Ilustración: Gabriela Mayorga
Enciendo otro cigarro para dejarlo consumir entre mis dedos. No me lo fumo porque no sé cómo. Mi padre no me enseñó; nunca quiso heredarme nada. Esta media cajetilla fue puro accidente.
—¿Y qué vas a hacer? —me pregunta Elisa desde la cocina. Su mirada apunta hacia el balcón que compartimos. Una mirada preocupada que no puedo sostenerle.
Hago una mueca y me encojo de hombros. Le responde mi cuerpo. Vuelco la mirada en el cigarro y las virutas que se le van desprendiendo poco a poco. No quisiera tener que decidir.
Cuando la abuela llamó para decirme que le había comprado un boleto de avión a mi padre para que me visitara, no lo creí. No el hecho de comprar el boleto, sino que mi padre viniera expresamente a visitarme. Cosa que, en realidad, no hizo. Aunque tenía la intención, supongo. Por lo menos me llamó.
—Atzhiri, voy a ir del primero al cinco de mayo —sentenció su voz gruesa a 3,500 kilómetros de distancia. La frase me bastó para entender que el suyo no era un aviso inocente, sino una imposición para invadir mi vida y mis espacios.
—No puedes quedarte aquí —espeté. Me hubiera gustado no agregar más. Y, sin embargo, añadí —Vivo con otra mujer y no me gustaría que tenga que verte pasear con la panza descubierta por la sala—.
La conversación no duró mucho porque él, milagrosamente, no insistió. Supuse que la noticia le cayó de golpe. ¿Cuándo su hijita que todo lo soportaba en silencio había crecido tanto para atreverse a responderle? No insistió porque le quedaba apenas un mes para encontrar dónde alojarse en la ciudad a donde yo me había ido a refugiar. No insistió, porque no tenía tiempo que perder en llamadas o no concretaría su ficticia invasión. Y quedarse sin imponer su desagradable presencia no era propio de él.
Con mi ayuda no contaría. No lo había perdonado todavía por abandonarnos a mamá y a mí. Me daba igual que ella, tarde o temprano, hubiera tenido que dejarlo por sus mentiras: “si no llegué a la casa no fue porque no quisiera, estaba trabajando”; “fui al hospital a acompañar a un amigo”; “tenía que sacar a no sé quién de la cárcel”; “salí con mis hermanos”; “no tengo dinero: hubo recorte general”; “estaba con una compañera”; “no me tomé más de una, si huelo tanto es porque me la dejaron muy cargada”. Con el tiempo me empezó a parecer menos despreciable que se largara a que me utilizara para congraciarse con su madre, mi abuela, fingiendo ser un padre melancólico. Un padre afligido por la separación filial y ahogado en deudas que solo hacían más tajante la distancia, incapaz de financiar tiempo de calidad con su única hija. Bastaba mencionar sus deudas en la misma oración que mi nombre para que la abuela pagara boletos de autobús, cenas o vacaciones. Como si eso bastara para acercar a un padre y a una hija.
—¿Vas a tener que poner algo para el sepelio o…? —Elisa suena casi suplicante. No quiere dejarme hundir en mis pensamientos y lo aprecio, aunque yo, en realidad, lo que quisiera es terminar de caer en esta sensación oscura. Ennegrecerme como lo van haciendo los cigarros.
Pero ella no merece ese maltrato, así que niego con la cabeza para que sepa que la escucho.
Cuando recibí la llamada desde el hostal de mala muerte donde se había alojado, creí que era una broma o una estafa o una confusión. “Señorita, le telefoneo porque su papá se encuentra grave”. ¿Mi papá? Me reí. Como ni él ni la abuela habían vuelto a llamar, casi había logrado mi cometido de creerme que todo eso del viaje había sido una broma o un mal sueño. Él no había viajado nunca a Nueva York por mí. Imposible. Pero al final sí lo hizo. “¿Es usted la señorita Atzi?” cuestionó la voz del otro lado, pronunciando mal mi nombre, como suele ocurrirme aquí, y entonces supe. Aún antes de que mencionara a mi padre, supe. En verdad había venido a la ciudad. Había dejado mi nombre y mi número como contacto de emergencia.
—Mi… —intento pronunciar la palabra, decir “papá”, pero no me sale—Alfredo contrató un seguro con repatriación de restos. Encontramos la póliza en la maleta de mano, en el bolsillo de adelante, con esto —sacudo la cajetilla y suena. Me tranquiliza saber que todavía tengo más por quemar. Ojalá también me atreviera a hacer lo mismo con su ropa. Con todas sus cosas. Con mis recuerdos. Terminar esta purga.
Itzel Romi (Guadalajara, 1995) Licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara. Durante su formación se desempeñó como asistente de traducción para la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar. Ha publicado poemas y cuentos en revistas como Luvina, Punto de partida, Letralia y Casa del tiempo. Participante del X curso de creación literaria convocado por la Fundación para las Letras Mexicanas. Becaria del programa Jóvenes Creadores 2020-2021 en novela y del PECDA Jalisco 2022-2023 en cuento. Formó parte del taller de periodismo de investigación de Daniela Rea como parte de los programas formativos de la Casa estudio Cien años de soledad, al igual que del taller de novela de Antonio Ortuño en el marco del programa Guadalajara Capital Mundial del Libro 2022.