A mediados de los 90 solía frecuentar un bar ubicado en la Alameda Libertador Bernardo O’Higgins # 777, entre las calles Tenderini y San Antonio, pleno corazón de Santiago. Instalado en lo que fuera una lujosa casona señorial de 1916, el “777” tenía dos características: la escalera para acceder al bar y la escalera para huir de él. Si bien, se trataba de la misma estructura, para quienes fuimos parroquianos de ese lugar y creímos ilusamente que estábamos ante el bar de nuestras vidas, bien sabíamos que la manera de salir de ahí exigía coraje y brío difuso, pero brío al fin: plantarse ante esos peldaños como Julio Cesar ante la turbulencia del Rubicón, y lanzarse irrevocablemente, zancas abajo, a una empresa de arriesgadas consecuencias.
Al “777” llegaban desde distintos lugares de la capital pintores, electricistas, actores, funcionarios públicos, escritores, delincuentes comunes, delincuentes poco comunes y poetas. En suma, un lugar para profesionales. Un día, como solía ser, volví a toparme con Pedro Lemebel. Pedro, ajado por una vida precaria, maquillada mal y mucho, entró y se sentó cerca de esos balcones linajudos, diseñados por el arquitecto Ricardo Larraín Bravo. El colorete, sobre su cara pringosa de sueño, le daba el aspecto de un Pierrot apaleado. Tenía la cabellera lustrosa en la parte frontal, detrás algo enrulada y opaca según dejaba escudriñar un pañuelo de terciopelo negro. Se da aires de señora. Se levanta la solapa del abrigo hacia el rostro, con un movimiento de pobre coquetería, para esconderlo, sabiendo que su belleza se concentra en sus ojos. Piensa en voz alta, para llamarnos la atención a mí y a Adán, amigo poeta que por casualidad había recalado ahí, en ese barrio céntrico y periférico a la vez, aún no trastornado por las nuevas construcciones. Se dice pensativa: “Casi casi me pido una cazuela”. La pidió. Entran cuatro obreros, haraposos, empujándose como alumnos de colegio de hombres. Los mira, severa, haciendo palpitar las fosas nasales, enarcando las cejas, pero los obreros no se percatan de ella. Titubea un momento ante la pregunta de la Jeanetsita, querida y recordada camarera, no sabe si tomar vino o cerveza, fija la vista al techo, se decide por una caña de vino. Atormenta el bolso, suspira, canturrea con la boca cerrada.
Nos damos cuenta que no está solo. El bolso, como una especie de red y fular, cae en los pies de Bobi, así lo llama, cuyo aspecto canil bien podría valerle el rol de protagonista de alguna novela de Carlos Droguett. De repente se pone a mimarlo: “ven, tesoro, ven”. Le da un poco de cazuela. Adán y yo tomamos a Bobi de excusa para sacar tema de conversación. Pedro sonríe. Se anima al hablar de Bobi como si él no estuviese presente, cuenta sus caprichos, describe su carácter indomable. Habla sin acento, aunque a ratos exagera con esos quiebres que me hacen recordar a mí mismo cuando cambié de voz: “Riñe hasta con las piedras”. Repite varias veces. “Riñe”: es una palabra que lo distingue de los demás comensales del “777”, que en su lugar dirían, si se tratase de un hombre, “pelea hasta con las piedras”; y si se tratase en verdad de un perro, dirían “les ladra hasta a las piedras”. Reñir, en cambio, es distinguido, por incorrecto que sea. Y sólo nosotros pudimos apreciarlo.
Animada, después de lo sucedido, bromea y se hace la osada con don Arturito, el dueño, habla volublemente, ríe, siempre lanzándonos ojeadas controladoras. Al final se va. Un saludo cómplice a nosotros, un último reproche a Bobi, que la sigue como amarrado a un cordel imaginario. Al salir tropieza en el umbral, pero se ataja a tiempo de caer de bruces por la Escalera de Jacob; cruza el Rubicón y se aleja contoneándose como una niña pequeña, mientras Adán y yo reímos turbiamente.
Recuerdo que, al volver a casa, al pensar en Pedro me entristecí. Barajé varias hipótesis: qué será de él, cómo llegó a este punto, cómo vive. ¡Y esa increíble confianza suya! Era una confianza que la alejó de la locura y del suicidio o, quizá, más simplemente, la defendió de la soledad. En artistas así, la soledad se cubre de oropeles y de señales vanas y continuas, como la balsa que, a la deriva, enarbola camisas de náufragos y parece, a ojos de pájaros marinos, incluso alegre y feliz.
***
La medicina es extraña, un animal extraño, que busca su madriguera en los sitios más absurdos, y trabaja siguiendo planes meticulosos que desde fuera sólo pueden ser considerados inescrutables e incluso, en ocasiones, irónicos ya que no parecen más que un vacuo vagabundeo, pero, sin embargo, se trata de geométricas sendas de caza, trampas repartidas con arte sabio, batallas estratégicas frente a las cuales, no pocas veces, uno queda estupefacto.
Estupefacto. Así imagino a Pedro Lemebel al despertar de la segunda laringectomía a las cuerdas vocales, y ver los ojos del doctor Mario Faragi, quien logró darle por algo más de tiempo, justamente eso: tiempo. Al menos, el tiempo suficiente para continuar con sus trabajos y sus días; y pudiese darnos una de las mejores presentaciones, la cual, afortunadamente, fue rescatada en el documental “Lemebel” de Joanna Reposi.
Quedé fantástico – dice ante un auditorio repleto –porque no tengo voz de robot, pareciera un leve resfrío.
Con un pañuelo de terciopelo negro, en breve, leerá fragmentos de su crónica “Tu boca me sabe a hierba”, no sin antes recordar al doctor que le habló, mirándolo a los ojos, con fría seguridad, pero también, se diría, con un velo de ternura, algo totalmente absurdo, conociendo a los hombres de bata blanca, y al doctor Faragi en particular, pero no del todo incomprensible.
Si tan solo fuéramos capaces de penetrar por un momento en la cabeza del propio doctor Faragi y en especial en sus ojos, donde la imagen de aquel hombre travestido se desliza continuamente hacia la imagen de un hombre acurrucado en la camilla, durmiendo allí como un niño, el gran y vigoroso Lemebel y el pequeño niño Pedro, uno dentro del otro, hasta que no sea posible distinguirlos, bastaría para explicar su ternura y quedar conmovidos.
Yo te puedo salvar, le dijo. Y claro, lo salvó —pero no fue sencillo y en cierto modo fue también terriblemente arriesgado —¿arriesgado, doctor? —resultó el experimento; no sabemos todavía con certeza qué efectos puede tener, creemos que puede servir en casos como éste, lo hemos visto muchas veces, pero nadie puede decir con certeza que ocurrirá mañana, Pedro.
He aquí la geométrica trampa de la medicina, las inescrutables sendas de la caza, la partida que aquel hombre de bata blanca jugó contra la enfermedad escurridiza e inasible de un escritor demasiado frágil para vivir y demasiado vivo para morir. El hombre de ciencia baja la voz en el preciso instante en que ante los ojos inmóviles de Pedro pronuncia el nombre, nada más que una palabra, pero es lo que lo salvará, o lo matará, pero con mayor probabilidad lo salvará, le dará más tiempo, una palabra sola, infinita, sin embargo, a su manera, hasta mágica, intolerablemente simple.
—Lucía
La audiencia permanece inmóvil. Los ojos de Pedro se pierden en pasajes de tierra y blocks soviéticos del sur de Santiago. Hasta donde acaba la oscuridad de la sala no hay en aquel momento estupor más puro que el que se mece en equilibrio sobre su corazón.
— Yo era su Lucía de terciopelo negro, yo era lo más bello que él nunca ha tenido.