No sé por qué me vino a la memoria la imagen de la española bailando flamenco encima del aparador de la casa de la tía Tina. Un tapete de ganchillo de base sosteniendo un recuerdo de un viaje a España, ¿o se la compró en un bazar para pretender haber estado en Sevilla? Lo cierto es que al ingresar al salón de pisos de madera era lo primero que resaltaba. Me transporté allí, donde las tablas resonaban al ritmo de los tacones y zapatos en punta de la tía. Pequeñita, movediza, no se quedaba quieta, tac, tac, tac iba de un lado a otro, llevando un florero, arreglando las copas, doblando las servilletas de tela (las de papel son solo para diario, solía decir), preparando todo para recibir a la familia. Tantas reuniones que pasamos en esa casa de la calle Conchitas, en la zona de San Pedro. No era una casa bonita, era más bien ófrica, sobre todo la entrada que daba a unas gradas anchas, al final de las cuales nos esperaba ella con una sonrisa. Apenas uno ingresaba sentía un olor muy particular, mezcla de cera Lorito y Arpege, su perfume favorito.
—Por fin han llegado. Ya suban que tengo todo listo— era su saludo. Le brillaban los ojos chiquitos, verdes, que se movían, como ella, de aquí para allá. Los labios pintados de rojo fuerte, sombras en los ojos color verde claro y el cabello castaño bambi, muy arreglado, denotaban las horas de ruleros y el esmero en su apariencia. Nunca usaba pantalones porque decía que no eran para petizas. Vestía trajes sencillos, normalmente de un solo color, porque creía que los estampados engordaban y la tía Tina cuidaba mucho su figura.
—No hay que engordar. Ese lujo se lo pueden dar solo las mujeres de pollera que tapan sus carnes con muchas enaguas. Nosotras, que somos petites y usamos vestido, tenemos que ser flacas.
Recuerdo sus manos pequeñas, redonditas como hallullas, y las uñas pintadas del mismo rojo de sus labios. Me parecían unas manos muy chicas para cargar una jarra enorme de plata llena de “Yungueño”, el cocktail que preparaba con cuidado y con el mejor singani (no dejaba de recalcar) todos los sábados que reunía a la familia en su casa. Decía que el cocktail no solo usaba el mejor singani sino las mandarinas de Chuchulaya, y había que aclararle cada vez que las mandarinas eran de Los Yungas (de ahí el nombre) y las chirimoyas eran las que venían de la finca de la familia en Chuchulaya. El singani lo compraba delante de la cárcel de San Pedro en los puestos de las contrabandistas. Esta era una de las características del barrio. Justo en toda la pared exterior de la cárcel había venta de licores a precios más baratos que en los supermercados. Doña Paulina era su casera y la tía Tina perdía un buen rato en la charla con su amiga.
—Buenos días señora Tina. ¿Cómo está? ¿Le doy lo de siempre?
—Hola Paulina. Qué frío que hace hoy. Parece que va a caer otra nevada. En agosto siempre hay una última antes de que empiece la primavera. Es la nevada de la Carmen. Sí, he venido a comprar lo de siempre, ese singani especial para el yungueño. Van a venir, pues, este sábado mis sobrinos a almorzar.
—Contenta debes estar. Estos tus sobrinos son como tus hijos, ¿no?
—Sí, yo los quiero mucho. Y tus wawas, ¿cómo están?
—Ahí está mi hijo en el cuartel y la otrita trabajando en una farmacia en El Alto.
—¿Y está contento tu hijo en el cuartel?
—No mucho, dice que apenas lo dejan bañarse una vez a la semana porque no hay agua en esa zona.
—¡Uy! ¡Qué barbaridad! Su cabello debe estar destilando cebo.
—No sé, pero yo ya quiero que vuelva.
—Y ¿cuándo pues va a volver?
—Eso hay que leer en coca. No hay caso de creer a nadie.
—Bueno tú toma nomás tu mate de coca y espera tranquila. Ya te pagaré. ¿Cuánto es?
—Para vos caserita sesenta pesitos.
—Aquí tienes. Muchas gracias. Te vas a cuidar “Case” y te vas a abrigar. Cuidado te vayas a resfriar.
—Chau, seño linda.
Tina nunca tuvo hijos. Se casó muy joven y su esposo murió de una enfermedad incurable además de innecesaria. Quedó viuda y varios años después en las reuniones del Club Los Leones conoció a un dentista solterón ya mayor. Estuvieron saliendo un tiempo —¡como corresponde!, aclararía ella— y al cabo de un largo noviazgo se casaron. Encontraron compañía y cariño a pesar de ser muy distintos. El tío Sammy era retraído, extraño, huraño, un ser de muy pocas palabras, y ella una castañuela que no dejaba de hablar y reír. Se confundía con todo y se reía de ella misma, sobre todo tenía problemas con los nombres. A Sammy no dejó de llamarlo Toto, el nombre del difunto. A uno de sus sobrinos políticos que era austriaco lo volvió muchas veces alemán y lo presentaba como Dieter Hubner (el nombre de un corredor de autos), que nada tenía que ver con el diplomático de carrera. Nos reíamos al pensar que ella confundía eso de carrera con las carreras de coches.
Tenía una pasión por sus sobrinos, la hija y el hijo de su hermano, y cuando éstos se casaron y tuvieron hijos se convirtió inmediatamente en una entrañable tía abuela. Recibía a las cuatro sobrinas en su casa con mucha ternura. La forma de saludar y expresar su cariño era ajustar entre sus dedos índice y medio el cuello de las muchachitas. No se daba cuenta, pero les producía un ligero dolor. Era chistoso ver cómo la más pequeña cerraba los ojos y apretaba los labios antes de que la tía Tina se le acercara.
—Ya están todos aquí. ¡Qué alegría! Vayan al salón y se instalan. Yo voy a la cocina a dar los últimos toques a la comida y a traer el cocktelito.
—¿Te acompaño tía? —dijo la sobrina mayor.
—Sí, ven, así me ayudas a llevar las copas.
—¿Qué es la comida? —preguntó mientras caminaban las dos hacia la cocina.
—Un macanudo fricasé que puse a cocer desde anoche.
—Mi papá me ha dicho que tu secreto es que lo espesas con pan molido.
—¡Qué atrevido tu papá! Ahora va a ver… ¡Le voy a jalar las orejas así tenga que subirme a una silla para hacerlo! ¡Son pamplinas y calumnias de la oposición! En esta casa JAMÁS se espesa el fricasé con pan molido.
—Hmm, creo que él lo dice solo por molestarte.
—¿Cómo te va en el colegio?
—Bien, tía. Tengo examen el lunes y quería pedirte que reces por mí para que me vaya bien.
—Bueno, yo rezo por ti, pero dime ¿cuán grave es? ¿O has estudiado alguito? ¿De qué es tu examen?
—De matemáticas.
—¡Listo! Yo le aplicaré fuerte al rezo y verás que te va bien. Hasta una velita voy a prender. Hay que ayudarlos a todos ustedes que son unos ateos.
La tía Tina era muy religiosa y decía que tenía muy buenas relaciones “con los de arriba” porque ella rezaba todos los días por lo menos una hora. También tomaba pedidos de rezos de los sobrinos, especialmente para los exámenes. Tenía una imagen de la Virgen de Guadalupe en su dormitorio y le prendía velas cuando recibía un pedido especial o quería un favor. En la ocasión del examen de matemáticas nos contó que inclusive puso la vela sobre el libro de Baldor. Le gustaba jugar cartas y en las tardes hacía solitarios y mientras tiraba las cartas hablaba con personajes imaginarios. Daba consejos a los políticos y después de un buen regaño al presidente de la república, se sentía mejor. Estuvo toda una tarde buscando hacer una escalera con las cartas y cuando logró una al As de espadas dijo: “ya está, Carlos Mesa, ahora sí te puedes bajar del gobierno por esta escalera y fugar del país”.
Las reuniones de los sábados eran muy entretenidas y muy “rociadas”, según ella, porque no dejaba que nadie tuviera la copa vacía. Se armaban discusiones sobre política y era muy cómico escuchar las opiniones libres de la tía Tina sobre acontecimientos nacionales y mundiales. Se pasó días comentando que la “Guerra de las Maldivas” la tenían que ganar los argentinos. También se discutía sobre recetas y el famoso fricasé con pan molido salía en la conversación a menudo. Algunas veces invitaba a una amiga de la familia que las chicas llamaban la tía Muda porque no hablaba. Era un personaje curioso, siempre vestía de oscuro y se ponía en la solapa un prendedor muy grande de perlas falsas que era herencia de su madre. Se sentaba feliz con su copa de yungueño, sonreía a ratos y miraba con los brazos y piernas cruzadas. Un día en que la discusión culinaria fue acalorada, la tía Muda dijo: “Yo sé hacer merengues con solo dos huevos”. Esa fue su intervención y el sábado siguiente le tocó traer los merengues que nunca supimos si hizo con solo dos huevos. Las recetas de cocina eran una parte muy importante en la vida de la tía Tina.
Un día se pasó mucho rato buscando un libro de cocina que estaba segura de haber dejado en el comedor. Revolvió la casa de un lado a otro, buscó debajo de los almohadones del salón, en los aparadores de libros, en las vitrinas del comedor, en su dormitorio y finalmente en el solario. Descorazonada, decidió ampliar la búsqueda en el consultorio de su esposo que estaba en el primer piso. Eran las dos de la tarde y el dentista estaba haciendo la siesta, así que sabía que no se iba a cruzar con ningún paciente ni con la enfermera. Entró con cuidado y empezó a buscar en el librero. Fue sacando uno a uno los libros y grande fue su sorpresa cuando, detrás de los dos tomos de Patología Bucal de Kurt H. Thoma, encontró una bolsa de tela floreada que tenía adentro una bolsa de nylon con un polvo blanco.
—Toto, digo, Sammy. ¿Qué es esto? Parece polvo Royal para hornear. Estaba detrás de tus libros.
—¡Dame eso inmediatamente! No es tuyo y es un medicamento para mis pacientes. Me lo dan para que lo use como anestesia.
—¿Quién es Anastasia?
—Anestesia, Tina, no Anastasia. Es para el dolor.
—Es muy extraño que lo pongas detrás de los libros. Nunca lo vas a encontrar cuando lo necesites y, mientras, estará tu paciente con dolor.
—Te digo que me des esa bolsa y yo la guardo. Lo que no entiendo es qué hacías tú en mi consultorio.
—Fui a buscar mi libro de recetas.
—¿En mi consultorio? ¡Seguro que no estaba ahí!
—Ya, ya. Lo encontré luego en el horno.
Pasados los días, me contó que no entendía por qué Sammy se puso tan nervioso de que ella entrara en su consultorio. “Seguro que tiene una amante”, me dijo en tono de broma y muy tranquila. Ella daba consejos a sus sobrinas sobre la infidelidad. “No lleven nunca a su modista a la casa y tampoco a sus mejores amigas. Por otro lado, no tienen que preocuparse porque si van a tener amantes sus maridos es mejor no saber, y si se enteran hay dos caminos: o quedarse callada para siempre y hacerse la opa, o botarlos inmediatamente de la casa y cortar sus trajes en pedacitos para que sepan lo que es ir luciendo con otras”, decía muy en serio.
La tía Tina era muy práctica y encontraba sus soluciones. Tenía un teléfono verde que llevaba de lado a lado con un alambre de varios metros. Decía que así podía contestar inmediatamente sin tener que correr y caerse en sus pisos bien encerados. Era su versión de teléfono inalámbrico, aunque en realidad era todo lo contrario.
—Tía, te he estado llamando hace rato y el teléfono suene y suene y no me contestabas.
—¡Ah! Es que me estaba bañando. Ya no meto el teléfono al baño porque oí en la radio que se murió una escritora electrocutada con un teléfono.
—Esa noticia es antigua. Para empezar, era una pintora y no fue con el teléfono sino con sus ruleros eléctricos enchufados que se cayeron al agua mientras se bañaba y se electrocutó.
—Bueno, lo que sea, yo igual dejo ahora el teléfono afuera. Dime, ya te vas, ¿no?
—Sí, tía. Viajo mañana. Ya debo volver a mi trabajo.
—¿Cuántas semanas te tomará llegar a Nueva York?
—Voy en avión y se llega en el mismo día. Pasaré esta tarde a despedirme.
—Sí, ven porque tengo algo para ti, ahora que empieza el invierno.
—Regio. Paso a las cuatro.
Esa fue la última conversación por teléfono con ella. Pasé por la casa y no estaba. Se le había olvidado que yo iba a ir. Me mandó más tarde su regalo con un taxista amigo.
Y ahora aquí en el aeropuerto, parada contra la pared frente al policía y un pastor alemán que da vueltas y vueltas a mi maleta, me acuerdo de ella. Lo único que ruego es que el perro esté reconociendo como animal al saquito de zorro que me regaló la tía Tina y nada más por eso le cause curiosidad. Empecé a sudar frío cuando de pronto me acordé de lo que me había contado y me puse a rogar a todos los dioses del Olimpo que el tío Sammy no hubiera encontrado en el saco de zorro otro escondite para su polvito blanco.
Marisol Sanjines, periodista, politóloga, nació en Bolivia, y vivió gran parte de su vida en distintos países. Trabajó en campañas electorales y de bien público a nivel internacional. Fue funcionaria de Naciones Unidas como directora de comunicación del PNUD y de la UNESCO. Ha viajado extensamente por África, Asia y Medio Oriente. Marisol vende desde candidatos hasta el tratamiento del SIDA. Ella ríe constantemente, hasta de sí misma. Disfruta las cosas simples de la vida, un atardecer, una reunión con amigos o una copa de vino.