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El 18 de octubre de 2018, después de un mes de silencio con vagas promesas de vídeos en peluquerías vietnamitas, Massimo Tarantelli publica de nuevo en su canal de YouTube, ASMR Barber. En sus gafas se refleja la pantalla del ordenador con su propia imagen; lleva barba de una semana. Es una apariencia a la que nos tiene acostumbrados. Sin embargo, en este vídeo no hay sitio para barberos armados con navaja de punta española, brocha de cerdas de crin de caballo y guantes negros de látex. Esto no es un ejercicio de estilo cursi: trato de reproducir el tono y el contenido de sus grabaciones. La cercanía a la cámara deforma la cara de Massimo Tarantelli: sus rasgos hoy quedan a medio camino entre los de un salesiano y los de un vendedor de pólizas. El fondo es una pared blanca con un pedazo de cuadro gris y abstracto. Massimo Tarantelli anuncia que esa mañana Baba Sen, el barbero cósmico de Youtube, murió de un ataque al corazón. Visto que la actividad de Baba como artista ASMR era la única fuente de ingresos para su familia, pide donaciones a través de Paypal y Patreon. La vida en Pushkar, a partir de ahora, será para ellos muy difícil. Agradece a Baba Sen todo lo que hizo por su canal; también le agradece todo lo que vivieron juntos durante su viaje a la India. Fue allí solo para conocerlo. En los comentarios se considera a Baba uno de los más grandes influencers de la plataforma. Echaremos de menos tus resoplidos y tu relaaaaks, tu grito de guerra. Baba: estamos convencidos de que te estarás relajando en el paraíso. Baba, ya no estás, pero tus vídeos me seguirán ayudando contra el insomnio. Relax in peace, Baba, relaaaaaks in peace. Breeeeeeet. Respira. Es el momento de respirar.
Massimo Tarantelli ha puesto esta necrológica audiovisual como presentación de su canal. Ahora Baba, con su sonrisa de inocencia forzada bajo el bigote, aparece como imagen. Los primeros vídeos presentes en este momento son los que grabó en la India con él. Son veintisiete. En el más visitado, el barbero cósmico da un masaje a Eliana, la mujer de Massimo. Con gran pasión le aplica la energía cósmica: la arranca a manotazos del aire sobre sus cabezas y la deposita con dulzura sobre la de ella. Al mismo tiempo, pone los ojos en blanco y resopla. Después, pone cara de felino que acaba de caer sobre su presa y roba más energía cósmica y la extiende sobre la cabeza y la espalda de su víctima. Su bigote está gris, canoso. Ahora lleva coleta. Han pasado los años desde el primer vídeo. Sin embargo, la barbería sigue siendo la misma: un cuchitril de paredes amarillas con espejos enfrentados y fotos indescifrables. Está separada por una cortina fina como papel de fumar de un tráfico endiablado, de la realidad.
Ahora ya no aparecen los últimos vídeos que colgó Massimo. El primero no era de barberos, sino de masajistas. Massimo, como siempre en estas circunstancias, lleva solo un slip negro. Un cuerpo de deportista que los años han vuelto algo fofo. Lo masajean dos chicas vestidas con leggins negros y camiseta blanca, las dos igualitas, como hermanas. Una de ellas se ha hecho con sus largas rastas rubias un moño en todo lo alto de la cabeza. Parece que sostuviera una vasija. Los comentarios son previsibles: alabanzas encendidas a Massimo Tarantelli por no ponerse garrotón, levantar el mástil o tener una erección en esta tesitura; autocontrol, man, eres el rey; yo solo vengo aquí para leer los comentarios, es que me descojono; los más beatos recuerdan que quien está grabando el vídeo es precisamente Eliana. Otros repiten lo de siempre: muchas gracias por tus vídeos; me hacen sentir mariposas subiendo y bajando por la espalda; me hacen sentir chispas que se encienden y se apagan dentro de mi cabeza; gracias a ti podré dormir esta noche. A muchos de los que pasan por aquí solo les interesa el ruido de los dedos que se deslizan sobre la piel.
El vídeo de Baba y Eliana ha recibido hasta hoy más de veintisiete millones de visitas. Muchas de ellas son mías. Me imagino veintisiete millones de pantallas encendidas al unísono en una ciudad silenciosa, de esas en las que la noche solo existe para recordar, pero para recordar qué. Relaaaaaaks.
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El primer testimonio literario del ASMR nos lo ofrece Virginia Woolf. En los primeros compases de La señora Dalloway, Septimus Warren Smith escucha a una niñera pronunciar el nombre de la marca de toffee que dibuja un aeroplano en el cielo. La escucha hablar “con voz profunda y suave, como un órgano armonioso, pero con una aspereza como de saltamontes que le raspó deliciosamente la espina dorsal y mandó a su cerebro oleadas de sonido que, al chocar, rompieron”. Es “un maravilloso descubrimiento, sin duda: la voz humana, en determinadas condiciones atmosféricas (porque hay que ser científico, por encima de todo científico) ¡puede dar vida a los árboles!”. En internet, la referencia está muy presente; en un grupo de Reddit lo tratan como una prueba objetiva de la existencia del fenómeno. De hecho, para qué engañarnos, esta insistencia me ha hecho releer el libro estos días, tantos años después.
Por eso, lo más llamativo de esta cita es su trágica descontextualización: en la red nadie recuerda que quien siente la Respuesta Sensorial Meridiana Autónoma -eso significa ASMR- es un excombatiente de la Primera Guerra Mundial que ha decidido romper cualquier vínculo con el mundo que le rodea, a pesar de los esfuerzos desesperados de su esposa. Para el lector, la conciencia de Septimus funciona como una especie de eco áspero de la de Clarissa Dalloway. Es la voz de la locura que reposa bajo el mantillo –tan fino– de una estricta racionalidad. No es por eso sorprendente que el suicidio final de Septimus traiga consigo una Clarissa que se acepta a sí misma más serenamente. En otras palabras, la literatura pone los delicados cosquilleos del ASMR en manos de un personaje incapaz de afrontar el dolor de vivir. Los pone en la cruz de la refinada civilización inglesa. Veintisiete millones de visitas. Y lo que te rondaré, morena.
Yo también creo en el ASMR, en las cosquillitas por la espalda y por la cabeza. Es más, creo que lo he sentido toda la vida. Recuerdo la mano blanquísima de una madre que deshace lentamente con los dedos los nudos de los cabellos rizados de su hija. Y lo hace para que el tiempo discurra solamente por mi columna vertebral. Veo a una chica que acaricia la nuca a su novio mientras leen juntos un libro sentados en una baranda de piedra que acompaña a una fila de viejos sauces. Entonces mis amigos –tengo 10 años– los bombardean con castañas y salen corriendo y yo me quedo quieto como un idiota porque siento –lo digo en serio– que formo parte de ellos, de la pareja, que el mundo –o lo que sea– me está atravesando de parte a parte. Me di cuenta de que no era para tanto a la primera hostia del novio. Sin embargo, la tontería no se me pasó.
Todos estos recuerdos tienen en común lo inesperado del fenómeno, la sensación de paz y, al menos en mi caso, el olvido de uno mismo que procura. Es como si de verdad formaras parte de algo más grande, como si todo este rollo de la conciencia fuera una broma de mal gusto. Y eso es, al menos para mí, una bendición. O al menos lo era.
Por eso, miro estos vídeos con un fondo de sospecha: las bendiciones, para serlo, tienen que llegar ellas solitas y no después de teclear ASMR en el recuadro de búsqueda de YouTube y de tragarte quince segundos de publicidad, la mayoría de las veces inquietante. ¿Cómo narices ha llegado esta banda de psicópatas de Google a la conclusión de que yo quiero comprar precisamente ESO?
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Los trucos del buen artista de ASMR son muchos. Para provocar un cosquilleo basta con tamborilear con las uñas sobre un vaso de cristal, deslizar los dedos sobre las púas de un cepillo –eso te puede dejar frito–, o simplemente pasar una pluma sobre un micrófono. Hay quien se pone a hacer ruidos con la boca –los que no tienen este vicio se suelen poner negros con esto– y hay chicas que se compran micrófonos con forma de oreja y se dedican a chuparlos delante de la cámara. Hay también quien después de haber obtenido una especie de blandiblú mezclando ácido bórico, champú y no sé cuántas cosas más empieza a hablar con voz baja e invitante mientras estira y encoge la masa amorfa. La pareja que es dueña del canal (Fe)male ASMR tiene como vídeo de presentación la limpieza de una oreja con instrumentos de metal. Hay quien acaricia gatos o quien da masajes a sus familiares. La mayoría de las artistas de ASMR más conocidas son chicas –casi, también hay un sueco fornido que habla con voz de ultratumba–. Los juegos de rol en este contexto funcionan de maravilla: ellas pueden ser tus peluqueras, psicólogas, funcionarias del ayuntamiento. También doctoras que examinan el buen funcionamiento de tus pares craneales con linternitas o, para aquellos a quienes les gusten las emociones fuertes, bellas psicópatas que te han secuestrado y que te hablan con dulzura mientras te mutilan. De hecho, la simulación del ruido del cuchillo sobre la carne es de un relajante que te mueres. Y, si te distraes, ya sabes: golpecitos sobre cualquier-cosa-de-cristal. Eso te deja nuevo. A pesar de que se insiste en que no tiene nada que ver con el sexo, la experiencia se explica siempre en esos términos: se habla de orgasmos mentales, excitación mental, placeres mentales. Y eso lleva a la confusión, porque el adjetivo final no siempre es convincente. En un foro No-fap, de esos en los que se dice que la renuncia a la masturbación da superpoderes, un usuario preguntó si los vídeos de ASMR se pueden considerar pornografía. La respuesta fue salomónica: hombre, si no te pone a tono, pues no. Pero estate alerta, no sea que. No piensa así Paypal, que ha cancelado las cuentas de varias artistas de ASMR precisamente con esa acusación: se trata de estrellas del porno de incógnito.
YouTube ha convertido el regalo inesperado que son estas sensaciones precisamente en su contrapartida. Ahora todo es espectáculo: mis emociones infantiles pasan por el filtro que son mis ojos de espectador; la realidad que me invitaba a fundirme con ella, que despertaba algo indefinible dentro, se ha convertido en una mercancía que tiene como objetivo principal curar el insomnio y calmar, aunque sea brevemente, la ansiedad. Estos vídeos tienen unos efectos fantásticos sobre algunos síntomas de la depresión, qué lástima que duren tan poco, dicen por ahí. Hay quien incluso abre sitios web de terapia en línea. Sin embargo, el sentimiento de la contemplación desinteresada está corrompido desde su raíz: ya no vivimos, nos limitamos a ver desde fuera un espectáculo que es un fin en sí mismo. Nuestros sentidos, ante la imagen, sirven para encerrarnos más todavía dentro de nosotros: el espectáculo es previsible. No perdemos el control porque todo responde a las exigencias del guion. Relájate, ahora estás al seguro.
Itsblitzzz es de esas mujeres que, al volverse imagen, dejan que su vida interior se convierta en un tatuaje. Itsblitzzz tiene tatuados rostros de mujer sobre las pantorrillas y serpientes alrededor de los muslos y una especie de calamar gigante sobre el hombro izquierdo. Los vídeos en los que se depila las piernas con cuchillos de cocina con hoja de cerámica tienen más de cien mil visitas. También puede depilar las piernas a una amiga que ronronea sobre un sofá en ele. Vemos cómo la chica se estira para apoyar sus tobillos sobre las rodillas de Itsblitzzz y mira a la cámara como si su rostro fuera la salida iluminada de una gruta. Ambas hacen chistes sobre navajas de afeitar mientras se beben un cóctel de ginebra y Campari con una ramita de tomillo dentro. La cuchilla se desliza sobre la piel con un sonido suave y seco. En otros vídeos, a Itsblitzzz le basta con ponerse unas botas de cuero con tacones de treinta centímetros para convertir la barra de baile en una excusa para empezar a volar.
Itsblitzzz también puede explicar cómo enfrentarse a la depresión cotidiana. No es culpa mía, insiste, es que las conexiones que hay en mi cerebro son defectuosas. Julia, así se llama, te da consejos con voz quebrada para levantarte de la cama cuando no tienes ningún buen motivo para recoger los restos de la cena de hace dos días. Que están, además por el suelo. Es suficiente con tener pequeñas motivaciones y hacer una lista: a ella le relaja mucho lavar las sábanas. Es fundamental mirarte al espejo y ponerte guapa, salir a la calle, no quedarte en casa. Quedarte en casa te corroe el alma.
Sin embargo, a sus suscriptores no les interesan tanto esas historias. Las cincuenta mil visitas de su vídeo de consejos antidepresivos palidecen ante el millón o más con el que suelen contar las grabaciones en las que masajea con aceites esenciales las cabezas de modelos de agencia mientras susurra en voz baja eslóganes motivadores. Suelen durar tres cuartos de hora.
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Por más que me esfuerzo, no consigo recordar nada concreto de aquellos años: todo es vago, carece de fecha. Todo podría haber ocurrido en cualquier momento. Lo principal es que me sentía prisionero de un largo monólogo en el que me repetía precisamente que de aquellos años no podría recordar nada, porque todo lo que estaba ocurriendo formaba parte de una larga espera. Escribí un poema brevísimo en el que decía que la belleza era un sauce que habían arrancado de su significado y otro en el que alguien escapa entre los perros callejeros que recorren las calles de las ciudades sicilianas por la noche. Recuerdo que corría una vez a la semana por los andenes de Termini para coger el tren nocturno que me llevaría a casa. Recuerdo el choque rítmico de una bolsa llena de libros sobre mi cadera, el dolor de la correa sobre el hombro, el ruido de las ruedas de la maleta sobre el pavimento, como rasgando con ira la noche de los trenes, el corazón latiendo a todo trapo. Pasaba mucho tiempo fuera de casa y mucho tiempo solo. No me interesaban los demás. Todos los miércoles a las diez de la noche, me llegaba la llamada de un número desconocido. Una voz aguda de mujer me decía en un español con fuerte acento italiano que yo un día pagaría mis culpas, que pensara en cómo sería el mundo sin mí, a que era mucho mejor. Yo no respondía, pero escuchaba. Llegué a esperar la llamada con impaciencia, como los personajes de Juan José Saer. Escribía ensayos con pomposas bibliografías sobre escritores desconocidos. Hablaba de cómo la escritura es una forma de negar que tenemos cuerpo. Y de cómo encontrar nuestro cuerpo en la escritura. No me creía nada.
Culpaba a mi mujer de que hubiera dejado de escribir poesía, aunque no fuera así. Pasaba mucho tiempo en los aeropuertos y leía cada vez menos. De los aeropuertos sólo recuerdo cómo me repetía a mí mismo que esto no me puede estar pasando a mí. También recuerdo la pantalla del móvil con un juego de batallas entre elfos y orcos. Guiaba a un grupo de desconocidos conectados en tiempo real, probablemente adolescentes. A veces también me olvidaba de que tenía cuerpo. Odiaba a los ancianos que hacían cola delante de mí en los supermercados: su lentitud mientras cuentan el dinero, cómo pagan con monedas pequeñas. Me dolía que mi rostro se reflejara sobre la vitrina de los alimentos congelados. Dejé de hablar con mi familia: cuando estaba en casa, me encerraba por las tardes en el dormitorio y fingía estar traduciendo los Cantos Órficos de Dino Campana.
Yo tenía una historia preparada para mi vida, tenía que pasar algo que hiciera que esa historia avanzase, que el río discurriera. Un recuerdo con fecha era un recuerdo que pudiera encajar en la leyenda que yo debería estar protagonizando. Y no lo había. No puedo formar parte de un libro de páginas en blanco, me decía. Por eso, escribí otro decidido a liberar toda mi rabia contra el mundo. Se lo mandé a un editor. Lo rechazó y me dijo con tono excesivamente paternal que de lo que todavía no había conseguido liberarme era de mi yo. Si no renunciaba a protagonizar mi vida y empezaba a mirar a mi alrededor, a darme un poco al mundo, iba a sufrir mucho. El yo es una voz que acaba siempre por estrangularte. Así me dijo.
Durante aquellos años, me despertaba de madrugada. Soñaba que si retiraba todas las antigüedades que llenaban la casa de mi infancia encontraría solo vacío, pura oscuridad, y entonces yo tenía que luchar para que cada objeto se mantuviera en su lugar porque manos que yo pensaba que eran de mi padre pero al final resultaba que no, que no pertenecían a nadie, cambiaban las cosas de sitio. O cosas por el estilo. Entonces, me iba al salón de puntillas con el móvil y empezaba a ver vídeos de ASMR. Y sentía el cosquilleo y entonces desaparecían el pasado y el futuro, sobre todo el futuro. A veces me quedaba dormido en el sofá. Muchas veces me preguntaba qué hubiera pasado si alguien hubiera entrado y hubiera visto mi rostro iluminado por la pantalla del teléfono. Me preguntaba qué es lo que habría visto.
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El primer vídeo Baba Sen se publicó el 28 de agosto de 2008 con el título World’s Best Head Massage. Lo publicó Nupse. Actualmente cuenta con diez millones y medio de visitas. Entre los once mil comentarios destacan aquellos que proclaman que es el primer vídeo ASMR de toda la red. Las vitrinas de la barbería todavía no contienen anuncios del champú japonés que usó a Baba como imagen; déjate llevar: tendrás al barbero cósmico en tu casa. Baba no repite como un obseso relaaaaks y breeet cada treinta segundos: sus resoplidos tienen que ver con lo que está haciendo. Baba dibuja cataratas en el aire para recoger la energía cósmica y sincroniza su aplicación con el aliento.
No hay camisas de seda arremangadas hasta los codos; tiene el pelo corto, nada de coletas de gurú. Trabaja sobre un mochilero de largas patillas. No pregunta el nombre a su cliente, ni el de su madre, ni el de su novia. Se limita a frotarle la cabeza con la mano abierta como si fuera a borrarla. No hay una mezcla pastosa de cremas blancas y amarillas sobre los rostros, no hay pétalos de rosa resecos sobre los mismos rostros, ni un evidente abuso del pulverizador de agua. En otras palabras, Baba todavía no ha aprendido a ser imagen: al personaje que sale en este vídeo nunca se le habría ocurrido que Massimo Tarantelli habría intentado financiar con un crowdfunding una gira de cortes de pelo y masajes personalizados por los Estados Unidos. Las cortinas de la barbería están abiertas. Creo que es el único vídeo en el que pasa esto. Se oye una orquesta de cláxones, una canción india muy pesada y máquinas tragaperras invisibles. La gente pasa como si nada ocurriera: Baba todavía no tenía conciencia de que estaba a punto de reencarnarse en una imagen. Baba no sabía que se reencarnaría diez años antes de su muerte. El último vídeo de la serie es World’s Best Head Massage 73, aunque hay otro que han publicado estos días. Aquí Baba masajea al aire libre la cabeza de un indio con sobrepeso que lleva una camiseta en la que está escrito Don’t complain, enjoy the pain. Se presenta como un tributo a la leyenda e incluye tres interrupciones en las que me intentaron vender yogures griegos, unas plantillas ortopédicas y un monovolumen.
World’s Best Head Massage es el único vídeo de Nupse que ha tenido seguimiento. Su autor, Daniel, un cuarentón de aspecto apacible, subió en 2010 una especie de justificación: todo nació de la casualidad. Tres occidentales perdidos en la India entraron en la primera barbería que encontraron porque uno necesitaba un buen afeitado. Aceptaron el masaje. Daniel se pregunta qué nos dice de nuestro mundo el hecho de que la gente vea vídeos en YouTube para sentir esas sensaciones. En sus últimas apariciones, Baba afirmaba que era capaz de transmitir energía cósmica a través de la red. Y que eso le hacía feliz porque era su destino. En Trip Advisor hay quien habla mal de Baba: se trata de un masaje mediocre que cuesta 50 dólares y lo más probable es que no puedas grabar el espectáculo.
Pasados aquellos años, dejé de recibir llamadas anónimas y seguí teniendo pesadillas y viendo vídeos de ASMR, aunque con mucha menos asiduidad. Creo que, al final, encontré una suerte de equilibrio. Debe ser verdad eso de las conexiones que dice Itsblitzzz. A veces, cambia algo de repente: un día te despiertas, entras en la ducha, cierras los ojos mientras te pasas el champú por la cabeza, sientes cómo los dedos caracolean sobre tu pelo y, de repente, ha pasado todo. Aceptas, porque de eso se trata. Pero para aceptar hay que haberlas pasado muy putas antes, añadiría yo. De todas formas, mi mujer me dice que la vida ha sido muy generosa conmigo, pero eso es otra historia que ahora no es el momento de contar.
Sigo cogiendo aviones todas las semanas. En el de vuelta, me suelo encontrar con una antigua estudiante que ahora trabaja de azafata para la Ryanair. Me cuenta que tiene un novio en Córdoba, que quiere pensar que este trabajo forma parte de un periodo de transición, que lo mejor está por llegar. Hace una semana, mientras recorría el pasillo del avión para vender Rasca y Gana se detuvo ante mi asiento con los billetes en la mano como si fueran la cola plastificada de un pavo real. Se me quedó mirando fijamente y me preguntó que si estaba bien, que si necesitaba algo.
Me hubiera gustado decirle que se imaginara qué pasa cuando uno llega al fondo de una piscina, abre los ojos y se le llenan de cloro. Que recordara la sensación de subir a la superficie y, sobre todo, la de sacar la cabeza del agua: todo es borroso, te pican los ojos, no reconoces a quién pertenecen las voces, pero las entiendes. Y, sobre todo, empiezas a respiras. Empiezas a respirar. Me limité a decir que gracias, todo bien. Breeet. Relaaaaks.