Pintura: Ekaterina Popova
Sucedió un domingo. Día santo. Y a la hora primera. El sol de las doce. El que nos hizo querer volver de prisa a casa. Yo no quería irme a la mía. Esa mañana, Valentina y yo la habíamos pasado genial en misa. Habíamos estado jugando a cambiar la letra de las canciones que, de tanto repetirlas, ya nos sonaban a partituras vacías, listas para ser llenadas con todo lo que a la lengua pudiera ocurrírsele. Nos pasamos todo el servicio colmándonos la garganta con el mejor tipo de risa: la que se aguanta. De vuelta en el barrio, no quise interrumpir la diversión y decidí irme un rato a su casa a esperar a que pasara el calor insoportable.
Valentina, Marcelita su hermana, su madre, la vieja gata Michu y yo estábamos charlando animadamente y tomando limonada cerezada en la sala de toda la vida, iluminada con ese bombillo de luz amarilla del que todos en la casa se quejaban, pero que a mí me gustaba, por pura costumbre. Cortinas color crema atravesadas por la luz del día, los sofás de flores con olor a naftalina, las flores y la naftalina. Nuestros temas de conversación iban desde el reciente matrimonio de Jennifer López hasta la feria de ciencias de la semana siguiente, pasando por los muchachos del salón, que de un día para otro se habían vuelto lindos (bueno, algunos), la profesora de química que se había caído por las escaleras antier, y la necesidad de otra gata más joven. Cuando hablábamos de los muchachos (de los nuestros o de los de J Lo), nos turnábamos para taparle los oídos a Marcelita y la obligábamos a que cantara en voz alta LA LA LA LAAA, para asegurarnos de que no escuchara ningún comentario destinado solo a gente mayor. Marcelita se molestaba cada vez que esto sucedía, pero escuchar el sonido de su propia voz con los oídos tapados le divertía y sonreía con nosotras, como si, de todas formas, nos escuchara. En cuanto a Valentina y a mí, nos daba cosquillas la complicidad con que desde hace poco Doña Susana, la mamá de mi amiga, participaba de aquellas charlas, que antes solíamos ocultarle.
De repente, escuchamos todas unos pasos y las voces y las risas se fueron apagando. Los pasos pertenecían, como lo esperábamos, a Don Alberto, el padre de Valentina y Marcelina, y el esposo de Doña Susana. Hubiera podido creer Don Alberto que estábamos hablando pestes de él, pues su presencia provocó en el ambiente exactamente lo que provoca cualquier hombre que da un paso y entra sin permiso a un medio día lleno de cuatro mujeres y una gata. Don Alberto advirtió el silencio súbito y soltó una risa que me pareció desproporcionada. Noté que aplaudía mientras se reía y que llevaba las manos sucias, seguramente por el trabajo. Esto me molestó. Lo demás en él era igual: la misma camisa blanca de tiras medio trasparente que dejaba ver sus brazos, los mismos jeanes viejos que no le sostenían la barriga, los mismos zapatos negros con suela desgastada. Nadie rio con él, entonces decidió ofrecerme la mano y decir mi nombre con sorpresa, haciendo como que me acababa de descubrir allí, sentada, en medio de su casa. Esto me hizo sonreír un poco y por eso le di la mano, abiertamente, haciendo caso omiso a las manchas de grasa negra. Don Alberto procedió ahora a hacer una coreografía que ya conocía yo muy bien, pues la repetía cada que se encontraba en una habitación con “sus mujeres”, como él solía llamarlas. A Doña Susana le besaba la mejilla, que ella acercaba a los labios de él medio a regañadientes y con evidente incomodidad por la demostración de afecto frente a nosotras. Y entre más ella procuraba alejar la cara para acortar todo lo posible la duración del beso, él le agarraba la cabeza con más fuerza y la sostenía contra él. Y el beso era largo. Luego pasaba a besarle la frente a Valentina y la punta de la cabeza a Marcelita, porque era difícil hacer que esta última levantara la cabeza del todo y le prestara atención.
Don Alberto se quedó apoyado luego contra la pared. Había decidido, contra toda costumbre, quedarse. Pasado un rato, la conversación se reanudó, pero ya no era lo mismo. Me propuse echarle una mirada de desprecio y, cuando lo hice, descubrí que se había sentado en el sofá y que su mano se perdía en la longitud de la espalda de Marcelita. Estaban sentados ligeramente detrás de Valentina y su mamá, al frente mío. Intenté, con mucho disimulo, echarme hacia un lado: quería develar su mano. Vi que él trazaba círculos justo por encima del borde de los shorts de Marcelita, sobre el pedazo de piel que su camisa no cubría. Y de repente, deslizó uno de los dedos por entre las nalgas de su hija. Bajó en una línea decidida y torpe y luego regresó sobre su camino más exacto y lento. Marcelita no se inmutó. Sentí un timbronazo en la cabeza, como si una campana que tuviera dentro acabara de ser golpeada por primera vez. Cuando volvió a salir el dedo, vi que había ido dejando un trazo de mugre ligera en la piel morena de Marcela.
En cuanto levanté la cabeza, los ojos de él se volvieron hacia los míos al mismo tiempo. Me puse de pie apresuradamente, di casi un sobresalto y Doña Susana se asustó. Tuve que ofrecer varias disculpas, hasta me reí de antemano por mi repentina prisa, hasta le alcancé a tirar besos a Valentina de salida. Sabía lo que venía, porque había venido antes. Por eso tenía que correr. Y llegó antes de lo que esperaba. El corazón se había propuesto hacerme daño, golpearme por dentro. La sangre se reunió, con él, toda en mi cabeza. Me llevé una mano a la cara y me la imaginé hinchada antes de tocarla. Una inundación de sangre, que me dejó los dedos de las manos sin cobijo: los sentí vacíos, y me hormigueaban, como si alguien me jalara la piel hacia abajo. Fue como si estuviera hecha de pintura fresca y una mano gigante me hubiera vuelto un borrón al pasarme el dedo por encima. Decidí sentarme, allí mismo, en el asfalto, y esperar a que la generosa quemazón del sol en la nuca y los hombros me obligara a levantarme otra vez.
Sara Abadía Alvarado (Colombia, 2000) es Literata graduada de la Universidad de Los Andes en Colombia. En 2020, publicó su tesis de pregrado “Lectura por correspondencia: análisis de las cartas como ficción apelativa en tres novelas del siglo XIX”. Su artículo “Mito Desana” se publicó en las páginas de la Revista 070 y su cuento “Anamorfosis” fue elegido para ser incluido en la antología de este año de la Feria Internacional del Libro de la Ciudad de Nueva York. Posee una pasión multifacética por el lenguaje que incluye la escritura, la edición, la traducción y la enseñanza del español. Actualmente, es candidata al MFA en Escritura Creativa en Español en NYU, donde escribe su primera novela.