Pintura: Ekaterina Popova
*Puedes leer el texto oyendo estas canciones.
Cuando era pequeña mi papá ponía un CD de Sting una y otra vez en los viajes que hacíamos de Bogotá a Neiva en las vacaciones. En el carro había cobijas para evitar el frío punzante y luminoso de las 5:30 a.m. Entre más temprano salíamos menos tráfico había, el tramo era extenso, de seis horas, aunque en mi cabeza duraba once. Mientras atravesábamos la ciudad, aún a oscuras, mi papá sintonizaba alguna emisora que tuviera una franja de noticias, ininteligibles para mí. Las recuerdo como un ruido blanco, íntimo. Teníamos que salir de la ciudad por la autopista sur y pasar por Soacha, un municipio de la ciudad que empezaba a cobrar un aspecto rural. En Chibcha, suá significa sol y chá, varón. Soacha sería el lugar donde el hombre es sol. Ahí, cuando escapábamos de la periferia capitalina, el cielo cambiaba de colores y la señal del radio se perdía. Las voces de los locutores se robotizaban, la interferencia electrificaba el ambiente. De la guantera, mi papá sacaba el álbum …All this time de Sting. Era un concierto en vivo grabado en la Villa Il Palagio, en Italia, el día que se cayeron las Torres Gemelas.
El carro se escurría por la montaña después de pasar afanosamente por el relleno sanitario doña Juana, donde el olor a comida de buitre se inmiscuía pese a tener las ventanas cerradas. Yo contenía la respiración por treinta segundos y esperaba con ansias los árboles que limpiaban mis fosas nasales.
La niebla de páramo iba inundando el estupor del paisaje, que nos acompañaba mientras el carro se mecía sobre la carretera en zigzag entre las cordilleras. Nos deteníamos siempre en el mismo restaurante de Girardot para desayunar. Era grande y sin ventanas. Ahí sentía el sopor del lugar, donde la cantidad de metros sobre el nivel del mar disminuía. Salía del carro con un saco de algodón y al caminar dos pasos me estrellaba el pegote húmedo del clima en la cara. Ante esta alerta, me lo quitaba para continuar mi camino al restaurante luciendo mi ombliguera de manga sisa. A esa edad, entre los 9 y 11 años, no me gustaba la avena. De vuelta en el carro, cada kilómetro avanzado acentuaba el peso insoportable del sol golpeando el capó azul oscuro del Chevrolet Swift comprado en los noventa. (Para mi papá, los domingos desde que se fue de casa, manejar ese carro era una forma de salvarse de su propia soledad.)
Durante el viaje, a él no le gustaba que me quedara dormida, mucho menos cuando iba de copiloto. Tampoco aprobaba mi gesto de rebeldía prematura: usar mi discman Sony plateado durante todo el trayecto. Con mis audífonos delgados como una balaca o un auricular de call center, escuchaba mi CD de 300 canciones de música crossover, que seguramente provenía de San Andresito, la cuna de la piratería en Bogotá. Mis canciones favoritas eran Kingston Town de UB40 y Cuando Duermes de Cómplices.
Yo odiaba a Sting. Aun así, hay momentos clave de la ruta que tienen impregnada su música, todavía palpables pese al volumen en que ajustaba mis audífonos. El inicio de la guitarra de Fragile era el fuera de campo que golpeaba junto con el sol picante de las 8:00 a.m. Así la carretera y su vegetación aledaña fueran iguales, inmutables, había algo novedoso en cada viaje, una pequeña revelación. Casi como si mis pupilas jamás lo hubieran visto.
A mi papá tampoco le gustaba que abriéramos las ventanas. Sólo lo permitía cuando llegábamos a la Ruta del Sol. Esa carretera lisa, recta, donde podíamos sentir el viento chocar con el espejo retrovisor. Ese momento era una señal de que estábamos en la parte final del recorrido. Yo odiaba a Sting, odiaba que siempre lo pusiera, que parara siempre en el mismo lugar de Girardot, que pidiera la misma avena y siguiera siempre el mismo camino. “Patrás ni pa coger impulso”, decía mi padre cuando yo reprochaba los comportamientos que tuvo durante mi infancia. Fueron pocos los intentos de hablarlo, en todo caso: mi tráquea se atoraba cuando lo tenía cerca.
Anoche soñé que Sting y yo recorríamos la noche de Bogotá en un carro manejado por un señor de 44 años. En mi sueño, el músico y yo teníamos una relación entrañable. Me acariciaba la mejilla con sus dedos y yo reposaba mi cabeza en su hombro, mirando las luces nocturnas de los postes. No era la primera vez que nos veíamos, había un conocimiento de años. Él me decía en su español perfecto que iba a volver, y yo estaba segura de que iba a ser así. Confiaba en sus palabras. Fue un encuentro habitual, ordinario, sin novedad, podíamos entrever los pasos y los besos del otro.
En los viajes en carro nunca me ha gustado hablar y ahora entiendo por qué: no hay una muestra más grande de amor que compartir una canción mientras se escucha contemplativamente, mudos. A veces se canta desafinado, inventándose alguna parte de las letras, mientras la mano se mueve imitando al viento que se filtra por las ventanas.
El gozo musical nos permite habitar el silencio. Sin tensión ni afán de llenar el espacio de palabras que a duras penas alcanzan a tocar la superficie de las cosas. Poblar un espacio en movimiento donde se comparte un silencio, donde el lenguaje no tiene cabida, la introspección abunda y las imágenes cambian a ochenta kilómetros por hora. Permitir que el ruido acaricie la piel, guardándose en el cuerpo lo que en un futuro serán memorias hechas de eco.
Yo no quería su complicidad. Y por ello quise levantar esa pared sonora. Necesitaba una distancia invisible que acentuara mi falta de interés y de coexistir en un universo de notas compartidas. El discman fue mi cuarto propio, rodante y circular, lleno de canciones que sentía hechas para mí.
Creo que sí intenté construir ese silencio, aunque fuera de una manera involuntaria. Anhelaba que él se sintiera cómodo sin tener que hilar un diálogo forzado en que ninguno fue hábil entablando con el otro. Quizás mi propósito era que ambos disfrutáramos del esplendor cambiante de los árboles y de la tierra que se agitaba con canciones que nos sacaran una sonrisa entre dientes y bocas cerradas. Bastaba con reconocer que ese ruido de fondo existía, que me iba a transportar en el tiempo y el espacio, como el astronauta Major Tom (al que él, yo, mi hermano y mi mamá siempre alabamos). Así él estuviera cerca o lejos, recordar esa música y esas carreteras, serían fósiles para mi futuro. Tuve un padre, él tuvo una hija. Tuve un padre que se acercaba a mí y sentir eso fue suficiente. Compartimos espacios, canciones y silencios.
No logro acordarme en qué momento me empezó a gustar Sting. Tampoco sé cuándo se empezaron a limar las asperezas entre mi padre y yo. Empecé a ver sus carencias comunicativas en mis intentos torpes y violentos por salvar otras relaciones. Por oír en los parlantes de mi casa canciones que mi mamá diría que le gustaban a él. Por esforzarme en encontrar nuevos hábitos que, sin saber, él ya había amaestrado años atrás. “El que se detiene, pierde”, solía decirme cuando estaba al volante. Ahora quien maneja no es él. Un nuevo día se abre por el altiplano y diminutas piedras me acompañan. Llegaremos antes del ocaso y el sol nos abrirá el camino.
Juliana Rozo Sánchez (Bogotá, 1994). Estudió Historia del Arte en la Universidad de Los Andes. Ha trabajado en distintos ámbitos del sector cinematográfico, la educación y las artes visuales. Recientemente, trabajó como coordinadora del proyecto de cambio climático Mundo Común, y realizó un diplomado de cine documental donde dirigió su primer cortometraje, “Destellos de Diana”, actualmente en etapa de postproducción. Ahora, escribe y explora la intersección entre la palabra, la imagen y el sonido.