Foto por Sandra Ramírez Giraldo
Me senté en la parada del autobús. Al principio no había nadie, pero a medida que pasaron los minutos la gente empezó a formar una cola desordenada paralela a la carretera.
Hacía frío. Según había leído en las noticias, aquel sería el día con la temperatura más baja del año. Me abroché el abrigo mientras veía cómo se acercaba un autobús. Leí su número y me volví a sentar. Muchos se subieron a él y la cola menguó considerablemente. Por fin, dos minutos después, llegó mi autobús. Saludé al conductor y le pagué en efectivo. Había olvidado la tarjeta en casa y me dio bastante rabia porque tenía varios viajes pagados y me habría ahorrado tener que darle el poco dinero que llevaba. Anduve hasta el final del vehículo y me senté en el único asiento libre, al lado de una chica rubia con una americana a juego con sus uñas rosas. Le sonreí, pero ella ni siquiera me miró. Cerré los ojos y apoyé la cabeza en el respaldo del asiento.
A las tres llegaría mi marido Carlos; y a las tres y cuarto nuestro hijo. Calculé que tenía alrededor de dos horas para llegar al centro comercial, mirar un regalo para Carlos y volverme justo para empezar a preparar la comida. Hoy tocaba el plato favorito de ambos: macarrones con tomate y mucho, pero que mucho queso.
No pude evitar sonreír al pensar en la cara de felicidad de Salva cuando llega del instituto y ve el plato caliente de pasta encima de la mesa. Ese era nuestro momento para hablar los tres, para que Carlos me contase lo mal que se portaba su jefe y Salva lo que había aprendido en clase. Últimamente echaba de menos esos momentos porque Salva empezaba a mostrarse distante, incómodo y comía lo más rápido posible y se marchaba a su habitación hasta la hora de la cena. Muchas veces su padre le hacía alguna que otra visita y pasaba más de media hora allí dentro, con la puerta cerrada. Yo intentaba escuchar, pero hablaban demasiado bajo. Al principio no le di importancia, pero cuando aquello se volvió una rutina empecé a sospechar que ambos estaban enfadados conmigo por algún motivo.
Una tarde, cuando Carlos salió de la habitación de Salva, le pregunté qué ocurría. Negó con la cabeza y me intentó sonreír asegurándome de que no era nada, solo conversaciones sobre juegos y libros. Nunca le creí.
El autobús dio tal frenazo que abrí los ojos, apoyando mi mano sin querer en el muslo de la joven que iba sentada a mi lado. Le pedí disculpas, pero ella estaba absorta mirando fijamente la pantalla del teléfono. Todos los que me rodeaban huían de la realidad frente a las pantallas de sus teléfonos y con los auriculares puestos a todo volumen. Nadie, salvo yo, tenía la mirada levantada pendiente de lo que ocurría a nuestro alrededor. Supuse que, aunque me levantase y pusiera a dar gritos, nadie se alteraría. Todos me grabarían con sus móviles mientras intentaban que no se les escapase ninguna carcajada. El mundo ha cambiado demasiado en los últimos veinte años y esta nueva realidad, rodeada de tecnologías, no me gustaba nada. Quizás a ellos tampoco y por eso se evadían de aquella manera.
El autobús llegó a la parada del centro comercial y bajé junto a la gran mayoría de los pasajeros. Todos autómatas, poniendo un pie delante del otro dirigiéndonos hacia unos grandes almacenes que nos ofrecían cumplir demasiados sueños imposibles.
Mientras andaba pensé en si había cerrado bien el gas de la cocina por la mañana cuando puse a hervir la leche del desayuno. ¿Y si se me había olvidado? ¿Y si lo que no había hecho era cerrar la puerta de la casa con llave? Sentí un sudor frío y me desabroché el abrigo. “No, Carmen, está todo bien”, “No pasará nada, lo has comprobado todo varias veces antes de marcharte”, “Pero, y si…” No, no podía entrar en el centro comercial y perder el tiempo en buscar un regalo mientras mi casa estaba a punto de arder o de que alguien entrase a robar. Me giré sobre mis pies y esquivé a varios transeúntes hasta llegar, de nuevo, a la parada del autobús. Me sentía inquieta, preocupada. Pasó una ambulancia por la carretera y supe que se dirigía a mi casa, que algo había ocurrido. Seguramente las llamas se habían propagado por el resto de pisos. ¿Estaría bien mi vecina? Por favor, que no haya ocurrido nada grave.
Me subí al autobús y ni siquiera miré a la chica que lo conducía. Le di el dinero justo y corrí a resguardarme de mis pensamientos en un asiento cualquiera. El abrigo me sobraba pese al frío. Los nervios se estaban apoderando de mí, me costaba respirar con normalidad. Cerré los ojos, como había hecho minutos atrás, pero no podía despejar la mente. Un hombre se sentó a mi lado y me saludó con una sonrisa, pero yo volví la vista a la ventana, buscando indicios del incendio. Mentalmente me despedí de mis libros, los cuales había estado coleccionando desde pequeña con mi madre; de los discos de música firmados por mis músicos favoritos; de mi ropa… Adiós a todo. Y todo por culpa de mi mala cabeza, de no haber comprobado bien todo antes de marcharme.
Cuando me bajé del autobús tenía el corazón golpeándome el pecho con sacudidas cada vez más fuertes. Corrí hacia el portal de nuestra casa, a cinco minutos de donde estaba, y pude respirar cuando vi que no salía humo de nuestras ventanas. Parece que sí cerré el gas. Pero… ¿y la puerta? Seguro que alguien la había visto abierta de par en par y había entrado. Sí, el vecino nuevo del tercero lo sabía y se habría llevado nuestro ordenador nuevo y la televisión.
La puerta del portal estaba abierta y seguí corriendo mientras subía las escaleras hasta el cuarto piso. Llegué casi arrastrándome, pero lo compensó el alivio que sentí al ver la puerta cerrada.
Todo estaba bien. No se me había olvidado cerrar el gas ni cerrar la puerta. Me arrepentí de no haberme quedado en el centro comercial porque ya era tarde para volver y no tenía ningún regalo para el cumpleaños de Carlos. Suspiré y pensé que le diría de salir a cenar los dos juntos. No serían las zapatillas que él quería, pero al menos pasaríamos una bonita noche.
Busqué las llaves de mi casa en el bolso y maldije la hora en la que me lo compré tan grande. Había metido tantas cosas que no era capaz de encontrar nada. Vacié todo el contenido en el suelo, pero las llaves seguían sin aparecer. Entonces supe que se me habían perdido. Seguro que fue en el autobús, cuando fui a pagar el viaje de vuelta. Ahí se me caerían al suelo y alguien las cogió.
Me senté en las escaleras, totalmente hundida y exhausta. No podía entrar en mi casa y a saber si tendríamos que cambiar la cerradura. Dejé que pasasen los minutos así, en silencio y notando cómo mi respiración se iba calmando. Justo cuando ya pensé que me encontraba bien, escuché a alguien detrás de mi puerta. Me levanté de un salto y me quedé mirando fijamente aquel trozo de madera, esperando a que me respondiese mis dudas, pero el silencio volvió. Pero aquello duró solo unos segundos porque, de repente, la puerta se abrió y apareció una mujer vestida con unos vaqueros ajustados, unas botas altas de cuero y una chaqueta que seguro que costaba más que toda la ropa que tenía en mi armario.
– ¿Quién es usted? -le pregunté acercándome a ella.
Si tenía que usar la fuerza, no dudaría en hacerlo.
-Eres Carmen, ¿verdad?
– ¿Cómo sabes quién soy?
-Por favor, pasa.
Abrió la puerta del todo y se dirigió al salón, esperando a que yo la siguiera. Dudé, pero finalmente la seguí. No sé cómo lo había conseguido, pero en apenas una hora y media que había estado fuera había cambiado algunos muebles y el pasillo estaba pintado de otro color. Me volví al rellano y me aseguré: 4B. Sí, aquella era mi casa.
La mujer estaba hablando por teléfono cuando me senté en mi sillón. Al instante, colgó y me miró con una sonrisa forzada.
-Bueno, tan solo tendremos que esperar un rato- me preguntó mientras se frotaba las manos. -Hace mucho frío hoy, ¿te apetece un té caliente?
No supe qué responder. ¿Qué hacía aquella desconocida en mi casa, ofreciéndome mi propia bebida?
– ¿Quién eres? – le pregunté.
-Soy Noelia y vivo aquí desde hace un año.
-Eso es imposible-sentí que el estómago se me encogía.
Noelia suspiró y se sentó en el otro extremo del sofá. Me miró fijamente hasta que se animó a hablar. Mientras lo hacía, el sudor se me fue acumulando en las palmas de las manos hasta el punto de que incluso el jersey me daba calor.
-Esta mañana desapareciste del psiquiátrico donde llevas internada casi un año. La policía me llamó advirtiéndome de que seguramente vendrías aquí, creyendo aún que esta es tu casa.
Vio que yo no abría la boca y siguió explicándome.
-Hace un año tu hijo Salva apareció muerto.
-Eso…no…- la interrumpí, pero a medida que me hablaba, los recuerdos volvían y dejé que las lágrimas se desbordasen de mi cara.
Recordé la noche en la que convencí a mi hijo para ir juntos al cine. Carlos se había quedado en casa y fue el momento perfecto para llevarlo a una calle poco transitada y propinarle varias puñaladas. Cuando su cadáver cayó al suelo llamé a la policía y juré que había sido un hombre el que se había acercado a él y lo había matado, pero la verdad se descubrió al cabo de dos días. Entonces comenzó una época de juicios, acusaciones, opinión pública, odio… pero lo que más me dolió fue que no conseguí que Carlos volcase toda su atención en mí, sino todo lo contrario. Ya no tenía la distracción de Salva para perder sus tardes con él y no conmigo, pero había matado a nuestro hijo y aquello jamás me lo perdonaría.
La mujer se había levantado y estaba mirando por la ventana, seguramente esperando a que la policía llegase. No, no podía dejar que me volviesen a internar en aquel sitio. Tenía que encontrar a Carlos y decirle que podíamos ser felices juntos, que Salva solo era un estorbo para nuestra relación y por su culpa cada vez estábamos más distantes. Seguro que, si le decía lo mucho que lo amaba, él se daría cuenta de que estamos destinados a estar juntos.
Miré a la mujer y le pedí un té con la mayor amabilidad que pude. Parece que aquello le supuso un alivio porque suponía salir del salón y perderme de vista unos minutos, hecho que aproveché para marcharme y bajar las escaleras lo más rápido que pude. Salí a la calle y sin mirar hacia donde iba, eché a correr hasta que sentí que el pecho me iba a estallar si no paraba. Miré hacia atrás, pero nadie me seguía.
Estaba sola, pero por poco tiempo. Vería a Carlos aquel mismo día. Sabía dónde podía estar. Sin pensármelo dos veces, eché de nuevo a correr dejando atrás el coche de policía que se acercaba a mi antigua casa.