En el otoño de 1787, Madame Vigée Le Brun le añadió un elemento revolucionario e inesperado a la mueca de sonreir: dientes.
La sonrisa es un objeto histórico que ha sufrido alteraciones de forma y de significado, aunque por fuerza de la costumbre se nos haya hecho pop. El gesto de sonreir con una dentadura blanquísima y perfectamente dispuesta por entre la línea de la boca es un invento de la modernidad y un triunfo de la insurrección. En el arte, la simple sugerencia de abrir la boca era una declaración de locura, lujuria o pobreza, por lo que hasta bien entrada la primera mitad del Siglo XVIII solo se retrataron enfados, y el repertorio de las bocas era grave. La sonrisa premoderna y la sonrisa contemporánea son distintas, y arribar a esta conclusión ya es suficiente para hacernos sonreír.
En The Smile Revolution in Eeighteenth Century Paris, Colin Jones identifica el momento exacto en el que la humanidad aprendió a sonreir como en portada de revista. Vigée Le Brun, quien fuera la más famosa retratista de María Antonieta, desafió a la sociedad parisina del Siglo XVIII cuando apareció en pleno Louvre con un autorretrato que exhibía una impúdica sonrisa con dientes. El gesto fue considerado un escandaloso desnudo de la boca, que a la postre cambiaría para siempre la taxonomía de la gestualidad social, y abonaría el campo para que las sonrisas tuvieran un espacio en la agenda de la vida pública. La revolución de la sonrisa, terminaría por modificar dieciocho siglos de sonrisas de la humamidad, y sin querer, pondría en jaque al absolutismo.
Jones acude a la antropología forense para explicar que el Siglo XVIII fue uno de los peores para las dentaduras en toda la historia de la humanidad; sobre todo en las clases altas y la nobleza. París era una ciudad prácticamente desdentada y los ciudadanos se preparaban para mudar de régimen, como se mudan los dientes de leche. Los extravagantes banquetes llenos de azucar habían dejado a Luis XIV y a toda su corte prácticmaente sin dentadura. El Rey francés no solo no aparecía sonriente en los retratos, sino que tampoco lo hacía en ejercicio de su vida pública como estadista. No podía. Desde Versalles, en consecuencia, terminó por imponerse una gestualidad social en extremo solemne y seria, que infiltró, por moda, todos los estratos de la vida, inclusive el doméstico. La gravedad del comportamiento fue heredada por dos Luises más, hasta el XVI. A la aristocracia pronto se le identificó entonces con los gestos rancios de la amargura, mientras que el pueblo empezó a sonreir a modo contestatario. La sonrisa de Vigée Le Brun, en pleno Louvre, supuso entonces, un jaque mate al Rey.
El libro de Jones proporciona una visión amplia de la evolución del gesto de sonreir. Sin embargo, ignora buena parte de las sonrisas de la ficción que se describieron en Los Miserables, referencia obligada para explicar la Revolución Francesa. Parece tan acertada la teoría del autor, que al terminar el libro, uno quiere devolverse a corregir las sonrisas del cine y de las novelas ambientadas previo al Siglo XVIII.