Aldo Martínez Sandoval
Foto por Juan Cuock
Ligero tratado sobre los anticuerpos y sobre por qué deberías invitarme a cenar
Se me acaba el argumento y la metodología
cada vez que se aparece frente a mí tu anatomía.
Ciega, sordomuda – Shakira.
Tienes una arruguita entre el ojo y la mejilla izquierda, una marca casi vertical. La descubrí la última noche que pasamos juntos, cuando recién me acostumbraba a estas ganas de conocer tu cuerpo. Fue ahí cuando mi sistema nervioso me lo preguntó: “¿Estás enamorándote?” Sí, creo que sí. “Qué imbécil; enamorarte en plena pandemia. Deberías hacer algo de provecho como los paramédicos, los científicos o los doctores”. Por un momento me sentí inseguro, pero entonces vi los dientes de tu boca entreabierta, y ya no me importó. Quería besarlos. Sabía, por las mordidas, que eran firmes, pero estando ahí me los imaginé con la misma textura del caldo de queso que una vez cociné para ti. Sintiendo tu calor a mi lado, en la oscuridad, no le temía al virus que me aterró por tanto tiempo, sólo quería volver a sentirte; que las gotículas de tu respiración entraran a mis pulmones y supieras que, contra todo pronóstico, empezaba a querer a tus lunares.
Al amanecer me despedí; estaba por cruzar la puerta, cuando no me pude contener: simplemente volví, te abracé y dije —ocultándote mi miedo—, que nunca sabía cuándo volvería a verte. “Pronto”, respondiste. Pronto.
Días después me pusieron el refuerzo de la vacuna, y esa misma noche, envalentonado por la adrenalina, te intenté convencer de invitarme a cenar, pero no lo conseguí. Simplemente te negaste: “Tengo mucha hambre y podría morir mientras espero”. Te haría bien, cenar conmigo, lo aseguro. “No tienes forma de comprobarlo”. Entonces decidí enfocarme en la tarea de demostrarte científicamente por qué deberías hacerlo, tal vez si mezclaba ciencia con amor, mi cerebro me reprocharía un poco menos, y tú aceptarías.
De paso, quise hablarte de anticuerpos; es importante hablar de los anticuerpos. Primero que nada, debes saber que, cuando terminé de hablar aquella vez contigo, me enfermé. Me vacunaron aproximadamente a las 14:00 horas, y ningún efecto adverso se hizo presente en mi cuerpo, todo avanzaba de maravilla. Fue a eso de las 23:30, justo cuando terminábamos de hablar y dejaba el celular a un lado, que me dio fiebre. No demasiada, no superior a los 39°C y por lo tanto no mortal o capaz de afectar las funciones celulares y protéicas de mi cuerpo. Pero, según el termómetro, era fiebre; pensé “claro, tenía que pasar justo ahora que no estás a mi lado”. Mala suerte.
Luego lo reflexioné mejor: ¿por qué hasta entonces?, ¿por qué precisamente en ese momento se manifestaban las dolencias? La situación me llevó a la conclusión empírica de que no era necesariamente un efecto secundario del antígeno, sino que en realidad lo que me enfermó fue no estar contigo; no que me enfermara en el sentido de que me molestara o me diera rabia –aunque sí, también eso ocurre cuando estás lejos–, sino que, tal vez, al ya no saber más de ti, mi cuerpo pensó que algo malo ocurría y ordenó a los pirógenos que hicieran su trabajo y aniquilaran a cualquier agente enemigo que corriera por mis venas y causara la dolencia. Es curioso que, más allá de la inyección –la cual, según los antivacunas, me inoculó un chip 5G para que el gobierno me manipule–, el único agente malicioso era tu ausencia.
Pero sé lo que estás pensando: “Nada de esto explica por qué Yo debería invitarte a cenar. Sólo demuestra que Tú quieres estar conmigo”. Bien, si de tus necesidades hablamos, puedo decir esto a mi favor: después de reponernos de una enfermedad, desarrollamos anticuerpos contra el virus o la bacteria responsable; el sistema inmune sintetiza las proteínas necesarias para quedar protegido de un nuevo ataque del mismo bicho que intente utilizarnos para nacer, crecer, reproducirse, joder y morir. De igual manera, se ha demostrado que convivir con vertebrados que tengan las defensas altas o estén inmunizados contra virus específicos, fortalece la capacidad de reacción que tienen los cuerpos de quienes los rodean. Así que, si después de sobrevivir a esta fiebre mi aparato inmune es más apto para perdurar en este planeta, hay una posibilidad de que, si convives lo suficiente conmigo, el tuyo obtenga los mismos beneficios.
No miento, de una manera similar se descubrieron las vacunas. Por eso se llaman vacunas. Edward Jenner, encontró que las mujeres lecheras de la segunda mitad de 1700 adquirían por contagio la viruela vacuna, y por supuesto que la pasaban mal, pero esa cepa era menos letal que la humana y, luego de reponerse, se volvían inmunes a ambas variantes. Convivir con las vacas y sus achaques, las salvaba de una enfermedad mortal –y por favor ahora te pido evitar hacer comparaciones entre una vaca y yo, sólo estoy sustentando el asunto contextualmente… a menos de que hablemos del gran lunar que cubre una parte de mi rostro, una mancha que me hace un poco similar a nuestras amigas lácteas–. A partir de ese descubrimiento, Jenner pudo desarrollar una primera protovacuna mediante un método que no pienso exponer aquí ya que hay pústulas de pus y sangre involucradas, y no quiero asquearte o podrías perder el apetito y atentaría contra nuestra hipotética cena.
Expuesto lo anterior, es evidente que relacionarte conmigo después de mi fiebre, podría traerte beneficios orgánicos, aparte del cariño que puedes estar seguro que te entregaré. Porque al cenar con alguien que te importa, lo menos relevante es la comida; podríamos, por ejemplo, encontrar la relación entre la ley de gravedad, el queso fresco derritiéndose en un plato, y los besos; entender cómo mi masa de 62 kilos se siente irremediablemente atraída al lugar que ocupa en el tiempo y el espacio la tuya, de 57, causando una curvatura infranqueable que me lleva a decir creo que te quiero con la misma incertidumbre y miedo que cierto científico cuando dijo creo que nada puede viajar más rápido que la luz.
Y si hablamos de besos, hay estudios que demuestran lo benéficos que son para la salud: aceleran la frecuencia cardiaca y aumentan la temperatura corporal; eso mejoraría tu circulación, haría que los vasos sanguíneos de tus intestinos se irrigaran y hasta te ayudarían con la colitis que te ha molestado desde hace semanas y gracias a la cual casi tuviste que dejar el café. La mezcla de ambas salivas sería como una sutil vacuna en tu sistema inmune.
Sí, con todo eso quiero decir que durante la cena yo tendría unas ganas endiabladas de besarte –siempre pensando en tu salud, por supuesto–, mismas que no podría contener y me abalanzaría sobre ti a la menor provocación, cayendo a una velocidad de 9.8 besos/s2, pidiéndole a tus dos nombres que me expliquen la relatividad del tiempo; que me digan cómo es que “Pronto” puede tener un sentido verdadero y no uno fatal.
–No quiero irme.
–Tengo trabajo.
–Es que no sé cuándo vamos a volver a vernos.
–Pronto, ¿no?
“Pronto”, que no lo mismo que “enseguida”.
“Pronto”, que no dice nada, pero nos ayuda a salir del paso.
Cuando cocinas junto a alguien, no puedes pedirle simplemente “apaga el arroz pronto”, porque se puede quemar. Se dice, “ahora”, “en treinta minutos”, “cuatro años”, o “en una eternidad”.
¿Qué hace un corazón cuando le dicen “pronto sabrás si te quiero”?
El mío decide hacerse tripas y aterrado decirle a tu arruguita “pronto te confesaré que me importas”. Pronto sabrás que cada una de mis células intentan ser útiles para la humanidad, pero sólo hacen el ridículo.
Pronto tendré que aceptar que caí enamorado en el peor momento para estarlo, aunque estoy seguro de que el amor es lo único que nos va salvar.
“Quédate”, quise decir, “tu presencia me hace bien”. Mi lunar con tus lunares. Tus dientes de queso contra mi labio inferior. Quédate: me haces bien.
“Me haces bien”. No es algo que diga al aire, como si nada. Estoy seguro de que, si encuestáramos a los millones de anticuerpos que ahora rondan dentro de mí gracias al personal médico, el 99% estaría de acuerdo en el efecto positivo de tu presencia; el 1% restante, se abstendría de la votación, no porque piensen lo contrario sino porque les parecería ridículo participar en un ejercicio democrático del cual ya se conoce el resultado. Claro que todo es hipotético, son tan pequeñitos que aún no desarrollamos los instrumentos para comunicarnos con ellos. Además, ni siquiera son seres vivos, sino proteínas que recubren nuestras células. Así que no me queda más que resignarme a no tener un respaldo científico de lo evidente. Y sí, tal vez no podamos preguntarles su opinión, pero ¿por qué desconfiar de ellos?
Sólo hay una cosa que deseo pedirte si ese “pronto” llega algún día: por favor, no comamos carne de vaca.
Muuuuuuuuuuuu.
Aldo Martínez Sandoval (Ciudad de México · 1993) es egresado del Colegio de Literatura Dramática y Teatro de la UNAM. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Dramaturgia (2018-2020). Representante mexicano en la residencia Dínamo 7 de Interdram (Chile, 2020). Mención honorífica del III Premio Carlos Monsiváis de Crónica “Prosas de la ciudad” (2021). Sus obras se han presentado en distintos recintos y festivales de México, Chile y Argentina, y están publicadas por Teatro UNAM, la Universidad de Buenos Aires y Los Textos de la Capilla; ha publicado textos en revistas como Este País y Tierra Adentro.