TEMBLOR ESENCIAL
Acudo con mi madre a una consulta de neurología.
Desde hace algún tiempo
le tiemblan más las manos. Las levanta:
sus dedos tintinean en el aire
tocando alguna música incierta
que yo imagino llena de recuerdos.
¿Cuánto creo saber sobre su vida?
Quizá no sepa nada, o quizá sí,
y por eso me llena de ternura
ver cómo intenta controlar el pulso.
Me fijo en la doctora, aún es joven.
Sus manos son bonitas y sus gestos pausados.
Tras llevar a cabo unas cuantas pruebas,
emite su diagnóstico: temblor esencial.
Así se llama, y con lenguaje claro
nos explica sus síntomas.
Por un momento dejo de escuchar.
Me acuerdo de las veces que sentí
que todo era intemperie, y de repente
el temblor esencial me invade:
ahora sé que siempre estuvo ahí,
en mis padres, en mí, como una herencia
que nadie quiere reclamar
por miedo a que la deuda sea inmensa.
Nos viene de muy lejos.
Al salir de la clínica,
le repito a mi madre lo que ha dicho la médica,
que no debe preocuparse.
Añado que no hay nada en esta vida tan esencial
como el temblor.
Y ella me mira con curiosidad,
como si sospechara que esa frase
va a formar parte de un poema.
ESPAÑA, APARTA DE MÍ ESTE TRAUMA
Los hay que te pronuncian con ardor.
Esconden tras de ti un orgullo vano y pueril,
pues sienten que tu sola voz
da sentido a sus vidas.
Otros, en cambio, tratan de evitar tu nombre.
Te llaman “el Estado”, o cualquier otro eufemismo.
Temen que su santísima y pura identidad
se desintegre por el simple hecho de nombrarte.
No sois capaces de llamar a España
sin dar arcadas o sin tener una erección.
Son solo eso, seis letras.
Un nombre propio. Punto.
El problema de España
quizá sea un trastorno del lenguaje.
A este país le hace falta un logopeda.
DÍAS SOVIÉTICOS
Días soviéticos,
grises y espesos como nieve sucia,
con edificios de hormigón sin vistas,
con trabajos patéticos y trabajadores
que sellan el futuro con desgana.
Días leyendo a Chéjov
mientras desfila el frío por las calles
con su fiel regimiento de penurias y miedo.
Aquí, en plena meseta castellana,
viven amaneceres siberianos
y atardeceres rojos.
Aquí, bajo este viejo corazón reaccionario,
late el espíritu soviético.
Días y noches de ventisca,
y estudiantes febriles
que se desnudan bajo una bandera
sin dejar de reír.
En cada beso aún recuerdan
el beso de Brezhnev.
Días entre vecinos maldicientes
que jamás te saludan
y que sospechan ya de tu vida solitaria.
Días de guerra fría
contra uno mismo
mientras esperas que llegue el verano
o tal vez un misil nuclear.
COMENTARIO DE TEXTO
Y entonces,
¿qué quería expresar el poeta cuando dijo:
“Mis días se adormecen en tus párpados
como el viento entre las colinas”?
¿Se estaba refiriendo
a un impulso de tipo erótico,
al deseo inconsciente de dejarse llevar
y sucumbir en otro cuerpo?
¿O simplemente estaba recordando
los bosques de su infancia
antes de irse a dormir?
¿Alguien lo sabe? ¿Lo sabía él?
Y si de veras lo supiera,
¿sería franco con nosotros?
¿No nos diría aquello que queremos oír,
que se trata de una reflexión
que va más allá de uno mismo,
y que trasciende al ser humano?
Pero el poeta ya no nos puede responder,
murió hace mucho tiempo,
tras llevar una vida bohemia y decadente
y bla, bla, bla.
Cómo íbamos, si no, a llenar todas esas páginas
que los libros de texto le dedican.
Entonces,
¿en qué estaba pensando
cuando escribió que el timón
era el dueño de sus tormentas?
Y al fin,
¿fue capaz de decir
lo que estaba buscando,
lo que en realidad él quería decir?
¿Lo dijo?
AUTOCONSEJO VESPERTINO
Deja ya de engañarte:
jamás habrá otro ser
que te ame con tu misma intensidad.
Pero no sufras:
tampoco encontrarás a nadie
que llegue a odiarte con igual fiereza.