Guillermo Severiche
Ilustración: Camila Arango Echeverri
En un departamento estudiantil junto a la universidad en Baton Rouge, un argentino de 26 años empezó a leer El común olvido. Había llegado hacía poco a EEUU y le resonó mucho la historia del libro, la historia de otro argentino en ese país, gay también, que regresaba a la Argentina luego de muchos años afuera. El que leía sabía que las cosas iban cambiando en su nueva vida en Luisiana – poco a poco fue aprendiendo a manejarse en una ciudad sin veredas y sin transporte público – y que se iba adaptando, a su modo, resistiendo un poco pero entendiendo también desde adentro la lógica de un mundo ajeno. Se dio cuenta de que el libro también le iluminaba ese proceso – un proceso que otros textos de Sylvia Molloy navegaban –, el de un trabajo introspectivo sobre el yo que deviene, que se mantiene en un movimiento siempre inacabado, en una negociación constante con su pasado y presente, con lo que lo rodea y le demanda una modificación sustancial; es un yo que se descubre más y más, se cuestiona y se re-esboza en cada vuelta que traza sobre sí. Ese yo de El común olvido así como el yo de Vivir entre lenguas fue lo que tocó una fibra en ese argentino recién llegado: conocerte, a pesar de todo, es un acto de honestidad necesaria y que nunca termina.
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Poco después de terminar la maestría en NYU en 2018, me mantuve en contacto con Sylvia por mensajitos de Facebook. Nos saludábamos por Año Nuevo o nos enviábamos algunos mensajes esporádicos para saber cómo iba todo. Le conté de mi novela – la que trabajé con ella en mi último semestre de la maestría, en la última clase que ella dio en NYU. Le dije que había salido publicada en Argentina, y prometimos vernos y charlar, pero entre la distancia y la pandemia, nunca pudimos concretar un encuentro. Ella también me comentó que su salud estaba más delicada, pero que aun así quería leerla y seguir leyendo lo que hacíamos sus estudiantes, porque leernos le iba a “hacer muy bien”. Esa frase se me quedó en la cabeza y me quedé pensando en el poder paliativo de la lectura, de una lectura hecha con amor. Me hizo recordar la propuesta de Eve Kosofsky Sedgwick – que seguro Sylvia conocía muy bien – de desarrollar una crítica cultural que se aleje de la discordia, el binarismo y lo verbal. Sedgwick proponía una “crítica reparadora” que tuviera como matriz lo afectivo. Sylvia ha representado para mí esa posibilidad de hacer de la lectura y la escritura – y de todo lo que esto implica: su gente, su trabajo cotidiano, el empuje intelectual y sentimental – un acto reparador, que alimente el ser porque sobre todo debe consistir en un acto que irradie gozo, un disfrute que no se puede escatimar y que siempre es mejor compartir.
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Después de terminar el primer año del doctorado, el joven argentino se detuvo a analizar si su decisión había valido la pena: irse del país, probar suerte en algo que le despertaba entusiasmo – leer, escribir, enseñar – pero que le aterraba – la familia lejos, el idioma, la visión de mundo tan diferente. Vio en ese tiempo que Sylvia Molloy estaría dando una charla plenaria en Chicago, en una conferencia de estudiantes graduados como él, y que podía ir para presentar el primer paper que había escrito en territorio gringo. No le importó tanto la posible vergüenza de leer algo inacabado frente a gente extraña, porque iba a tener la oportunidad de escucharla y eso le iba a valer el esfuerzo. Ese día en la charla otra vez volvieron a resonarle las palabras de ella como un anuncio. Sylvia habló del “hogar”, qué es exactamente, cómo lo ha trabajado la literatura argentina. Habló del cautivo niño en el cuento de Borges que luego de ser “rescatado” decide volver al desierto adonde vivía su familia-malón, al mundo que conocía y que había hecho suyo a pesar de su piel más clara. Horas después, el argentino se acercó a ella para hablar más de este tema que sentía cercano – y quizás para decirle también lo que al final nunca le dijo, lo mucho que la admiraba y el eco que sentía en sí mismo al leer lo que ella escribía. Pero se quedó callado y la escuchó hablar con otros estudiantes que había conocido el día anterior. ¿Y vos de dónde sos?, le preguntó Sylvia. De Mendoza, respondió él, y le contó en qué universidad estaba, lo poco que llevaba en EEUU, lo azaroso que había sido el último año que terminó llevándolo al sur, y también le contó que escribía. Que todavía no sabía bien si la academia lo llamaba o si era otra cosa. Ella le habló de la maestría de NYU como una posibilidad para no desembarazar una cosa de la otra, lo académico de lo creativo. Pasaron unas horas más con gente de la conferencia, y luego él regresó a su cuarto. Con los años, él mantuvo esta propuesta en la cabeza, a medida que veía que no abandonaba su gusto por escribir historias, por contar cosas, mientras armaba su tesis doctoral. En gran parte, la decisión de darle una pausa a la carrera académica para dedicarse a escribir se la debió a ella, al entusiasmo que le despertó la posibilidad de quizás volver a verla como su profesora en un taller con otros escritores. Nunca pudo decirle – además – que ese encuentro en Chicago terminó cambiándole la vida.
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Acordate que nosotros nos tuteamos, me dijo la vez que intenté usar “usted” con ella.
La literatura autobiográfica de las mujeres en Latinoamérica es fragmentaria, lejos de la idea de querer erigir una estatua del yo que quede para la posteridad, la escuché decir en un documental.
La palabra final de tu novela, “cajón”, es fulminante, me dijo una vez después de clase.
Mi literatura está hecha de retazos, continuó en el documental.
Hay algo liberador en la literatura de Sylvia, un ejercicio de expansión de una sensibilidad que recuerda y arma desde pedazos. La memoria hecha jirones en Desarticulaciones o la ficción de El común olvido, que a pesar de nacer de hechos reales los reescribe, son ejemplos claros. Esta dinámica con los recuerdos que sigo encontrando cada vez que leo o releo sus textos aliviana un peso que a veces cargo al trabajar los míos. Son una invitación a jugar libremente con los fragmentos de la memoria que se sostienen con el tiempo, se redibujan y permanecen para dar cuenta de algo real, de antes y también de ahora. Siento que hay más cosas que Sylvia va a seguir mostrándome a medida que la continúe leyendo y que van a disparar en mi memoria momentos en clase – ¿reales?, ¿(re)construidos? – que he seguido atesorando. Una lección que no acaba, una sintonía o encuentro anunciado desde hace mucho tiempo y que debo seguir descubriendo. Porque para mí ya había una conexión establecida e inamovible desde el primer momento en que abrí un libro de ella y que sé que continuará de ahora en más.
Guillermo Severiche (Argentina, 1986) cursó la carrera de Letras en la Universidad Nacional de Cuyo y el doctorado en Literatura Comparada en Louisiana State University. Reside en Nueva York desde 2016, donde realizó el MFA en Escritura Creativa en New York University. Su primera novela, El agua viene de noche (2021), ha sido publicada por GG Editora en Argentina. Es el fundador de la serie de lecturas y talleres EN CONSTRUCCIÓN New Works by Latin American Writers. Actualmente, trabaja como profesor en Fordham University (Lincoln Center) y es gerente literario en IATI Theater en el East Village de Manhattan.