Me gusta despertar a las cinco aeme, ver el día corromper la oscuridad y reconocer en los sonidos más macabros del silencio el espacio de mi tranquilidad. Estos días me levanto a esa hora para leer, porque tengo hunger de leerlo todo, o ansiedad, que es el término de moda. Esta enfermedad de dormir poco y despertar siempre antes que, incluso antes que, los insectos, viene de los días del marcado de tarjeta. Poner el dedo en el biométrico a las ocho aeme significó por muchos años de mi vida, levantarme a las tres o a las cuatro para escribir los textos pendientes o los deseados. Por fuera, siempre por fuera de los oficios y las horas “normales”, donde tres se convierte en ventana de tiempo, tres y media en trabajo no pago de escritura, cinco en quién me paga por las horas que invertí leyendo para poder escribir hoy esta pequeña e insignificante idea, cinco treinta en el pájaro cantando, siete en tengo que salir corriendo para que no me descuenten por retrasos.
Un reloj convertido en un manojo de arbitrariedades del lenguaje y la vida.
Hacia el final del cuento Si alguien me pregunta ¿qué haces?, contesto: Estoy leyendo de Silvina Ocampo, se lee este diálogo:
—¿Es tan difícil escribir? ¿Más difícil que vivir?
—Menos arduo pero más difícil.
—¿Más divertido? ¿Menos real? ¿Menos cierto?
Domitila Barrios fue una mujer indígena de las minas de Bolivia que en 1977 protagonizó una huelga de hambre que terminó con la dictadura militar y recuperó la democracia. No exagero al decir que es la figura política femenina más importante de la historia contemporánea de mi país porque su vida y su lucha desembocaron en la elección democrática, con mayoría absoluta, del primer presidente indígena de Latinoamérica en 2006. Estas palabras de Domitila me acompañan siempre: “Nuestro enemigo principal es el miedo y lo llevamos adentro”. El otoño del 2021 llegué a New York para trabajar en un proyecto de escritura que tiene que ver, principalmente, con domar ese miedo que está dentro.
La distancia de estos dos años posibilitó el punto de vista con el que intento calibrar mi lenguaje.
la infancia, efecto canicular
Hace tanto calor que las paredes de la casa sudan. Pero nadie se alarma, porque es normal que lo hagan, que encontremos gotas de agua rodando sobre las imperfecciones del acabado blanco. ¿Blanco[? ¿A qué le decimos blanco? ¿Al color] con el que fueron pintadas las paredes? O al que vemos ahora al pasar de los años, al pasar de la lluvia, con las marcas de nuestras manos grasientas, de los gritos y los perros. Le decimos blanco nada más, como a otras cosas que no son blancas. Que nunca lo fueron.
Hace calor, el letargo es real. Pero hay que hacer las tareas abrir los libros cumplir con las matemáticas escribir con dos colores domar a la mano izquierda para que pueda agarrar los dos lapiceros y cambiarlos en un movimiento veloz cuando sea necesario poner las comas con rojo o los signos de exclamación e interrogación o algunas otras palabras importantes. Hay que preocuparse por que las hermanas hagan la tarea coloreen dentro de las líneas se saquen el uniforme sucio de comida sucio de caídas y raspadas sucio de sudor.
Supongo que quien hace todas esas cosas soy yo. Los recuerdos son como ráfagas fugaces que llegan con el sopor de la humedad a 35 grados. Con velocidad de ráfagas, pero con letargo de calor. [Todo al mismo tiempo]. La lógica me lleva a completar el recuerdo. Algunas cosas sé que pasaron otras deseo que hayan pasado y otras asumo que sí son el pasado.
Más tarde a sentarse en la cama blanca de mimbre de mamá. Es grande y blanca y tiene un techo, como la cama de la bella durmiente, donde se ponen otras sábanas no sé para cubrir de qué. Esa para mí siempre será la cama más bella de todas las camas. Creo que mi abuelo se la regaló. Me gustaba, desde ahí, ver a mamá alistarse para ir a trabajar en la noche. Ella frente al gran espejo del tocador, juego de la cama, de mimbre blanco. Encima están todas sus pociones maquillajes cremas perfumes joyas peines. Cosas que solo ella, la adulta de la casa, podía usar. Se mira en el espejo gigante y yo la miro mirarse. Pienso que esta escena se ha repetido mucho en la literatura: María Negroni, Clarice Lispector, Magela Baudoin. Hijas mirando a sus madres ser hermosas aunque ellas no se sintieran hermosas. Percibo esa imagen en cámara lenta aunque la realidad es que papá está esperando hace rato e insiste en que se apure que otra vez lo mismo que ya están tarde como siempre.
Se van. Nos quedamos las tres. Tenemos edades indefinidas. Aunque yo seré siempre cinco años mayor que mi hermana y ocho mayor que mi hermano. Y hace tanto tanto tanto calor que solo nos queda jugar. Porque ni la noche nos salva del sopor. Las tareas están listas. La cena comida. Las madres en el trabajo. Quizá nos acompaña Tina. Tina tiene mi edad, a lo mucho, un año más, pero trabaja en mi casa limpiando y duerme y despierta en el cuarto que está al fondo, detrás del patio. A ella le toca ya no ser niña o serlo de otra forma. Quién soy yo para decir.
Entonces sí, el calor. Digo salgamos y salimos. Digo pasará y sabemos qué pasará. Conecto la manguera al grifo más cercano y comienza la fiesta. Corremos, aunque no hay mucho espacio para correr, la perra ladra feliz deslizándose entre nuestras piernas, reímos, queremos evitar el agua pero también queremos mojarnos. Hay una pelea, un forcejeo, ya a otra le toca agarrar la manguera. Tenemos que turnarnos, pasar el poder. Además, mojarse una misma no es tan divertido. Hay que reconocer el placer de ser víctima en el juego. Las niñas sí saben de democracia.
También les llega el agua a las paredes a las ventanas a la casa de la vecina a la perra; [todas blancas. Pero no nos importa]. Tampoco nos importa que no tengamos permiso para jugar así de noche. Hay una musiquita sonando tan bonito. Hay el alivio del agua. Hay el presente que siempre fue un pasado. Hay una felicidad completa, absoluta, de esas que duran bien poco.
Estamos empapadas. El juego se agotó. Lo que viene es guardar la manguera impulsar el agua hasta el desagüe quitarse la ropa mojada y entrar a la ducha de agua caliente. Ningún somnífero mejor: agua fría o temperatura ambiente y después agua caliente. Que pijama. Que cepillo de dientes. Que cama uno cama dos cama tres. Solo dos habitaciones. Y a dormir el sueño de las justas.
Mañana será otro día y otra noche y otro trance de la infancia en vaho.
A veces, cuando estoy sentada en mi sillón leyendo, en el aula enseñando, escuchando a mis compañeras en clases o en el metro yendo a ningún lugar, siento que soy completamente incapaz de ser una escritora, de urdir historias con capas, de tejer hábilmente los hilos para armar la obra, de empalmar simbologías, de crear algo que a mí me hubiera gustado leer. El miedo se lleva dentro.
Luego recuerdo que tengo que hacer dinero para sobrevivir y me sobrepongo al miedo. Necesidad.
otra madrugada: cinco aeme: leo a Joan Didion en el sillón amarillo: hay café caliente frente a mí: hay también una vela encendida, en inglés se dice lit a candle: del otro lado de la ventana veo el viento hacer volar la nieve del techo de la casa del vecino: es un día de sol, así que el espectáculo es hermoso: estelas de copos mínimos viajan bailando y brillando en el aire: estoy leyendo y tengo ganas de escribir: pero también tengo miedo de escribir: Didion me susurra que solo en la escritura se puede hablar con los muertos: esto no es una cita, es lo que yo le hago decir a Didion que ahora está muerta: afuera el viento brilla y yo hago que los muertos me respondan: anoto en mi cuaderno: tener miedo a todo, pero intentar no tener miedo al verbo empuñado en la primera persona: recuerdo, pensé, quise, sangré, imagino:
Mircea Cărtărescu escribió esto en Solenoide: “…cuando todavía creía en la literatura no como crees que va a nevar por la noche, sino como crees que tras la muerte viene otra vida.”. Pienso que el extremo romanticismo de escritores como él, a veces, es el único modo de superponerme a esa loca sensación, desmesurada en tamaño, de que todo es muy grande, que es imposible asir algo una idea un sentimiento una estabilidad solo con mis manos de neuronas. La escritura.
Es esa manía de querer ver todo y en el proceso incendiarse los ojos porque no se parpadeó.
Mientras tanto el dinero, los relojes, el oficio de las escritoras, la imposibilidad de la memoria, la escritura como mecanismo para recordar o archivar, el miedo a algo que no se sabe bien qué es, su equilibrio con la distancia, y esta necesidad de abrir cada día alimentando a la bestia ansiosa y poseída por el hunger.
Paola R. Senseve T. (Bolivia, 1987), escritora, artista y gestora cultural. Ha publicado cuatro libros. No consume azúcar y a veces se sueña que come tortas enteras de chocolate. Cada domingo en la noche sueña que llega tarde a dar clases. No se olvida que una vez soñó que abortaba al niño que tenía cargado en brazos. El sueño de su vida es ser lectora a tiempo completo.