Tomás Enrique Carbone
Ilustración por Juan Vázquez
El acontecimiento que relatan las secciones sucesivas tuvo lugar una semana antes de que Chile y una generación entera cambiara por completo. Aún no puede precisarse si los cambios son o serán definitivos. Las fronteras estaban abiertas, pese al futuro que se vislumbraba y a los vaticinios de los expertos en salud pública. El coronavirus aún no aterrizaba, o si lo había hecho, aún no se sabía. A los pocos días, la profecía de los anuncios comenzó a cumplirse; los alcances son todavía insospechados.
Apenas unos meses más atrás en el tiempo, parecía que estábamos ante el momento más importante de la historia contemporánea en Chile. Esto se escribe, tal vez, desde el momento más importante de la historia reciente del mundo.
Nuestra generación no conoció de crisis directamente, todos los padecimientos del siglo XX los habían experimentado nuestros padres o abuelos y solo nos llegaron referencias. A nosotros, o a algunos de nosotros, nos tocaron las bondades del libre mercado y la apertura de este modesto país al mundo, con sus Datsuns, Kyotos, malls y McDonalds. En treinta años, evolucionaron y se derrumbaron las ilusiones que vendía ese mismo sistema, se condensaron en un malestar generalizado la desigualdad, el individualismo, la falta de empatía de las clases dominantes, y presenciamos directamente el “estallido social”, detonado por jóvenes que se negaron a pagar treinta pesos más en su pasaje de metro y decidieron, en cambio, saltar los torniquetes. Un verdadero momento histórico, un quiebre institucional: desde el 18 de octubre nos quedamos una semana de noche encerrados, en toque de queda, algo que solo habíamos escuchado por boca de nuestros padres. Estábamos ansiosos, nerviosos, impotentes y asustados ante la incertidumbre, escuchando día tras día cacerolazos y noticias sobre saqueos, incendios y violencia desperdigados aleatoriamente por Santiago y varias ciudades de Chile. El 8 de marzo fue, hasta este futuro en donde escribo, el último acto masivo y público desde el 18 de octubre de 2019, el 18-O, y, aunque los acontecimientos que se amalgamaron no comparten un mismo origen, es difícil separarlos. Por eso, esto no se trata del 18-O, ni de la pandemia.
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Salgo de mi casa con una leve resaca, irónicamente después de una despedida de soltero tan tranquila como podría de ser la de un grupo de vírgenes coleccionistas de estampillas. Aunque esta vez el riesgo de excesos impropios fue nulo, incontables son las historias en que la bajeza masculina roza la peor de las miserias, realzada en contraste con las injustamente silenciadas dignidad y valentía de bailarinas y prostitutas, trabajando expuestas ante la posibilidad de las peores expresiones gregarias de hombres sexualmente reprimidos y ebrios. Con ese recuerdo y sus secuelas frescas, emprendo camino hacia abajo, desde la comuna de Providencia. Lo que pase este día es de esos acontecimientos que no quiero conocer por referencia de terceros, necesito estar ahí y percibir directamente el ambiente, sin editar por medios de comunicación masiva ni los sesgos de las líneas editoriales de un periódico, partidos políticos o redes sociales. Rozar aquellos detalles que jamás podría transmitir un noticiario, una nota de prensa ni aquello que me pueda contar incluso una testigo directa.
En el camino, a pocas cuadras de mi casa, me detengo en un mural de arte callejero que muestra una mujer de espalda, en escorzo, a medio cuerpo o en plano americano. Apenas se adivina su perfil encima de la curva suave del cuello, sobre el que descansa su pelo castaño, tejido en una trenza abundante y larga, que se proyecta imaginariamente donde termina el mural, a punto de salir en tres dimensiones hacia la vereda. Ya en Providencia, uno de los tantos nombres de la principal avenida de Santiago, que cruza la ciudad de Cordillera a mar, si bien se ven algunas mujeres con pañuelos verdes y morados, son pocas y podrían estar tanto yendo como retirándose de la marcha, que ya lleva más de tres horas. Nada cambia hasta Eliodoro Yáñez, donde la avenida está cerrada. De a poco son más mujeres las que caminan, prácticamente todas por el parque, hasta Seminario o Salvador. El primer atisbo de marcha aparece a la altura del Café Literario, en el monumento con forma de tajamar que hay bajo una gran encina. Ese lugar sobre la avenida, como una pequeña ágora junto al estacionamiento que se abre atrás, rodeado de pimientos y jacarandás, se ha convertido en un escenario típico desde el 18 de octubre a la fecha. Casi a diario un grupo musical tocaba a todo volumen un repertorio de música política, justo al frente, desde un cuarto piso de un edificio vecino. Al otro lado, algunas mujeres se reúnen mientras una banda toca batucadas y canta algo que no me detengo a distinguir. La mayoría avanza hacia Plaza Italia entre los árboles y puedo seguir en la bici sin problemas hasta la altura del Museo de los Tajamares, o lo que queda de él: antes subterráneo, hoy es un sitio baldío, sepultado por obra de la Intendencia o la Alcaldía, secuela del estallido. También abundan vendedores ambulantes, sánguches, fajitas, hand roll, cervezas y merchandising variado del Perro Matapacos, bandanas multicolores, serigrafías combativas y revolucionarias. Todo se mezcla con el 18-O. Es casi lo mismo que cada viernes o cualquier día de la semana desde octubre, con una diferencia sustancial: no se ve ningún hombre, todos han obedecido, o sido relegados por sus respectivas parejas. He llegado a la tierra de las Amazonas, y no es una isla, como dicen los mitos que pretenden justificar la hegemonía masculina desde tiempos inmemoriales. Hay otra diferencia enorme: Plaza Italia no es, como durante los últimos cinco meses, un campo de batalla, no se percibe ningún tipo de violencia. No hay barricadas, cobradores de peaje amenazantes y delincuenciales, encapuchados de ropa negra y semi punk ocultando sus identidades, miembros de carabineros, ni humo; no me arden la garganta ni los ojos por los gases lacrimógenos, aunque más tarde me enteraré que desde temprano rociaron a las asistentes, pero que ellas resistieron. Pese a las agresiones injustificadas, no se dejaron diluir ni tampoco recurrieron a la violencia de vuelta, suprimiendo y venciendo a la vieja estrategia de la provocación. Desde ahí al poniente, las calles de Santiago están —literalmente e incluyendo la rotonda de Plaza Italia donde termina Providencia y empieza la Alameda, las 4 vías de cada calzada de la Alameda, las tres vías de Merced que bajan bordeando el Parque Forestal y Parque mismo— abarrotadas de mujeres.
Aunque todo es pacífico, estoy alerta y tenso. Trato de no mirar a ninguna directamente, soy un invasor y la prohibición de asistencia masculina sigue vigente, pese a la hora. Hacer contacto visual podría ser considerado una falta de respeto. Voy rápido, esquivando torsos en la bici y luego a pie. Avanzo tan invisible como preveía, directamente por la Alameda y bajando junto al gran edificio del Centro Cultural Gabriela Mistral. Todo está lleno de colores y cuerpas, vestidas, pintadas, semi desnudas, desnudas, de todas las edades, aunque en su mayoría grupos de amigas jóvenes de entre veinte y cuarenta años. Ocasionalmente hay madres con hijas, abuelas, o solas. Debemos estar a unos treinta y tres grados y no existe la sombra de nada; a las dos y media de la tarde, el sol entierra todo en el piso de cemento. Los mensajes están escritos sobre las cuerpas de todas las texturas, colores y tamaños, llevan consignas incontestables: Yo decido, es mi cuerpo, Nunca más, No más miedo, Territorio feminista, Arriba el matriarcado, Soy fuerte, soy mujer, No es no, Ahora decido yo, Ni machismo ni feminismo, Yo perreo sola, Por el derecho de caminar sin miedo, Mi cuerpo mi territorio, Que te la chupe Siri, Nos queremos todas, Que lo único violento sea el perro, Me demoré treinta años en disfrutar mi sexualidad, Marihuana legal, Aborto libre, Estado plurinacional, Nos quitaron tanto que acabaron quitándonos el miedo, Me cansé de tener que preguntarle a mis amigas si llegaron bien, Conocí mi clítoris después del divorcio, Hoy no camino sola, Estás preciosa cuando caminas por tus derechos, y un infinito de leyendas y versos escritos sobre cuerpas, pancartas y lienzos. El colorido y la enorme variedad de capuchas, las muñecas envueltas en pañuelos siempre verdes o morados, los cánticos y sonidos de tambores dan un aire festivo, pero también guerrero. Es un carnaval que recuerda esas fiestas que se desparraman por el altiplano, con brillos y lentejuelas, pero no es un espectáculo. Es privado y solo para ellas o, en el caso del resto —hombres heterosexuales—, para ser presenciado a distancia, por medio de fotografías o pantallas, intocable, incomprensible. Días después, una asistente me contó lo que sentía mientras un fotógrafo disparaba en frente de una de las coreografías: rabia por la presencia de esa persona, un invasor, invitado de piedra, aprovechándose para sacar fotos de algo para lo que no tenía permiso, que no era para él.
Más que un aire a fiesta, se siente como el previo a una batalla. La marcha, en estricto rigor, es parte de una lucha, aunque en ella se ausente la violencia. Tal vez por la densidad que ha tomado el movimiento durante casi cinco meses de tensión y de violencia física en el país. No es una fiesta liviana, no hay una gota de superficialidad, es igualmente un ambiente de batalla, un lugar en que se revelan las más profundas convicciones y donde hay un enemigo que ha obrado subrepticiamente, silenciando y ahogando a las mujeres a través de siglos y milenios. Tal vez porque los valores en juego no requieren identificaciones partidistas ni nacionalistas, cualquier etiqueta sería mezquina e injusta. Además, nos encontramos sobre el campo de batalla en que la lucha social se ha manifestado durante los últimos meses en Santiago: toda la infraestructura del entorno de Plaza Baquedano y Plaza Italia se encuentra en ruinas, y aquí literalmente combaten, casi a diario, el Estado y sus fuerzas policiales contra los “primera línea” y todos los manifestantes, sin mucha distinción. El ambiente, en días como estos, no puede ser festivo, hace meses que no hay nada que celebrar. Y las mujeres, quizás desde el cuento de Adán y Eva, tampoco tienen nada que celebrar, al punto que una felicitación en este día es un gesto anticuado que resiste las transformaciones necesarias, además de ser un merecido objeto de reproche.
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Pocas cuadras hacia abajo de Plaza Italia, el monumento a Carabineros de Chile, se ha convertido en un fuerte con muros de contención al más puro estilo Muro de Berlín, planchas de hormigón armado apenas unos metros más bajos. Las capuchas, esta vez de ambos sexos, no tienen fines lúdicos: como un recordatorio de que el estallido social sigue ahí, quieren ocultar su identidad y protegerse la cara con máscaras y antiparras. Tiran piedras y objetos contundentes hacia el interior del fuerte que han armado los policías. Algunos carabineros, dentro del fuerte que observo a través de una perforación en las junturas de las paredes de concreto —protegidos en grupo detrás de escudos—, menean sus protectores púbicos en un gesto provocativo y lanzan piedras con una onda de vuelta. Un fotógrafo veterano me advierte de los hondazos tan pronto me asomo por el hoyo que hay entre las paredes de concreto derruido. “A tu señora se la están culiando en la casa, paco maricón culiao”, “Soi tan weón que Chadwick se está comiendo a tu mina, sacowea”, la clase de insultos colegiales que escucho mientras los oficiales corren en fila o asoman los movimientos obscenos de sus genitales armaduras tras una palmera.
Este es el único lugar en toda la marcha donde hay más hombres que mujeres. La diferencia en la motricidad de los lanzamientos deja en evidencia quienes son hombres y quienes son mujeres: ellas no pasan de un par entre una veintena.
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Intento seguir hacia abajo, pero el lugar es intransitable, así que me devuelvo buscando una vía más rápida. Llego otra vez a Plaza Italia para entrar hacia el centro por el Parque Forestal, a través de una columna femenina paralela a la principal. Camino por Monjitas hacia el poniente, paso junto a otro de los murales con una chica de pelo trenzado en dos trenzas rubias que se unen al final, también de espaldas, con un vestido escotado por atrás. Merced está llenísimo y avanzar a pie empujando la bicicleta, es difícil. Esquivo mujeres mientras observo y me concentro en la invisibilidad. Días después, otras asistentes me contaron que de verdad la marcha no avanzaba y que pasaron largos tramos caminando apenas a pasos o sencillamente detenidas bajo el sol inclemente. Una de ellas relató que pidió una guagua prestada, no para ayudar a la madre con el peso del crío, sino para obtener por un momento derecho a un pedazo de la mínima sombra proyectada por los edificios.
Sigo por calle Santa Lucía intentando alcanzar la Alameda, pero es imposible; solo puedo ir al ritmo de la masa de mujeres que caminan al costado del cerro Santa Lucía, donde emergen algunos autos absolutamente extraviados. El conductor de una camioneta cuatro por cuatro, con calcomanías de Pichilemu y Punta de Lobos, se hace el galán y se gana los gritos de un grupo de trigueñas que caminan a lo largo de la calle y delante del auto, con mensajes escritos sobre los torsos recién bronceados en el litoral central. “Ahueonao”, le dicen en un merecido insulto, mientras ofrecen el dedo medio al conductor, serio, detrás de los vidrios cerrados y unos anteojos de sol fotocromados. Dos de ellas llevan un peinado que parece estar de moda, una trenza doble que nace de cada costado de la cabeza desde encima de las orejas, al estilo Lagherta o alguna guerrera vikinga. Salgo de ahí cortando por una calle diminuta y vacía, donde algunas se arman un pito sentadas en la cuneta, bandanas al cuello. Entre los edificios altos del centro, ya cae algo de sombra y corre una brisa aún breve e insuficiente.
Me devuelvo por Miraflores hasta Agustinas y por ahí bajo sobre la bici contra el tránsito. En estas calles paralelas a la de la marcha, se ven algunos hombres más, la mayoría junto a mujeres o en bicicleta y tenida deportiva. Intento entrar por San Antonio hacia el sur, pero en calle Moneda, una cuadra paralela a la columna de la Alameda, no cabe nada ni nadie más. A lo lejos se escucha una sirena, acercándose mientras me devuelvo. En la esquina de Agustinas espero a que pase ese sonido. El volumen se intensifica al mismo tiempo que los gritos en contra de Carabineros. A toda velocidad, pasan un Camaro verde y enjaulado, un pequeño bus blindado y un camión largo en que acarrean los caballares, este último brutalmente lapidado mientras se escuchan gritos de pacos culiaos, asesinos y más improperios. Pasan tan rápido que apenas veo atravesar la estela verde y el brillo de las balizas. Hace cuatro meses los Carabineros, después de mutilar los ojos de cientos de chilenos, son el principal objeto de insultos —tanto, o más, que el Presidente “genocida”—. Las sirenas se alejan y todo vuelve a la aparente normalidad.
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El día por sí solo, en los últimos cinco años, ha ganado un espacio sagrado como momento de visibilización de los derechos de las mujeres. Cada año se rompe el récord de asistencia anterior y las chilenas se han convertido en una referencia para todo el mundo. Según Carabineros fueron doscientas mil, según las voceras del movimiento feminista, dos millones. La cifra de Carabineros no resiste revisión. La otra puede ser exagerada, pero no parece indudablemente falsa. Cada diario, cada oficina gubernamental y cada movimiento social u organización política determina la cifra a conveniencia. Así que puede considerarse como una cifra cercana a la real, el cálculo de la policía multiplicado por cuatro o el cálculo de la izquierda —en nuestro caso las representantes del movimiento feminista—, dividido por dos y medio (1). No resulta insensato suponer que durante todo el día superaron el millón por algunos miles o más, y la fórmula citada se ajusta a ello. Cientos de miles más o cientos de miles menos, la cantidad era sobrecogedora, las vestimentas, las cuerpas bajo el sol, la libertad con que las mostraban, la tranquilidad que se sentía incluso pese a la tensión: todo era pacífico. Ellas caminaban tranquilas, sin preocuparse de que les robaran, las acosaran o las miraran. Luchando y denunciando, con razón, después de años de inequidades e injusticias. Y yo, incluso en el ambiente campal, expuesto a la posibilidad de ser descubierto y denunciado como intruso o ser objeto de algún cántico, percibo un ambiente de completa seguridad, único y diferente al de cualquier otra marcha masiva en la que haya participado, más seguro incluso que si estuviera caminando por ese lugar, el mismo que he transitado cientos de veces en días y años consecutivos casi ininterrumpidamente, a todas las horas del día, como si la lucha estuviera desprovista de toda violencia o peligro en el cual deba poner precavida y desconfiada atención.
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En mis intentos de llegar a la marcha, o apenas a su periferia, nuevamente me alejo para acercarme. Una vez más, me devuelvo hacia el norte, hasta que logro llegar a La Moneda, rodeándola varias cuadras hasta San Martín y subiendo por la Alameda, igualmente llena solo de mujeres, en la calzada sur, hasta Teatinos. En el camino, con la bicicleta junto a mí, se escuchan cantos dirigidos a los hombres que están en el lugar; “fuera los machitos” y “los pololos pa’ la casa” son los más típicos. Envuelven cierta sorna pues no son disparados al aire, van teledirigidos a hombres intrusos que acompañan a alguna mujer y sin duda se sienten interpelados. De alguna manera logro seguir invisible. Enfrento Palacio desde Paseo Bulnes con Padre Alonso Ovalle. La bandera chilena enorme flamea contra el cielo, pesadamente, como si estuviera flotando dentro de una marea invisible bajo un viento que apenas se la puede. Me detengo un momento. A unas cuadras de distancia escucho la marcha, pitos, aplausos, veo avanzar sus pancartas y cabezas, con Palacio, la bandera y el cielo como telón de fondo, sobre un punto de fuga circundado por edificios gubernamentales en cuyas paredes todavía se observan las marcas de balazos, como petroglifos que quedaron desde el Golpe de Estado. Imagino la casa de gobierno como un monumento abandonado, vacío y triste dentro de los cercos que la aíslan hace meses, observando silente a tantas mujeres, cantos y colores. En un gesto de inocencia provinciana, quizás extinto, hace pocos meses atrás el Palacio de la Moneda y sus patios se podían atravesar a pie tal y como una más de las galerías y pasajes de Santiago Centro.
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Por el lado sur, comienzo a emprender el camino nuevamente hacia arriba, en contra de la columna principal de la marcha. Subo hasta calle Zenteno, donde las marchantes gritan cánticos a carabineras abstractas, recordando la cercanía de un cuartel que hay en los edificios aledaños. “¡Puta! ¡maraca! / pero nunca Paca”, algo que parece decir “Paco sexy paco sexy” o “Paco perkin, paco perkin” (2), “¡Paaaaaco, conchetumaaaaare / asesiiiiiino igual que Pinocheeee!”, son los más comunes. En una esquina, dos carabineros sin casco, apoyados en sus escudos de acrílico reforzado, sonríen a los grupos de mujeres que pasan. No parecen risas burlonas, ni esas de psicópata drogado que se han visto en algunas fotos divulgadas desde el estallido. Tampoco son guardias del Palacio de Buckingham, a veces no queda mucho más que reírse un poco si eres blanco de insultos sistemáticamente durante meses. La mayoría canta y pasa con indiferencia, algunas hasta saludan o sonríen de vuelta, pero algunos, sobre todo hombres, denuncian esas sonrisas como si fueran de hecho las de un psicópata. “¡Asesinos culiaos!”, “¡Pacos culiaos!” “¡que se ríen asesinos conchetumare hijos de la perra!”, gritan, con verdadero odio. A lo largo de la calle, hay un zorrillo, un bus, una furgoneta y otro automóvil. Me fijo en lo que ocurre dentro del zorrillo, cuya puerta estilo caja fuerte está entreabierta. En el pick up achatado y oscuro se alcanza a distinguir un envase rectangular de aluminio, tapado, una cuchara desechable y las piernas acorazadas de un tortuga ninja (3). ¿Cuál será el almuerzo? ¿porotos con riendas, una chuleta con puré, unas humitas con tomate? Más atrás se ven los cilindros, mangueras y llaves del gas que expele el zorrillo. Y un desorden como de taller mecánico, grasoso, un mesón lleno de piezas metálicas viejas o nuevas, tornillos, restos y herramientas. Afuera, dos chicas perrean junto a la luz delantera derecha, bailando hasta abajo y chocándose las nalgas con las manos en la cabeza y gestos eróticos. Se escuchan unas piedras impactar contra el zorrillo y más insultos. Mientras fuerzas especiales almuerza, una chica enmascarada en felpa púrpura y los senos abundantes y cónicos descubiertos se acerca y le hace un twerk, azotando con el culo la parte frontal del capó enrejado, como si se fornicara al zorrillo, mientras sus pezones furiosos suben y bajan. Se retira cantando, alentando la marcha con el brazo en gesto de barra futbolera, y una botella de cerveza estalla contra el auto por el lado del chofer. Cientos de astillas de vidrio verde salpican hasta el otro lado y se desparraman a mis pies. Desde adentro, el carabinero habla por altavoz, pidiendo que por favor, no lancen objetos ni afecten la calma de la marcha, advirtiendo que de lo contrario van a tener que actuar. Es evidente que ninguno de los carabineros que están ahí, a menos de cinco o diez metros, quiere realmente actuar. Unas piedras no lo merecen y es horario de colación. Después del botellazo me alejo un poco de la esquina y alcanzo a ver lo que ocurre en la furgoneta, de esas para doce o más pasajeros, unos metros más retirada en la vereda opuesta. En la parte de atrás, con las compuertas abiertas, cuatro carabineras de las Fuerzas Especiales esperan o solo descansan. Dos están sentadas adentro, una en el tapabarro y otra, de pie, se apoya en la puerta abierta. Llevan una armadura de kevlar que incluye botas, rodilleras, protección toráxica y coderas. Tres whatsapean o miran sus celulares mientras conversan. La que no lo hace, sentada en el interior, está trenzando el pelo de una de sus compañeras, la del tapabarros. No la trenza básica que podría hacer un hombre, de a tres, esta es de las difíciles, de espiga o de cola de pez o francesa, densa y firme. Observo a las demás, una lleva una cola gruesa, negro azabache, trenzada a tres cabos que le llega hasta el final de la espalda, rígida y perfecta, una soga que podría amarrar un buque a un puerto. La otra lleva el pelo tomado como cola de caballo, castaño oscuro y brillante, espera su turno. La primera afirma cada mechón con delicadeza y pasa los demás por encima y por debajo, al ritmo pausado que requiere trenzar, cuidando no soltar ninguna de las partes de pelo, ninguna hebra de seda. Sus caras están completamente despejadas y llevan lápiz labial en un tono rosado suave o granate. Conversan y chatean. Quisiera saber de qué hablan, sobre cómo hacerse trenzas, de las citas que tuvieron el viernes o el sábado, el meme que comparten, los útiles escolares que compraron para el primer día en el colegio o en el jardín de sus hijos, de sus hermanos, la enfermedad de algún pariente, cómo van a cubrir los gastos de este mes. ¿Qué pensarán cuando les gritan “¡puta, maraca / pero nunca paca!”? ¿O “¡la paca, jalera / no es mi compañera!”? Quiero registrar estos instantes en fotografías, esos espacios breves y al margen de las protestas, la fuente de aluminio con porotos, una mujer haciendo un peinado a otra en la hora de almuerzo. La foto pareciera ser el mejor medio para ese registro y aunque no tengo cámaras profesionales, sí llevo una en el bolsillo. Registrar los segmentos de la trenza azabache de la que está afuera, cómo avanzan y destellan bajo el sol, cada hebra brilla, ardiente entre los edificios de cemento y nulos árboles. Me miran raro y siento vergüenza, quizás si fuera fotógrafo me costaría menos preguntar para acceder a esos lugares íntimos; aunque no les importa que se las tome, están acostumbradas a que les saquen fotos. Desde el 18-O han sido objeto de tantas fotos que buscan delatar algún procedimiento incorrectamente aplicado o ilegal, en el afán denunciante y lleno de policías morales que hoy invade todos los espacios, alentado por las ganas de viralizarse, de convertirse en caza noticias, de ganar unos likes que ya les dan igual. El zoom de mi celular no alcanza a mostrar los detalles que me interesan, estoy a contraluz y el brillo a las tres de la tarde es implacable, la imagen está llena de manchas. Me devuelvo y les pido sacar una foto de cerca, pero eso, me dicen, no se puede. Las manos siguen tejiendo esos cabellos, las líneas de los dedos, el barniz de uñas avanzado, un pedazo de ropa verde, unos parches que indican Cbo. 1° Tapia, Sgto. 2° Godoy, Cbo. 2° Madrid, Sgto 1° Sepúlveda pegados al uniforme con velcro. Cabello y manos, nada más. No voy a regresar, ya tengo todo registrado. Tampoco importa, las fotos no revelan el calor, el olor ni el sonido. Soy invisible. Para mirar no necesito pedirle permiso a nadie, aunque sea lo que ocurre mientras desaparezco tras la puerta blindada del zorrillo o en la parte trasera de una van de carabineras. Entro en el furgón y me siento en silencio. Soy invisible y escucho. Hablan de su día jueves o viernes o sábado, peinándose, consternadas por el femicidio de su compañera Norma, quien semanas atrás esquivaba junto a ellas bombas molotov en Plaza Italia, en manos de un subteniente, haciéndose trenzas como guerreras de sangre araucana que van a quedar bajo un casco o una gorra, que van a llegar a desatarse a casa, antes de abrazar a sus hijos de padre ausente, o a preparar la cena para una pareja que no sabe dónde tienen el clítoris ni cómo tocarlas, a repeler a su pareja en su propia cama, o conversar con su madre, cuando bajo el chorro de la ducha se quiten la sal de los gases, cervezas, escupos u orines, todo lo que cabe en una bomba de agua o de pintura y los insultos lanzados sistemáticamente algún viernes de octubre o el día de esta marcha.
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(1) La fórmula no es mía. Fue anotada por Norman Mailer (valga la ironía) en 1967, ante la dificultad de contar con precisión una multitud humana a propósito de su relato de la Marcha sobre el Pentágono en protesta a la Guerra de Vietnam.
(2) Lo segundo parece más adecuado, perkin es una palabra del coa o jerga carcelaria que refiere a una persona sumisa, un empleado o súbdito de algún maleante con más poder, alguien novato o débil.
(3) Carabinero de las Fuerzas Especiales.
Tomás Enrique Carbone Vidal (Santiago, Chile · 1985) desde 2013 ha participado en diversos talleres de escritura creativa, entre ellos como becario seleccionado para el taller de Pablo Simonetti en la Universidad Finis Terra. Cuentos de su autoría han sido publicados en Revista Paula y De Cabeza. Autor de Fabulario, libro-objeto con ilustraciones de Paz Román. Abogado de la Universidad de Chile, ha ejercido por la defensa de los consumidores en litigios colectivos.