se volcaban sobre ella. Sintió que se le iba el aire. El malviaje, en cambio, no se iba.
Leo se peleó a golpes con uno de sus compañeros, el tipo que creía que se estaba muriendo. Al parecer, el muchacho tenía la sensación de que iba a desaparecer, de que su existencia se iba a anular como si alguien pudiera apretar la tecla suprimir y borrarlo. Entonces, interactuar con alguien, incluso a fuerza de golpes, reafirmaría y protegería su lugar en este mundo. Ese era su viaje. El enfrentamiento fue breve y torpe. Estaban puestísimos.
Por fin, alguien tuvo una buena idea. Uno de los chicos que se estaban besando quitó los videos y puso música en una bocina lo suficientemente grande para cubrir el lugar. Todos se fueron apaciguando de a poco, mientras escuchaban un tono suave, lento, instrumental, que al final se desahogaba y al tiempo le daba aire a los que se encontraban perdidos. Varios se acostaron en el piso, otros se recargaron unos en los otros. Los chicos volvieron a lo suyo. Aurora se acercó a Leo y lo abrazó. Él, con la nariz sangrando, miraba hacia delante, fascinado. Se volvió a verla y le susurró al oído sobre otras dimensiones, magia, seres extraterrestres, colores. Ella lo escuchaba y se sentía segura.
Al día siguiente, Aurora despertó de golpe. Leo dormía profundo. Estaban acostados sobre un sleeping, en la sala del departamento de Hugo. Hacía frío. Ella se incorporó. El piso se movía. ¿Seguía puesta? No, estaba temblando. La tierra estaba temblando. Hugo gritó y lo constató. Ella despertó a Leo y ambos bajaron las escaleras corriendo. Los sobrevivientes de la noche anterior, es decir, todos los del taller de pintura, estaban de pie alrededor del pequeño carrusel, sintiendo el suelo oscilar bajo sus pies, mientras los animales, de gestos macabros y decorados en tonos pastel, se balanceaban.
Algunos seguían puestos y ya nadie podía dormir. Varios se fueron a casa. Aurora propuso ir a comer algo. Leo, Hugo y otro par de chicos del taller de pintura la siguieron. Fueron a un puesto de tortas y jugos cercano. Después, alguien sugirió ir al museo. Les dio por caminar. Se fueron por una avenida larga que conectaba aquella vieja colonia con Ciudad Universitaria. Llegaron al museo. Entraron primero, por consenso, a la exposición de la tercera sala. Al parecer se presentaba algo famoso ahí.
Era un espacio pequeño, de paredes blancas y piso de madera. Al fondo había una especie de estanque, del que salían, gracias a una máquina, cientos de burbujas. Un niño jugaba a reventarlas y reía; su madre lo seguía de lejos. Aurora se disponía a imitarlo, cuando Hugo le señaló con la vista la ficha técnica. El jabón del que se alimentaban las máquinas, que no dejaban de expulsar graciosas esferas tornasol, había sido fabricado con el agua residual de la limpieza de sábanas usadas para cubrir cadáveres en una morgue. En específico, cuerpos no identificados, asesinados por el crimen organizado.
III
Aquellos meses fueron una excepción en la vida de Aurora. Un acercamiento intenso a otro lugar, otras personas, otras formas de entender el mundo, distintos a los que ella estaba habituada. Leo la obsesionó varios años después de que terminaron. Sin embargo, no había nada qué hacer. Cada uno vivía en un universo diferente.
Casi al final, hablaban poco, irritados. Había recriminaciones constantes. A ella le exasperaba escucharlo explicar teorías de conspiración todo el tiempo. A él le molestaba que ella no supiera nada de arte, que no le gustara salir a acampar o escalar, que fuera tan fresa. Cada gesto de ella que intentaba hacerle creer otra cosa, solo lo reafirmaba.
Una de las últimas ocasiones que salieron juntos, fueron a la inauguración de la exposición de una chica que no conocían. Iban sólo ellos dos: la generación de Leo había terminado las clases en la universidad, muchos habían vuelto a sus ciudades de origen. Él buscaba un sitio para su muestra individual, con la que se graduaría, y quiso aprovechar la exposición para conocer el espacio. Eran pocas piezas. Para romper el pesado silencio que últimamente se imponía entre ellos, Aurora hizo algunos comentarios sobre la exposición, basándose en lo poco que había aprendido sobre arte en los meses que llevaban juntos. La factura, dijo en voz baja, era mala: textos demasiado largos, videos borrosos y dibujos frenéticos, en tinta china. Leo no respondió.
Aunque Aurora se esforzaba, en realidad a esas alturas estaba cansada de las inauguraciones, los museos, estar rodeada todo el tiempo de hombres que se creían tan especiales. Le frustraba, además, que como ella “no hacía nada”, la excluyeran constantemente, como si no estuviera a su altura.
Leo saludó a un excompañero de la universidad. Aurora se fue, harta de quedar como siempre fuera de la conversación. Cuando volvió, su novio estaba solo y se notaba desconcertado. Le pidió que lo acompañara a fumar.
A esas alturas él ya forjaba sus propios cigarros: lió uno sentado en una jardinera de la pequeña plaza fuera del museo. Ella le preguntó si estaba bien. Él respondió que acababan de explicarle la pieza principal de la exposición. Los dibujos, tan rápidos y extraños, eran todos retratos de una sola persona: la mamá de la artista. Aurora se quedó callada. No se esforzó en mostrar interés.
Leo terminó de hacer el cigarrillo y lo encendió. Jalo y exhaló humo. Ese tabaco olía mucho mejor que el que acostumbraba antes. Aurora le había enseñado a liar y a fumar tabaco de bolsa. Odiaba el olor de la nicotina. “Al menos me recordará por eso”, pensaba, resignada. El fin se acercaba vertiginosamente: lo sabía por los gestos, por la lejanía implícita en cada palabra.
Él le pasó el cigarrillo y continuó explicando. Los dibujos eran representaciones de la madre de la artista. En realidad, del cuerpo de la madre de la artista. Su hija la había encontrado descuartizada en la sala. Y no había podido sino dibujarla. Cientos de veces.
Aurora se mantuvo impasible. Leo le dijo que quizá conocían a la muchacha de alguna fiesta: era apenas un par de años mayor que él. La madre, al parecer, fue activista. Su padre estaba ahora en un sanatorio mental. Ella, la artista, se había salvado por poco. Al final, incluso había terminado la carrera.
A Aurora se le humedecieron los ojos. Él se volvió para mirar a la gente que paseaba por el parque. Ella sintió el impulso de abrazarlo, pero no lo hizo.
Estuvieron callados un buen rato, hasta que Leo sugirió ir a tomar el metro. Se despidieron en un transborde.
De regreso, ella sola entre el bullicio, sintió que volvía a casa después de mucho tiempo.
Olivia Teroba (Tlaxcala, 1988). Escritora y editora. Su libro Un lugar seguro (2019), híbrido entre ensayo y autobiografía feminista, fue publicado en México por Paraíso Perdido y en España por Las Afueras. Sus cuentos, que exploran las repercusiones íntimas de la violencia social, están compilados en dos volúmenes: Respirar bajo el agua (Paraíso Perdido, 2020) y Pequeñas manifestaciones de luz (Dharma Books, 2021). Forma parte del proyecto editorial Osa Menor. (Foto de perfil: ©Raúl Campos y Essene Hernández/Estudio Paraiso MX)