Por: Leonel Alvarado
El futuro que no fuimos (Tegucigalpa: Editorial Universitaria, 2018)
Lugar, este animal
Por todas partes hay esto que se llama lugar,
el animal, ya lo dijo Boccanera, más grande
de la tierra. Su existir es un rebalse
de centros y orillas. Le sobran nombres:
se llama ciudad, roca, montaña, metedero;
le nacen árboles, gentes, trenes, caballos
y cosas que están en su lugar o fuera de lugar.
Sólo el lugar no está fuera de lugar. Uno cruza
diez mil kilómetros para dar con el lugar.
Uno mastica otro idioma para caber en el lugar.
Uno improvisa vida, alquila un pedazo de lugar,
le crecen hijos que ya son de otro lugar.
Uno puede irse de tal o cual lugar, extrañarle
una esquina, un árbol, cierto atardecer.
El único lugar seguro, el del nunca irse,
está abajo, en el lugar más hondo del lugar,
allí donde la tierra nos abre el lugar definitivo.
La tableta de las maravillas
Lo que fue chasqui, humo, posta, paloma mensajera
es hoy pantalla, prodigio de cables y botones que nos trae
buenas y malas nuevas, cariños y dolores, cuerpos y números
que van llenando y vaciándonos la vida.
Lees pantallas, te anoticias,
te vuelves experto en angustias ajenas.
No es que haya más maravilla y mayor crueldad en el mundo;
de lo prodigioso y lo terrible está hecha la historia:
la invención del mundo en seis días y su destrucción
por agua, los cien mil elefantes de Genghis Khan,
los Alpes conquistados por Aníbal, los monstruos
sin cabeza que no encontró Colón, los millones
que murieron en la Gran Guerra y, ya en tiempos de paz,
los millones que no pudieron con la gripe española.
Tantas cosas han acontecido, confiesa Lucas,
que he decidido contarlas. Así fue para Homero
y para el escriba maya. Ya lo dijo Samuel Butler:
las noticias están por todas partes, los fotógrafos
saltan como leones hambrientos sobre su presa
(y era apenas el siglo diecinueve).
El mundo se aparece en todo su prodigio y toda su crueldad
frente al iluminado por el resplandor que emana de este nuevo
retablo de las maravillas. El clic es la chispa que enciende
la hoguera que una vez reunió a la tribu.
De amores y remesas
Western Union está locamente enamorado
de esta angoleña que apenas puede deletrear
su nombre, llenar el formulario y presentar
sus credenciales para demostrar que es ella
la que está de este lado, despachando en números
su amor por el distante.
La mira, papeles en mano, el nepalí;
la miro yo; la miramos todos los que estamos
aquí queriendo, poniendo en cifras el cariño,
pagando la deuda de estar lejos.
El derecho de esperar detrás de la angoleña
se gana; usted cruza desiertos, se lanza al mar,
se esconde en trenes, espera en campos de detención
y, si muere en el intento, le pide a su cadáver
que le guarde el puesto en la fila.
A usted lo trajeron los números, las ansias
de llenar cucharas, la alegría de pagarles la felicidad
a otros, de regurgitarles sus peces en la boca.
Amparados al cariño de Western Union
usted, el nepalí y yo somos esa angoleña
que deletrea lentamente el nombre
para que en el éter del mercado se sepa
de dónde partió este amor.
El misterio de los cotiledones
A Rosalba Campra
Aquí se cumple esta semilla, desde aquí baja
a buscar raíces en el calor de la tierra, por aquí
comienza el tiempo a trabajarle los cotiledones.
Arriba esperamos, cuchillo en mano,
que se resuelva este misterio de la fruta
brotada de la diminuta exageración de su semilla.
Al carpintero le envejecen los martillos en la mano
esperando las maderas que adivina en la semilla
de cedro. Sueña sillas, lo desvelan mesas, se acuesta
en camas que la semilla soñó en su vecindario de raíces.
De sueños realizados de semillas está hecho el puente
por el que cruza el ido. En los cotiledones estaba esa partida.
El que plantó la semilla ya pensaba en maderas
que transportarían adioses. Pero la semilla ignoraba
la complicidad del río, no se adivinaba tendida
sobre el aire, conquistadora de alturas.
Pasamos los días al sol, esperando que de la dureza
definitiva de esta semilla brote la sombra del roble.
No nos consuelan paraguas porque adivinamos la promesa
de las hojas apretadas en el ínfimo universo de esta semilla.
En platos acabarán los sueños de la semilla,
en patas de mesa, en puentes para despedidas.
Pero la semilla no se cumple en frutas y maderas;
sus sueños son nuestro sustento y si sueña robles
es nuestra sombra lo que sueña. En el calor de la tierra,
en el misterio de los cotiledones somos el sueño de esta semilla.
Heidegger se resbala en una cáscara de plátano
¿Cuál fue la vida de Aristóteles? Nació, pensó, murió.
El resto es anecdótico.
HEIDEGGER
Los trabajos del tiempo en el plátano;
esa es la madurez. El tiempo que amarilla,
ablanda, enternece a la fruta por dentro.
Cuando se excede, el tiempo es visible
en manchas que cubren la cáscara
hasta desfigurarla: el melanoma
detectado a destiempo.
El tiempo se complace en lo blando
hasta podrirlo, hace mortaja de la cáscara.
Pasado está el plátano, se dice, y se lo baja
sin miramientos de la mesa; se le echa en cara
la madurez desperdiciada.
A la basura van los trabajos del tiempo.
Pesado va el plátano de su propia oscuridad,
ligero de una vida que no se realizó.
Lenta puede ser la madurez, si es que llega.
Si en la mesa no se cumplen las aspiraciones
que comenzaron en la mata, lo que espera
al otro lado es la sentencia brutal, el desprecio
de la mano que entierra en el olvido
lo que el plátano no pudo ser.
Garden Center
En paquetitos rigurosamente explicados vienen chiles.
Perdón: la promesa de chiles. No bastan tierra, sol y agua
para realizar estos sueños. Hay cifras, pasos, medidas
para que el chile se vea realizado; instrucciones o amenazas
que hay que seguir rigurosamente para llegar al chile mayor,
el fruto definitivo que mi madre rellenaba en platos compartidos
en largas tardes de domingo, pláticas interminables,
amorosas horas que preferían demorarse en la mesa.
¿Cuál es la mejor época del año para sembrar estas semillas?
le pregunto al empleado del garden center. Me mira, compadecido
de mi ignorancia; habla de temperaturas, calidad del terreno,
el ineludible dilema entre la maceta de la cocina o la esquina
estratégica del patio. Plácidamente informado, salgo en busca
de una larga tarde de domingo, un plato que no quiera
levantarse de la mesa, la sonrisa de mi madre y ese gusto
a una felicidad que no cabe en paquetitos rigurosamente explicados.