Ilustración: Juan Martín
Durante años desperté los veranos con el canto de los pájaros de mi abuela como música de fondo; una ilusión de naturaleza en armonía que por años creí lo más común en todas las casas del mundo. No importaba si era el campo, donde decididamente los habría, o la ciudad, igual que en la casa de mis abuelos.
Quizás fui bastante ilusa, pero así era la vida para mí entonces: antes que abriera los ojos, las melodías ya estaban allí como un ritual que daba inicio a un nuevo día. Aparecían cada mañana sin excepción. Ni siquiera me había pasado por la cabeza la posibilidad de una realidad distinta.
Al menos fue así hasta el accidente del abuelo. Unas cuantas semanas después, mi abuela decidió no poder continuar con la preocupación del cuidado de los pájaros. Entonces, hubo que vaciar tanto las jaulas pequeñas como la jaula grande de los canarios y el universo se transformó.
Mientras mi abuelo la ayudó con el cuidado de los pájaros (picarles plátano, huevo y manzana para complementar su alimentación de alpiste; colocar agua limpia; cambiar los periódicos sucios, con las pilas de excremento blancuzco, por los periódicos gratuitos del Solo Ofertas) no hubo inconvenientes con tenerlos en el patio de la escalera de concreto que llevaba a la azotea. La abuela y el abuelo trabajaban como equipo y en menos de media hora ya habían atendido a los canarios, los periquitos, el cardenal y el jilguero. Una vez terminado el trabajo con los pájaros, procedían a la limpieza: ella barría y luego él trapeaba dos o tres o las veces que fueran necesarias para satisfacer los estándares de limpieza de la abuela.
Todo cambió cuando a mi abuelo le dio el accidente cerebrovascular que le hizo perder el habla, tirar baba por la comisura de la boca que ya no cerraba bien y arrastrar el pie izquierdo. Fue entonces que la abuela se debatió entre dos opciones: o nos quedábamos con los pájaros, o limpiaba la casa y cuidaba del abuelo.
Dilema donde no hubo mucho que pensar. No tanto por el deseo de salvaguardar a mi abuelo (para la abuela aquello era más bien una obligación convenida ante dios y mi bisabuela), sino por la obsesión con la limpieza profunda. Imposible obtener del día tiempo suficiente para cortar en trozos diminutos las manzanas, huevo y plátano; rellenar trastes con agua limpia; colocar los Solo Ofertas en la lámina movible de las jaulas; barrer, trapear tres veces, preparar la comida del abuelo, dársela en la boca, obligarlo a bañarse y cambiar su ropa.
No había opción: los pájaros debían irse.
Que los pájaros se fueran me angustiaba: no conocía amaneceres silenciosos. Pero me angustiaba más la idea de que mi abuelo no estuviera bien cuidado. Verlo, tambaleante y con las palabras echas nudo en la garganta, atrapadas irresolublemente, era motivo suficiente para deshacerse de todo.
Cada vez que el abuelo se atrevía a dar un paso temía una caída que se anunciaba funesta. El destino ya se había llevado su voz y alegría, pero prefería tener a ese abuelo que no tener nada. Por eso mejor no dije ni pregunté nada sobre lo que pasaría con los pájaros., Ttemía que mis preguntas pusieran en riesgo la seguridad del abuelo.
A los pocos días me enteré de que venderían todos a la veterinaria cuyo dueño cojeaba por haber caído de un caballo.
No me parecía el lugar más adecuado, considerando que su logo era un gallo de pelea y no existía siquiera un pollo entre las aves de la abuela. Pero allí los comprarían todos. Dudaba que un ranchero deseoso de atender gallos de pelea, y que incluso, a pesar de la traición equina, tenía un par de caballos en la parte trasera de la veterinaria, supiera ser cuidadoso con los canarios, los periquitos, el cardenal y el jilguero. Sin embargo, la abuela decía que debíamos confiar en él por salvar a mi perra, Morusa, un par de años antes cuando se contagió de parvovirus.
A decir verdad, la salvó su asistente, pero había que confiar porque, después de todo, él la había contratado. Según mi abuela, buen ojo debía tener.
Quién sabe si de verdad lo creyera así, pero era mejor creer.
La tarde que llevamos a los canarios a su nuevo hogar, me sentí extraña. Creí que al entregarlos le estábamos dando al veterinario toda la música contenida en la alegría mientras que en mi casa nos sumergiríamos, sin remedio, a las tinieblas del silencio. Sentía que estábamos al borde del precipicio e irnos de allí con las manos vacías de belleza era dar un paso directo al abismo que serían las mañanas a partir de ese instante.
Al final, el silencio temido nunca llegó.
En su lugar vino una revelación; el mundo citadino acallado por el canto de los pájaros apareció develando una orquesta de molestias: sonidos de despertadores lejanos, los coches circulando por la calle, el gas, el agua, el carretón de la basura, la tetera hirviendo.
Una orquesta que seguramente ya estaba allí, pero que no me fue develada hasta entonces.
Supongo que eso fue crecer; perder el canto y no encontrar silencio.
Itzel Romi (Guadalajara, 1995) Licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara. Durante su formación se desempeñó como asistente de traducción para la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar. Ha publicado poemas y cuentos en revistas como Luvina, Punto de partida, Letralia y Casa del tiempo. Participante del X curso de creación literaria convocado por la Fundación para las Letras Mexicanas. Becaria del programa Jóvenes Creadores 2020-2021 en novela y del PECDA Jalisco 2022-2023 en cuento. Formó parte del taller de periodismo de investigación de Daniela Rea como parte de los programas formativos de la Casa estudio Cien años de soledad, al igual que del taller de novela de Antonio Ortuño en el marco del programa Guadalajara Capital Mundial del Libro 2022.