Estela, la primera Gutiérrez, me contó que la primera vez que se dividió fue cuando terminó con su novio, Juan Rodríguez. Me dijo que la segunda ella, que quería ser la primera, corrió tras Juan. Ella, la primera que quería ser la segunda, no lo persiguió porque “ya lo había hecho”. Hablé con Estela en la fiesta a la que había llegado por una invitación que me había mandado un Juan Rodríguez algo, que no estaba seguro si era el mismo ex-novio de Estela; el segundo apellido parecía que se había borrado y no lo había podido leer. Yo no conocía a ningún Rodríguez, o no me acordaba de haber conocido a alguno. Pero yo por dármelas de curioso fui a la fiesta. No dudé, cuando llegué a la casa de la mamá de Estelita, que todos eran los mismos.
Había trago y había música, ¿pero qué música? Muchos la estaban bailando, otros solo hablaban. Yo quería saber más de lo que me había dicho Estela, si ese Juan Rodríguez del que me comentó había sido el de la invitación. Encontré a la otra Estela cerca del bife. “Sumercé no sabe que es odiar enserio enserio enserio, hasta que se vaya a casar” me dijo. Había terminado con Juan cuando él se dividió por primera vez para perseguir a otra muchacha, una Martín. Uno se quedó para pedirle matrimonio a esa Estela, pero viendo ella lo fácil que es para él perseguir a otras… “Y gracias a Dios, ¿se imagina usted yo como Gutiérrez de Rodríguez? ¡Olvídese!”. Me contaba esta Estela que el Juan que terminó estando con la Martín decidió quedarse con el apellido de ella, siendo Rodríguez Martín. El otro que se quedó con Estela luego se casó con otra y lo mismo. Uno de ellos se volvió Rodríguez Noguera, el otro se quedó solo Juan.
Y con todos los Juan que conocí ese día, descubrí que la decisión de quedarse con los apellidos de sus mujeres no cambió en ninguno de ellos. Había Rodríguez Quijano, Rodríguez Salazar, Rodríguez Urrea, Rodríguez Rodríguez… Extrañísimo me parecía eso. Pero aún más extraño me pareció verlos sin la compañía de por quienes adoptaron el nombre. Ni una esposa, ni una novia… solo las Estelas. Y ellas eran iguales: todas casadas, y todas sin sus esposos. La única diferente era la Estelita. Ese era el día de su boda.
Parece que la otra decisión que nunca cambió fue la del pelo. Todos con el mismo corte, todas las Estelas con la misma trenza. Hablé entonces con el primer Juan que vi, para saber lo de la invitación y para preguntar sobre los nombres, tan curiosos que eran. Un Rodríguez González me dijo que nunca había visto a ninguno de ellos escribir con la letra con que estaba escrita la invitación. Le pregunté entonces por lo del pelo, porque me parecía curioso que todos tuvieran el mismo corte que Juan, el novio. “¡Yo que voy a ser como ese!” me decía. “Vea, yo aquí solo vengo por respeto. Ese es mala clase, se lo toma todo de nosotros, ¿y yo qué? Yo sí trabajo, ese solo se la pasa persiguiendo a las Estelas. Pero no se lo vaya a decir a Estelita ¿no? Luego me sacan de la fiesta, ¿y ante eso qué?”.
Él había aparecido cuando Juan cogió trabajo de camionero. Como Juan no quería hacerse camionero, González se dividió de él para tomar el trabajo. “Estelita no se da cuenta. ¿Y ante eso que? ¡Nada! Ya nada que hacer por Estelita…”. González tomó y se calló. No me quiso decir por qué se quedó con el mismo corte de Juan, ni porqué, como él, se quedó con el apellido de su esposa. Ni me miró cuando terminó de hablar. Me pareció que la música se hizo más fuerte.
Volví a hablar con Estela, la que se dividió por lo de la Martín. Me dijo que lo del nombre era muy común para los Rodríguez, pero qué más común era por Juan. “Él les dice a las muchachas que va a tomar el nombre de ellas y ¡pum! ya quedaron. Claro que siempre terminan naciendo otros, nunca está a gusto. Yo creo que es por nosotras… siempre se divide cuando se entera de que nació la Estelita.” Ella era ahora Gutiérrez de Rivera, habiéndose casado meses después de dejar a Juan. “Pero Juan siempre lo hace, y los que nacen de él no cambian”. La segunda vez que un Juan se casó se convirtió en Rodríguez Caicedo. Al mismo tiempo, Estela de Rivera se había aburrido de la gritería del marido. Ahí nació una Estelita. Y cuando Juan se enteró, nació un Juanchito. Pero este se casó con otra mujer y, como lo hizo el primero o como lo hizo Caicedo, tomó el nombre de la esposa. Y cada cuanto nacía una Estela nacía un Juan, y cada cuanto nacía un Juan, Rodríguez se volvía otro apellido. Pero nunca se volvía Gutiérrez.
Vi la fiesta y vi sus invitados, y vi que como había de unos había de otros, que como había de trenzas había de cortes de militar, y que como había de miradas felices había de desaprobación. “Estelita no sabe lo que hace” me decía Gutiérrez de Rivera. “La pobrecita… Pero ya nadie que le diga qué. Eso del amor es tenaz”. La noté mirando a Juan, el novio, que estaba hablando con otros él, pero ella no estaba mirando a Estelita. La novia estaba en ese momento con otras Gutiérrez, pero ellas hablaban solo entre ellas. La Estelita estaba muda… muda y quieta. Me contó Gutiérrez de Rivera que ella había nacido hace como una semana, cuando Gutiérrez de Castro, dividida de Gutiérrez de Rivera, había visto pasar por el paso a Boavita a Rodríguez Noguera. La Estelita que ahí nació lo siguió hasta el pueblo. Juan, el novio, vivía con Noguera en La Uvita en ese momento, y ahí conoció a Estelita. Unos días después, él le dijo que sería Rodríguez Gutiérrez por ella y ¡pum! “Estelita no sabe lo que hace”.
Hablé con Rodríguez Noguera después, cuando fui al baño. Faltaban aún pocas horas para la ceremonia. Le pregunté qué creía él de la situación de Estelita. Me dijo, “Juan no es malo. Si él fuera malo todos aquí seríamos malos, y ninguno estaría acá.” Por todo y lo parecido, este Rodríguez me recordaba poco a González. Como pensé en él le pregunté por qué González parecía odiar a Juan. “González sabe que si él no hubiera sido el él que se fue de camionero, él sería el él que tendría a Estelita. Y es que ya no le importa la González, su mujer. Él siempre quiso fue a Estelita.”
Luego le pregunté por la invitación. Casualmente otro Juan que salía del baño, y que nos había escuchado, me dijo que él la había mandado. “¡Sí! ¡Fui yo!” decía riéndose de lo borracho. No supe si sí habría sido él. Quiero pensar que sí, pero ahora da la misma.
Cuando Noguera se fue del baño, de entre las paredes pude escuchar a otras dos Estelas hablando en el baño de mujeres, al lado. Escuché que una era la de Castro, pero la otra todavía no la conocía. “Tranquila mijita, eso crece” le decía a la otra. Salí del baño y recuerdo que hubo gritos, empujones, y maldiciones. También me acuerdo que había música. ¿Pero qué música? Gutiérrez de Ferrero (que era dividida de Gutiérrez de Castro) me dijo que alguien le había cortado la trenza a la Estelita, pero nadie había visto lo que había pasado.
Rodríguez González estaba sosteniendo la trenza en el aire. Las otras Estelas le gritaban y le decían que se la devolviera a Estelita. De Ferrero me dijo que no había duda de que había sido ese González, que él quería a esa Estelita y que no quería que la casaran con Juan. Ella me decía que la pobre que tanto amaba su trenza estaba pálida, que andaba diciendo: “así no me caso, así no me caso”. Pobre Estelita, enserio parecía que no sabía lo que hacía. “Juan merece a Estelita, no escuches a González”. Me comentó que hace unos años Juan había perdido mucho, pero muchísimo. “A ese Juan todos se le van muriendo… merece ser feliz con Estelita, aunque sea”.
“¿Y ante eso qué? ¡Nada!” nos respondió González. Nos había escuchado. “Todos se mueren, todos se van, ¿y eso qué? aquí el único que ha perdido no es Juan. Todos los Rodríguez aquí perdimos lo mismo. Todos perdimos la misma madre, el mismo padre, los mismos hermanos. ¿Cree que le voy a dar pesar? ¿Y ante la muerte qué?” Nada. La pelea entre ese Juan y las Estelas siguió. Me sentí mal por Juan. Pero no era a Juan, era a todos los Rodríguez ¡Y es que todos eran tan parecidos! Yo no sabía si mi pesar alcanzaría a sentir por todos ellos. Aun así, con la mano levantada sosteniendo la trenza, pude notar la primera cosa que me hizo diferenciar a un Rodríguez de otro: las manos de González eran mucho más grandes que las de los demás en la fiesta.
Otro Rodríguez llegó para llevarse a Gutiérrez de Ferrero, a avisarle que Estelita ya se sentía mejor y que ya estaba para casarse. “Usted no debería estar aquí” me dijo cuándo se fue la Estela. “Soy amigo de Juan”, le respondí. “Bueno aquí todos somos Juan, entonces no se venga a decir que es amigo de todos ¿Cuál Juan lo conoce?”. Busqué al Juan borracho, él podía ser mi excusa, pero se me perdió en la música. Miré las manos, a ver si había alguna que me recordara a él. Pero ni me acordaba de sus manos, ni de si eran diferentes como las de González. ¡Y es que todos eran tan iguales! Pero eso sí, las manos parecían ser algo que ellos decidieron que no serían iguales. Unas más gruesas, otras más delgadas, otras más peludas, otras más huesudas, y hasta había un Juan que no tenía manos. Seguí buscando algo que me hiciera pensar en el borracho del baño, pero nada. A pesar de todo, seguían siendo iguales. Casi me voy de la fiesta, pero luego note al novio.
Quise despedirme antes de irme. Faltando unos pocos minutos para que comenzara la ceremonia, Juan le dijo a Estelita que subieran, creo que era para calmarla. No había nadie arriba. Solo había una ventana que miraba a la calle. Estelita Subió. “Oiga Juan, me tengo que ir ahorita porque me están sacando, pero quería decirle que felicitaciones” le dije. No sabía quién era yo. Aun así, su rostro me dijo que no quería ofenderme. “Muchas gracias amigo, pero quédese, que aquí el único que decide soy yo”. No parecía un hombre con rastros de dolor. La felicidad no se le borraba de la cara. Luego él subió las escaleras. Eran escaleras de tabla, se les notaba que se pensaron después de que la casa se terminó. Arriba la música no sonaba y la invitación ya no importaba, porque si uno me invitó, todos me invitaron. ¡Y todos eran tan iguales!
Ahí mismo frente a mis ojos Juan se dividió. Fue la primera vez que vi todo ese proceso. Era idéntico: pelo, cara, ropa… manos y nombre. Él que se quedó abajo de las escaleras estaba quieto viendo al otro subir. “¡Nació Juanchito!” le comenzaron a cantar y a gritar. ¡Pero juro que había nacido muerto! Estaba quieto, estático frente a la escalera. Ni parpadeaba. Intenté hablarle, pero, como él, descubrí que yo no me podía mover. Y “¡pum!”. Lo único que nos movió. Un ¡pum…! y un grito. Un ¡pum!, y el sonido del vidrio quebrándose, de la carne contra la tabla.