Andrea Mejía
Foto: Martina Abello
1985. La piñata cuelga de las ramas de una acacia cuando ya la noche ha caído. Todas las casas están rodeadas de oscuridad y las ventanas absorben las sombras. Solo los perfiles de los techos y de las chimeneas se dibujan sobre la boca de luz que aún se abre al oeste. Sobre esa franja de luz en retirada, las nubes negras van cayendo como un telón muy lento. Más allá de la acacia y contra el cielo, las ramas altas de un urapán resisten a la oscuridad. El tronco del árbol ya no puede verse.
Dos niños merodean la piñata en sus bicicletas; van hasta el fondo del parque y vuelven a rodear la acacia, dejan el rastro de las llantas sobre la tierra húmeda. Las lámparas reflectivas de sus pedales siguen brillando cuando se alejan en la negrura que se extiende hacia el parque. Son niños desconocidos. No han sido invitados. Bajo la acacia las niñas en vestido de fiesta deciden quién se cubrirá primero los ojos, se señalan unas a otras. Cuando tienen una elegida, un adulto entra a la casa a buscar el palo para reventar la piñata. Una niña de vestido celeste mueve los brazos ante sus ojos vendados mientras las demás forman un círculo a su alrededor. Es el mes de noviembre. Celebran mis siete años.
1803. Pocos meses antes de su muerte, Kant muerde los núcleos de su pensamiento. Está enfermo. Le arde el estómago. No deja de escribir, murmurando, haciendo chistes amargos, jugando con su enfermedad. Está cercado por la angustia del tiempo que se acaba. Kant piensa en órganos, en iglesias, busca aquietar la tempestad de su mente. ¿Cómo enlazar la naturaleza con lo que no puede ser naturaleza ni aparecer en ella? Esa fue su pregunta siempre y lo sigue siendo aquí, en estas notas póstumas tanto tiempo despreciadas y leídas como los ronquidos silbantes de un genio en su ocaso, como los delirios de una mente vieja y agotada que tiende al caos. Pero estamos más cerca que nunca del silencio y por lo tanto de la revelación. Kant muriendo piensa en Dios, piensa en Lampe, su ayudante, su criado de toda la vida. Cuenta la lucha feroz entre Lampe y su cocinera. La cocinera le dice a Lampe que no está dispuesta a obedecerle como si él fuera el señor de la casa. Pero también, agrega Kant, “ella misma quiere jugar a ser el señor”. Veo la casa de Kant, las esquinas vacías en los salones, las tejas resquebrajadas en el techo.
“El espacio en que centellean las estrellas no es una cosa existente fuera de mí”, escribe de pronto. Este pensamiento me atraviesa como un rayo.
Kant había cerrado un libro suyo publicado en 1788 con una frase simple pero ya insondable: “Solo dos cosas llenan mi ánimo de asombro y reverencia, el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral en el fondo de mi corazón”. Parece un pensamiento sereno. Es como si viera la ley moral del mismo modo en que ve el cielo y en el cielo las estrellas ardiendo. Pero en estas notas, escritas 15 años después, el espacio centelleante cargado de estrellas se repliega en su corazón. Quien enclaustra el cielo dentro de sí queda rodeado de vacío. Toda la luz del mundo se agita en su interior, pero afuera flota entonces la oscuridad y la inexistencia. Solo la Ley queda gravitando sobre nuestras cabezas como un cometa oscuro. Siento miedo. Veo el corazón de Kant ardiendo.
Lampe tuvo que dejar la casa de Kant. Wasianski, un estudiante devoto que llevaba la casa y administraba sus asuntos, despidió a Lampe y contrató un nuevo criado, Kaufmann. El desconsuelo de Kant fue tan grande que escribió en su libreta que el nombre de Lampe debía ser olvidado por completo: tenemos que recordar olvidar a Lampe.
1984. Es el 28 de mayo y mi padre cumple 37 años. Mi mamá nos hace esperar despiertas su llegada, aunque nuestra hora de ir a dormir ha pasado hace tiempo. Ella está vestida de negro y un delgado cordón rojo le rodea la cintura. Sobre la mesa del comedor arde una vela que ilumina las cosas cercanas: la botella de vino y el pastel de fresas glaseadas en el centro, los platos blancos y vacíos formando un círculo alrededor. Mi padre tarda mucho en llegar. Mis hermanas y yo esperamos sentadas en la mesa mientras nuestros ojos se cierran sobre las flores bordadas del mantel. Los rostros de mis hermanas están bañados por una luz pura e inalterada y todas las cosas tienen una corona de colores.
1704. Isaac Newton dice que si miramos el sol a través de una pluma o una cinta negra puesta muy cerca del ojo, las sombras que proyectan los hilos de la cinta o los filamentos blandos de la pluma sobre la retina aparecerán rodeadas por halos de colores.
En su Óptica, Newton quiere demostrar “la inoperancia de la doctrina del límite entre luz y sombra”. Su ayudante le sirve de asistente en sus experimentos en la cámara oscura. Los imagino a los dos. El ayudante se ve como un ángel con plumas coloridas, semejante a los de algunos cuadros del renacimiento, donde un haz de luz rompe las nubes y atraviesa la atmósfera dorada sin disiparse, como si el cuadro fuera una especie de cámara oscura iluminada. Newton, que escribe sobre “todos los colores que forman la luz en el universo y que no dependen del poder de la imaginación”, va en cambio siempre vestido de negro. Entre él y su ayudante miden las inflexiones de luz hacia las sombras y anotan las mediciones en las tablas que aparecen en la Óptica. “La tierra se torna fuego con el calor y vuelve a ser tierra con el frío”.
2017. Al oeste, la luz del sol cae sobre las copas de los árboles. Las hojas iluminadas se ven claras y líquidas. El verde de las ramas bajas, no tocadas por el sol, parece en cambio más seco. La luz no es un proceso. Una cosa es la luz y otra, el movimiento. El viento mece las ramas. La luz, que lleva en sí todos los colores aunque aparece blanca y transparente, las ilumina. Las ramas se mueven iluminadas. La Óptica de Newton descansa sobre mi escritorio. Sus páginas son nidos de arcoíris.
Andrea Mejía. Escritora y doctora en Filosofía. Autora de los libros de cuentos La naturaleza seguía propagándose en la oscuridad (Tusquets, 2018) y Quietud (La navaja suiza, 2022), y de las novelas La carretera será un final terrible (Tusquets, 2020) y Antes de que el mar cierre los caminos (Tusquets, 2022). Columnista del Diario Criterio. (Foto de perfil: ©Jimena Cortes)