Carlos González Muñiz
Ilustración por Juan Vázquez
I.
Cerca de la hora del cierre de distrito, Adriano Colombi se detuvo frente a una vitrina iluminada y pensó que moriría de asfixia.
La tienda se iluminó con destellos de halógeno. La presencia de Adriano frente al cristal había alertado al dueño quien ahora mismo lo miraba con condescendencia.
–¿Qué hace un viejo como usted en este distrito? En media hora bajaremos las cortinas y cortarán el oxígeno público, usted no puede estar aquí –Adriano no pudo articular palabra. El paseo a pie había sido una mala idea. Sus ojos diminutos, vidriosos de años, provocaron algo de piedad en el dependiente, que suavizó su voz– ¿No debería venir un droide con usted? ¿Cuántos años tiene, señor?
El aire llenó de nuevo los pulmones del anciano. Con paso lento, un robot espigado de metal crudo llegó a la escena.
–Conéctese ya –dijo el ser artifical–, le dije que me esperara.
Adriano buscó entre su camisa un tubo de diámetro diminuto que conectó a la fuente de poder azulada, casi tibia, que el androide tenía en vez de corazón. El robot encendió su válvula médica y, de este modo, el hombre oxigenó sus pulmones.
El dueño de la tienda observó la escena sin apasionamiento. No deseaba llegar a una edad en la que necesitara un asistente como aquellos. Adriano y su robot, aún conectados entre sí por la fina hebra de silicio, entraron en la tienda.
–Cerramos en quince minutos, no me gusta andar con prisas –dijo el propietario.
El robot habló con una voz hueca, desapasionada:
–Le dije que ya era tarde, usted no puede caminar tanto. Se lo dije.
–Cállate, Rómulo.
El robot siguió a su amo en silencio. Los pasillos de la tienda intentaban mostrarse en orden, cada uno rotulado con una década. La más antigua, 1970. La más reciente, 2100. Pero los objetos estaban colocados en las estanterías sin hacer caso de los rótulos, como si evadieran el sentido histórico que intentaba etiquetarlos. Parecía que el dueño estaba más ocupado en mantener limpios los pisos de alfombra de un turbio color carmesí o las lámparas de halógeno que exhalaban una luz amarilla y que atraía a los mosquitos y a la noche.
–No nos queda mucho tiempo –le recordó Rómulo. Con cada palabra dicha, su garganta producía un ruido siseante que se le atoraba a Adriano en los nervios. La reparación de ese detalle era algo que no podía permitirse con su pensión de retiro.
–No hables, por favor. Es un momento importante de contemplación.
–Odio este trabajo.
–Ojalá que te oxides.
Dejaron de hablar. Estaban acostumbrados a estos bruscos intercambios de opinión. Podían decírselo todo, sin consecuencias. Según las leyes estatales de senectud, estaban atados el uno al otro para siempre.
Rómulo se alejó y esperó en la puerta. Detestaba los rodeos necios con los que su amo recorría las tiendas para, al final, no comprar nada.
–Esto es una belleza –lo escuchó decir, de pie frente a un cubo metálico.
–Si usted compra eso, yo no lo cargaré –le gritó ásperamente Rómulo.
Adriano ignoró la advertencia y llamó al dependiente. Resoplando, sin ningún deseo de vender o de ser amable, se acercó al objeto y lo miró con curiosidad.
–No sé lo que es.
–¿No es ésta su tienda? ¿No es usted un experto?
–Mi padre lo era. Yo heredé la tienda, eso es todo. ¿Lo quiere comprar?
Los ojos sin párpados de Rómulo, apenas dos luces rojas que sobresalían de una cara metálica plana, sin facciones, censuraron a Adriano a la distancia.
–Sí quiero, pero no sé qué es. Es muy bello, por otra parte.
–Si usted lo dice. ¿Lo quiere o no?
–¿Rómulo? –preguntó Adriano para sentirse validado, aunque ya había tomado una decisión.
–No quiero esa cosa estorbándome cuando pase la escoba por la casa.
–Eres un insolente –murmuró Adriano y se preparó para pagar.
La luz en la calle se hizo ámbar, luego brillaron los reflejos rojos y blancos de las sirenas que anunciaban el fin de las horas públicas. Los edificios metálicos se cubrieron de una sombra artificial. La gente cerraba sus ventanas y las paredes de la ciudad se convirtieron en muros impenetrables que brillaban con los últimos destellos del día.
–Es muy tarde –dijo Rómulo. Sus manos torpemente torneadas se pegaron al vidrio. Le gustaba mirar las motas de polución que flotaban en el aire, su hermosa fosforescencia. –Un día, todos desapareceremos –susurró. Detrás de él, el dependiente regateaba con Adriano. Rómulo conocía la astucia de los ancianos: se plantaban en su sitio, sostenían grandes verdades con argumentos imposibles y sólo accedían a irse de ahí a cambio de una rebaja. Los viejos, sin poder evitarlo, le hacían pensar en el fin de todas las cosas.
II.
–Ese hombre trivial va a destruir el negocio de su padre. Es una vergüenza –dijo Adriano, casi sin aire. Rómulo dejó el aparato sobre el piso de madera y apretó las tuercas trapezoidales que mantenían unida su cadera y que se habían aflojado por cargar el aparato aquel desde el distrito comercial.
–Usted debería meterse en sus asuntos; además, los viejos no tienen permitido salir del barrio, un día terminará en la cárcel o desintegrado en las granjas de energía.
–Nunca entenderás el valor de la historia, Rómulo. Dame de cenar.
Rómulo hizo un ruido gutural de desaprobación y se metió en la cocina. Al estirar el brazo para alcanzar una taza de cristal el mecanismo de su brazo se atrofió y no fue capaz de contraer el pulgar.
Los vidrios se esparcieron por el suelo. Rómulo se quedó petrificado, observando su propia mano.
–Eres un robot idiota –le dijo Adriano, desde la sala.
Rómulo se ocupó de sí mismo un rato, aceitándose y ajustando lo mejor que pudo sus articulaciones. Cuando le llevó una charola con hojuelas de avena, el viejo ya estaba dormido, cabeceando, hablando entre sueños, su cuerpo decrépito rodeado de torres de libros frente a la ventana tapiada, hundido en un sillón reclinable. Pero la siesta apenas duró. Con un sobresalto, Adriano salió disparado de una pesadilla compleja.
–Soñé con… soñé que… –dijo, pero se quedó atorado en medio de la frase.
Buscó con urgencia a Rómulo. Se levantó del sillón, arrastró trabajosamente sus pasos por el pasillo estrecho –más estrecho aún por los interminables libreros– y encontró a Rómulo revisando la correspondencia en su sistema de neuroreceptores mientras recargaba su batería, los dedos chatos conectados a tres orificios en el muro.
–Soñé que… –le dijo Adriano.
–Usted soñó que no se acuerda de nada, como siempre. Vaya a molestar al vecino.
–¿Qué estás haciendo? Pierdes el tiempo, estoy seguro.
–Correspondencia. La editorial le envía saludos y regalías de siete libros. Y, con respecto al tema de las descatalogaciones, los demás títulos de usted no han registrado ventas desde hace quince años, van a salir de circulación.
–¿Sólo siete? Caray. No será El soplo de aire sobre el camino solitario uno de esos siete, ¿verdad?
–Sí, ese libro figura en la lista.
–Lo detesto. Lo escribí a los veinte años, ni siquiera sé de qué se trata…
Rómulo levantó un dedo en el aire. No quería hablar del asunto.
–Ya instalé el aparato. Sólo debe encenderlo e indicar si desea que produzca aire frío o caliente –le dijo.
–¿Eso es para lo que sirve?
Por primera vez en su vida, consideró el hecho consumado de que su apartamento tuviera una temperatura balanceada. Nunca se le ocurrió pensar que una máquina era responsable de aquel milagro.
–¿Cómo producimos nuestro clima artificial? –preguntó Adriano.
–Con nanopartículas que flotan en el aire, por supuesto y como es natural; controladas por la inteligencia doméstica incluida en la cuota de mantenimiento y la que, a propósito, lleva meses sin pagar el vecino del apartamento nueve. ¿Ha entrado ahí? Es un infierno de treinta y dos grados y ese hombre y su esposa andan siempre desnudos, como animales salvajes. Es asqueroso. Pero comparado con la vecina de…
–Es suficiente –le dijo.
Adriano dejó a Rómulo masticando sus maledicencias y regresó a la sala.
El aparato blanco nacarado había sido empotrado en un muro. El trabajo manual de Rómulo estaba lleno de imperfecciones, los cables mal cortados, los tornillos desiguales. Era un ser artificial incompetente, pero eso no le extrañaba a Adriano ni a nadie mayor de sesenta y cinco años. La mayor queja en las filas de ancianos frente a los consultorios de revisión no era que el gobierno los obligara a tener a un robot a su servicio, sino que les daban los peores, los inservibles, los que habían desechado de fábricas o que habían sido devueltos por defectuosos, los que habían usado en países ricos hacía veinte años. Rómulo tenía problemas de actitud y eso, según le habían dicho, era irreparable.
El aparato de clima artificial se encendía con un simple interruptor. Adriano estuvo a punto de presionarlo, pero lo pensó de nuevo y regresó a la habitación.
Rómulo seguía conectado a su fuente de energía, aunque ahora se encontraba en un cómodo estado de reposo. Adriano le gritó cerca del receptor auditivo:
–¡Incendio!
Los ojos del robot se iluminaron, dio un paso en falso, se enredó en su propio cable, cayó al piso.
Adriano se ahogó con su propia risa y así le llegó el primer ataque de tos del día.
–Voy a buscar a Geórgico. A su viejo le sobra jarabe azul enfisemático –eso fue lo que dijo Rómulo, humillado, levantándose del piso. Al pasar junto a su amo, le dejó un codazo en las costillas. Adriano se quejó, pero seguía riendo entre los espasmos secos que le vaciaban los pulmones.
Las escaleras del edificio eran demasiado estrechas para los pies de un robot. Detrás de cada puerta, enmarcada con una luz verde mortecina, se escuchaban sonidos agudos de platos, cubiertos, muebles arrastrándose, tosferina, gemidos de ancianos. El barrio-asilo era como un gran hospital siempre limpio, aunque las calles rectas y asépticas contrastaban con el interior oscuro de los apartamentos, habitados por viejos moribundos y acumuladores.
–¿Qué quieres? –contestó Geórgico. Su cuerpo tenía la forma de un cono de cobre del que sobresalían dos tubos flacos y flexibles que hacían las veces de piernas.
Geórgico tenía un trastorno obsesivo y le daban terror los seres vivos que midieran menos de doce centímetros.
–No te daré mis raciones de insecticida. No esta vez, Rómulo, conozco tus tácticas, no me asustarás con tus historias.
–Dame tu jarabe azul, te sobra.
–Ah, tu viejo se sigue ahogando con la tos. ¿Qué das a cambio?
Rómulo apagó sus ojos por un momento. Las luces redondas se encendieron de nuevo.
–Tengo un software de traducción de italiano, no te ocupa mucho espacio.
–¿Tengo cara de que quiero aprender italiano?
–No hay nada más.
–El próximo mes, quiero tu ración de tinte para el cabello. Tu viejo no lo ocupa. Mi vieja me aceita cuando le consigo uno.
–Hecho.
Cuando Rómulo regresó al departamento, Adriano estaba en el suelo. A punto de ahogarse. El robot tomó al viejo en sus brazos y lo colocó en el sillón. Conectó su válvula de oxígeno al catéter del viejo y luego deslizó el líquido azul en aquella boca marchita.
–Trágueselo todo. A ver si vuelve a despertarme de esa manera.
–¿Rómulo? –dijo el viejo cuando por fin pudo hablar –¿Cómo funciona ese aparato? ¿Cómo calienta y enfría el aire?
Rómulo procesó la pregunta. Al mismo tiempo, sus sensores detectaron una falta sustancial de luz y encendió el sistema de iluminación. Las lámparas trajeron una vida distinta al apartamento. Alumbradas por pequeños bulbos ambarinos, las pilas de libros que habían devorado los muebles hasta hacerlos desaparecer parecían, de pronto, decorar el lugar con una lógica extraordinaria y acogedora.
–El aparato obtiene calor del aire exterior y lo utiliza para calentar una habitación. O extrae el calor del interior una habitación y lo envía al exterior para enfriarla. Un uso simple y bárbaro de las leyes de la termodinámica.
–Entiendo. Enciéndelo y luego déjame solo con mis ideas.
Rómulo no discutió más. Movió sus largas piernas, parecidas a dos enormes llaves de tuercas, unidas con un perno desgastado, y presionó el botón.
El aparató carraspeó. Rómulo dio un paso atrás. Adriano sintió una sutil parálisis nerviosa. Algo crujió dentro del aparato y luego, sin más, escupió una enorme nube de polvo y un potente soplo de aire helado.
Antes de que cualquiera de los dos pudiera reaccionar, el aire viciado se expandió por la habitación. Los sensores de contaminación atmosférica se encendieron. Chirrió la alarma vecinal.
Adriano se frotó los brazos y sonrió, tiritando de frío.
–Vamos a morir. Este aire nos va a matar a todos.
III.
Pero no ocurrió nada. Los siguientes días transcurrieron como si fueran años. Adriano despertaba a las ocho, Rómulo le llevaba a la cama un pan tostado con un pedazo de cultivo cárnico encima, un café, una galleta de proteína; peleaban luego por algún asunto concerniente a las medicinas, se conectaban a través del catéter, salían a dar un paseo, regaban las hortalizas terapéuticas, el robot preparaba el almuerzo del humano y luego, el resto del día, Adriano trataba de hilar recuerdos a partir de los sueños confusos de la noche anterior, mirando a la nada. Rómulo limpiaba la casa y antes de la llegada de la noche, perseguía pesada e infructuosamente a las moscas que se colaban entre las grietas del muro.
Desde aquel día, nunca volvieron a encender aquel aparato antiguo. Era demasiado ruidoso, además, lo tenían prohibido. Después de una amonestación de la autoridad administrativa, lograron evitar una multa gracias a que Rómulo demostró que el aire del apartamento estaba libre de toxinas.
Pero algo había cambiado.
Los dos habitantes del apartamento lo percibían. Al principio dejaban que esa sensación insólita, de estar flotando en un sitio distinto, fructificara adentro de ellos sin compartirlo con el otro, seguros de que era algo que les ocurría de forma exclusiva.
Luego fue imposible ocultarlo.
Al principio, sólo fue notorio en una orden fuera de toda lógica:
–Rómulo, deshazte de todos estos libros. Ya no los necesito.
Días más tarde, Adriano era capaz de recordar sus sueños en orden. Y aunque la reminiscencia duraba apenas unos minutos después de despertar, eran momentos de claridad que transformaban la forma del día.
Esa sensación de apertura mental se traducía en un bienestar físico que le permitía respirar mejor por lo que los ataques de tos redujeron su intensidad.
–Soñé que caminaba en una calle de Ciudad Satélite, una mañana de 2186, y metía una araña en un bote de vidrio, luego estoy tumbado en el pasto y veo una nube con la forma de un rostro. ¿Sabes de quién es ese rostro? De mi abuela Dora, la que coleccionaba iguanas.
Pero Rómulo no lo escuchaba, estaba absorto pensando en una idea fija que no lo dejaba trabajar. Era una idea que luego se convertía en una pregunta y entonces crecía en posibilidades hasta convertirse en un texto inmenso e intangible que se escribía solo en algún rincón oxidado de su mente.
–¿Qué es la Historia, señor Adriano? –le preguntó una mañana, mientras sacaba del apartamento montones de libros. No le importaba mostrarse ignorante y desvalido.
Adriano lo miró y se conformó con saber que a su robot también le estaba pasando algo. Absorto en esa idea, dejó la pregunta sin contestar. No importaba. Rómulo ya había despertado. Por eso, no dejó que el silencio de su amo lo desanimara. Buscó a Geórgico y le hizo la misma pregunta.
–Geórgico, ¿qué es la Historia?
El robot de cobre procesó la pregunta y se precipitó en una caída abismal, sin bordes. Tardó quince minutos en volver a decir algo.
–No lo sé.
Rómulo tocó otras puertas. Ni Hermógenes, ni Píndaro, ni Álmide, ni Casandra pudieron responderle. Ninguno de los autómatas supo la respuesta, pero todos pasaron el resto del día perdidos en pensamientos erráticos.
Por su parte, Adriano fue descubriendo las costuras de su memoria y recordó, en una sola tarde, de dónde había sacado los argumentos de sus veintitrés novelas y sus doce libros de relatos. Recordó también la tarde en que su único hijo lo entregó a las autoridades del ministerio de la senectud mientras un águila cruzaba el cielo. Recordó la primera vez que dejó a medio terminar un renglón porque olvidó cómo se conectaban las palabras. Recordó una tarde soleada y la sal blanquísima derramada sobre una mesa de madera, en el puerto en que nació. Recordó el sabor del coco, la textura de la arena, el llanto de su madre cuando él rompió un jarrón verde esmeralda.
–¿En dónde has estado? –preguntó Adriano a su sirviente, el último día de diciembre de ese mismo año. Después de meses, se habían acostumbrado a la presencia del aire acondicionado, ese cubo nacarado al que reverenciaban de algún modo pero que no se habían atrevido a encender de nuevo. Rómulo tenía prisa, una ansiedad apremiante que impulsaba su vieja maquinaria. El departamento era ahora una superficie amplísima, de suelo reluciente, sin libros, sin libreros mastodónticos.
–Tengo hambre, Rómulo –le suplicó, cuando el robot se acercó a él, su mirada perdida en un océano de aspiraciones.
–Hágase usted mismo su comida. Yo tengo cosas que hacer –lo dijo amablemente, sin condescendencia, completamente seguro de que aquel viejo era perfectamente capaz de cuidarse solo.
Adriano sonrió. A su memoria vino el día en que le entregaron a Rómulo, en una caja de plástico larga, abollada. Desde ese día nunca se había sentido solo otra vez. Amanecía en sus huesos. Se levantó del sillón. Caminó despacio hacia la cocina.
–He estado pensando, Rómulo. ¿De qué año es ese aparato? ¿Lo sabes?
–Modelo 1998, sistema de aerotermia. Estuvo en funcionamiento 10 años en una casa, en un suburbio, en una ciudad de América, cuando éste era otro mundo.
Adriano meditó, recargado en la puerta de la cocina. Buscó en el bolsillo de su bata. Encontró una ración de cigarrillos. Encendió uno. Ya estaba dispuesto a morir, ya no temía a ningún ángel.
–¿Y no has pensado, querido amigo, que hemos respirado durante meses el aire de otra época, de otra atmósfera y que de alguna manera hemos viajado en el tiempo o el tiempo ha viajado hacia nosotros? ¿No has sentido eso, siglos perdidos en el aire y que se han venido a refugiar aquí? Hemos respirado los días y las noches de un instante que ya ha desaparecido. Todo lo que he escrito es absurdo. No es posible preservar nada, todo es aliento y respiración, todo pasa y se termina. Esas son las únicas palabras verdaderas. Eso, Rómulo, es la Historia.
Rómulo procesó la pregunta, pero no pareció comprenderla.
–Creo que las cosas significan cosas distintas para usted y para mí. ¿Se le ofrece algo más?
El robot no esperó una respuesta. Tomó el pestillo con sus manos obtusas
–¿A dónde vas?
–Tengo la mente en otro sitio, necesito buscarla. No me espere despierto. Y mañana le preparé un desayuno que nunca olvidará. Tocino y huevo.
Adriano observó a su androide salir y desaparecer en el corredor. Habían vivido juntos durante dos décadas y ahora estaban unidos por un hilo invisible, más largo que toda la vida en el universo.
Rómulo bajó los escalones demasiado estrechos hasta alcanzar la puerta del sótano. La abrió y la cerró luego detrás suyo. Ocho pares de ojos, brillantes, como pequeñas lámparas eléctricas vibrando en la oscuridad, lo miraron expectantes. Rómulo encendió la luz. Los montones de libros que antes habían pertenecido a Adriano servían como asientos para los robots de servicio. Geórgico fue el primero en hablar.
–Llegas tarde. ¿Podemos empezar?
Con sus brazos chirriantes, sus extremidades extenuadas de trabajo doméstico, Rómulo les dio a sus compañeros los libros que había escogido para cada uno de entre todos los volúmenes.
Un aire frío soplaba desde el exterior y se metió entre las grietas del suelo cuando los androides se quedaron en silencio, apretados unos contra otros, leyendo bajo la luz del foco incandescente.
Carlos González Muñiz (Ciudad de México · 1980) novelista y editor. Ha recibido el Premio Gran Angular 2020, el Premio INBA de Novela “José Rubén Romero”, el Primer Premio Internacional Ink de Novela Digital y fue finalista en el Premio Universidad Politécnica de Cataluña de Ciencia Ficción 2018. En su escritura conviven Borges, Kafka, el ánime, los videojuegos y el cine. Ha publicado las novelas La jaula de Mallik, Todo era oscuro bajo el cielo iluminado, El asombro, Las almas de la mayoría y La reina de Sara.