Ilustración: Manuela Caicedo
Ratas bonitas
—Dossier El otro-animal—
El invierno está vivo
El invierno nunca había existido para mí, ahora sé que está lleno de vida en resistencia.
Llegada
Llegué a Nueva York después de una nevada que la ciudad esperó por dos años. Con las calles cubiertas de agua congelada y la fría brisa de los ríos que la separan, la ciudad me recibe jovial. Después de lidiar con quebrantos imprevistos de salud –¿son alguna vez previsibles?–, con el corazón roto, por la intuición de que el amor no soporta las distancias; con dos maletas llenas hasta el tope de «los esenciales»; con una dirección provisional en un edificio que nunca podría pagar sino fuera por los azares de la amistad, con los miedos típicos y los heredados, con el síndrome del impostor y con el deseo de escribir, con lo inefable y lo pop, llego a Nueva York.
Primer encuentro
Me reciben en Manhattan a dos cuadras de Central Park. El edificio tiene porteros y puerta giratoria, lo cual acrecienta la sensación de estar viviendo una película o una vida prestada, demasiado bella para ser la realidad real. Tras una búsqueda angustiosa de apartamentos que sí pueda pagar, decido tomarme el domingo con calma y aceptar una invitación a un brunch, que es, parece, un plan favorito para los neoyorquinos que no acostumbran levantarse temprano y desayunan a las dos de la tarde. Al menos de ese lado del privilegio.
Al terminar el brunch pido dar un paseo por el parque. La sensación térmica es de -15° Celsius. Pero a quién le importa: es Nueva York, es Central Park y es invierno. El lago está congelado, la nieve se acumula en las raíces de árboles que están desnudos. Espero que no sea un mal agüero para una que pretende escribir sobre árboles encontrarse todo seco. La vista de un cielo completamente despejado intenta ocultar el hecho de que todo parece muerto a nuestro alrededor.
Aunque el parque quiere emular a la naturaleza, no lo consigue. Sólo en Narnia se encuentran farolas en medio del bosque. Aquí hay mucha urbe todavía. De repente, oigo pájaros que cantan y les busco con interés, debido a mi sordera parcial no estoy acostumbrada a oírles. Las ramas de los árboles están vacías. Descubro, en su lugar, ardillas. No cantaban las ardillas. Los pájaros fueron avistados unos metros más adelante, en bandadas que cubrían el suelo. Pero este no es un texto sobre pájaros, por lo que sigamos adelante con los roedores. Son de pelaje gris y tupido, cuento al menos cinco. Un grupo de turistas que llevan un guía se ha detenido a tomarles fotos con aparatosas cámaras. Mi acompañante y yo nos paramos también a intentar captar algo de información del tour por el que no hemos pagado. Saco mi teléfono y empiezo a grabar videos, decidiendo que mi primer escrito sobre Nueva York sea sobre la vida y cómo esta se impone a todo lo demás.
«Son como ratas bonitas» dicen detrás de mí.
Amor patrio
«Los hombres no amaron Roma [o NYC] porque fuese grande, fue grande porque la amaron.»
G.K. Chesterton
Nueva York es una ciudad que desafía la idea del amor patrio. Nadie es de Nueva York, todo el mundo está de paso, aunque algunos deciden quedarse más tiempo que otros: veinte años es el récord entre mis conocidos hasta ahora. Pero aún ella, la persona que ha dado dos de sus cinco décadas a Nueva York, sabe que no va a envejecer aquí, la ciudad es muy dura con las personas, sobre todo con las que no producen (tanto) dinero.
No es una ciudad bella en muchos sentidos. Está cubierta de smoke, no tiene paisajes verdes, ni playas atractivas, en cambio, está llena de cemento hasta el techo, atiborrada de gente, hay una sensación de inseguridad que no deja de percibirse y cuando la recorres andando da la impresión de un caos ordenado. Se me antoja que su símbolo debería ser la puerta giratoria –que, dicho sea de paso, encuentro en Manhattan por todas partes– pues resume la lógica que mueve la ciudad: disminuir el tiempo y aumentar la productividad todo cuanto sea posible. Es una puerta que no está abierta ni cerrada del todo, se activa con la propia voluntad del andante. Una puerta para personas desplazándose, mayoritariamente, a pie. No es una puerta bonita, sino funcional.
En el tiempo que llevo en la ciudad, algunos meses, he conocido pocas personas que hayan nacido aquí, verdaderas newyorkers, y las tres que he logrado reunir son hijas de migrantes: haitianos, puertorriqueños, eslavos. Una de ellas es Ann Marie, hija de italianos, nacida y criada en el Bronx, donde todavía vive. Esta neoyorquina trabaja, además, para Nueva York. Estrictamente hablando, es contadora de Central Park Conservancy, la fundación que se ocupa del mantenimiento del parque, pero en su trabajo de cuadrar caja, Ann Marie mira hacia un horizonte más alto. Me cuenta que la fundación recibe muchos donativos de los interesados en cuidar el pulmón verde en medio de la selva de concreto. Ver el plano del parque en un mapa de la ciudad acrecienta mi convencimiento de que se trata, en efecto, de caos ordenado. Cuando reviso la historia, me doy cuenta de que detrás de los lagos, paseos y pistas de patinaje hay una realidad colonizadora y cruenta.
Pobladores nativos
Durante las décadas del veinte y treinta del siglo XIX, los habitantes de la ciudad de Nueva York se cuadruplicaron. Surgió, entonces, el interés de un grupo de hombres ilustrados de darle a la ciudad un espacio verde a la manera de las grandes ciudades europeas. Londres tenía el Hyde Park, París el Bois de Boulogne, y Nueva York tendría el Central Park. Una cuadrícula de más de trescientas hectáreas, que brindaría a los habitantes de la ciudad un espacio para su solaz y sosiego. ¿El problema? Para hacerlo habría que expropiar y demoler las casas de negros libres y migrantes que se habían establecido en esa zona. En 1873 el parque se inauguró. Donde alguna vez vivieron familias pobres, se encontraban ahora estanques, bosques y puentes –ninguno de los cuales es igual a otro–. Cuatro años después, en 1877, en línea con la fiebre naturalista que impulsó la construcción del parque, se introdujeron en él ardillas grises traídas desde los bosques del norte.
Para ser justos, las ardillas llegaron primero. Son nativas de esta zona y la habitan desde hace treinta y seis millones de años. Pero con la llegada de los colonizadores al área del actual Nueva York fueron cazadas hasta llegar a desaparecer. Doscientos años después sus descendientes parecen haber sentido culpa por despojar a los roedores de sus casas y decidieron resarcirse trayéndolos de vuelta. Sentimiento que, por supuesto, no se extendió a otros seres [humanos].
Tal vez sólo que se sintieron solos, pues es cierto en algún sentido lo que decía John Berger, «los animales han desapareciendo. Hoy vivimos sin ellos». Aunque quizás sea más preciso decir que les hemos desaparecido: cazado, comido, desplazado, exterminado. Existe una cierta hipocresía en la manera en que miramos los desastres ecológicos que como especie hemos hecho –asumamos entre todos la responsabilidad–, pero no somos capaces de ver con el mismo lente a los seres humanos que también hemos descartado, despojado, desalojado y exterminado.
El resultado de la intervención de 1877 fue una subespecie de ardilla gris, más frágil que su ancestro silvestre. Aunque no se encuentran tantos depredadores naturales en el Central Park, la vida en la ciudad es dura con ellas. La estimación de vida de una ardilla citadina es de tres a cinco años, mientras que las rurales pueden llegar a vivir hasta diez años. Según Jamie Allen, uno de los promotores del censo de ardillas grises de 2018 que arrojó mucha de la información que hoy tenemos sobre ellas, muchas ardillas encuentran la muerte por ser animales de a pie: en los cruces de caminos, arrolladas.
¿Por qué una ardilla que tiene de todo en el Central Park se arriesgaría a cruzar la ciudad? ¿Qué van buscando? Aún no lo puedo responder, pero puedo afirmar que he visto en ellas rasgos de aventureras. Son intrépidas, ágiles y veloces. Por lo que imagino que vivir constreñidas a una isla verde, por más bien diseñada que esté, no resulta muy atractivo. He encontrado ardillas en otros parques de Nueva York y también de Jersey, por lo que asumo que son capaces de caminar distancias considerables a pesar de su tamaño.
Al detallarlas se me ocurre que son producto del cruce entre una rata y un conejo, porque están siempre temblando y parece como si estuvieran comiendo todo el tiempo. Las ardillas de Nueva York son ardillas grises, aunque la realidad es variopinta. La ardilla gris puede ser parda, negra, o hasta blanca. Pero por lo general su pelaje es de una combinación de estos tonos que, en todo caso, le sirven para camuflarse en los árboles. El mejor momento para verlas es cuando cruzan una parcela de pasto, lo cual hacen mucho en invierno para buscar las nueces almacenadas. También dice Allen que una sola ardilla es capaz de guardar hasta trescientas nueces. A mí me parece una exageración. ¡Qué un animal tan pequeño sea capaz de una tarea tan extenuante! Un cálculo rápido me desmiente: aproximadamente unas diez nueces al día, durante tres meses. Reconsidero. Debe ser más, mucho más. Imposible que se pasen todo el día comiendo y sólo engullan diez nueces. Están muy gordas las del Central Park, por lo que concluyo que si sólo han almacenado diez nueces como ración diaria, es que deben recibir muchos dulces de los transeúntes que se detienen a alimentarlas, mientras les hacen videos y se entretienen viéndolas trepar los árboles con una rapidez que deja atónito a cualquiera. ¿A qué más dedicarán su tiempo las ardillas?
Tipos de ratas
Otra de las causas por la que es famosa Nueva York son sus ratas. Pero hay ratas y ratas. A las peludas se las admira o, en el peor de los casos, se las ignora. Y las ardillas son muy, muy peludas, por lo que dan la impresión de ser tiernas y agradables. «Esa dulzura se objetiva en el pelo suave que deja adivinar los elásticos músculos ágiles y controlados» con los que saltan por las praderas o de un árbol a otro, desafían la gravedad, entran y salen de las cavidades arbóreas. En el parque vi varias escenas de padres dando comida a sus niños pequeños, para que atrajeran a las ardillas hacia sí. «Son ratas bonitas» recuerdo y me pregunto por qué no les dejaran alimentar con la misma cercanía y entusiasmo a las ratas que se ocultan en el metro.
Las ratas de cola delgada no la tienen tan fácil. Aunque también se las ve mucho en la ciudad, no se les ofrece voluntariamente comida, no caminan a la luz del día, ni se les considera vecinas agradables. Se les rehuye y, en lo posible, se les extermina. Están relegadas a los basureros y a las estaciones del metro. Comen de lo que nos sobra, y al hacerlo destruyen los residuos que va dejando el consumismo de esta sociedad que no consigue saciarse con nada.
La ilusión de lo bello
La belleza es un dispositivo cuestionable. ¿Dónde se encuentra? ¿Existe de manera objetiva? ¿O está más bien en el ojo de cada uno? En nombre de la belleza se han librado guerras y también por ella se somete al cuerpo a torturas indeseables. Nadie quiere emparejarse con una persona fea, por temor a reproducirla. Y así mismo, las personas bonitas suelen tener más suerte. Se le llama efecto halo, descrito por Edward L. Thorndike, consiste en una falacia del subconsciente que tiende a confiar más rápidamente y a tener en más estima a quienes uno considera bellos. Se puede discutir sobre sus efectos en las relaciones sociales, laborales y, por supuesto, sus efectos colonizadores en la mentalidad occidental. Pero hagamos por ahora zoom en las ratas.
Mi hipótesis sobre las ratas es que ellas también son juzgadas bajo el efecto halo. A las ardillas las queremos, porque son ratas bonitas. Son peludas y parecen confiables, por ende, reciben de mano humana alimentos en perfecto estado y, sobre todo, la posibilidad de convivir con nosotros a plena luz del día. Las ardillas, también esto lo dice Allen, tienen horario de oficina: se levantan con el sol y se acuestan cuando anochece. En cambio, las ratas de cola afeitada, son cazadas, estigmatizadas y despreciadas. Ambas tienen la misma potencialidad de hacernos daño, de hecho, se sospecha que la propagación de la peste negra del siglo XIII se debió a la convivencia de los europeos con las ardillas, no con las ratas.
Conclusión: en Nueva York, como en todas partes, es mejor ser una rata bonita que una fea.
Rat-friendly
Hay otro tipo de ratas en la ciudad. No son roedores, pero son rehuidas como si fuesen infecciosas y parasitarias. Viven ahí debajo. Sin zapatos a veces. Con la mirada extraviada a veces. Hablando solos siempre. En inglés se les dice homeless: personas sin casa. Si el estatus humano nos viene dado por el lenguaje, ellos parecen haberlo perdido, porque hablan sin que nadie les escuche. Nadie se preocupa por entenderles y nadie les devuelve la mirada. Mientras tanto, hay caniches que usan zapatos para no lastimar sus patitas cuando van al parque y abrigos para no dañarse el peinado cuando salen de la peluquería, y reciben palabras y mimos constantes. Hombres rata, caniches chic. Esa es la lógica animal de la ciudad.
En mis viajes por el metro, me he sentido tentada a mirar a quienes han hecho de él su casa.
Una vez vi a un hombre que iba dentro de un saco de dormir, como si fuese un hombre-oruga, escupiéndonos en la cara el hecho de que su más preciada posesión para protegerse contra el frío no podía abandonarla en ninguna parte, porque no tenía una casa y, menos aún, una cama. Me senté frente a él, por perezosa, no por valiente; quería el asiento, no la compañía. Yo también estaba asustada. Sentía que él me miraba y quería creer que me rogaba: «¡Mírame! ¡Reconóceme! ¡Soy una persona todavía!». Pero no fui capaz de sostenerle la mirada, me excusé diciéndome a mí misma que todos me han dicho que la primera regla para ir en el metro es no mirar a nadie a los ojos.
Otro día y otro encuentro. La cara de la mujer me hace sospechar que es amiga de las ratas. El pelo son apenas unos pocos mechones que parecen jirones deshilachados, la cara parece que hubiese sido mordida por dientes de roedores. ¿Habrán sido ellas? Estamos haciendo fila en una farmacia y ella tiene dinero para pagar, por lo que sospecho que no debe ser pobre. «Aunque los pobres también pagan por sus cosas», me recrimino y corrijo a mí misma.
Un hombre entra en la farmacia, tiene las manos manchadas de material, ¿cemento gris? Es negro y trae la mirada perdida. La empleada le dice «Señor, ¿está bien?». El hombre reclina la cabeza sobre el mostrador. Una vez más «Señor, ¿está bien?». No reacciona. Me llaman a pagar. La mujer de la cara demacrada parece interceder por él. Sí, definitivamente es rat-friendly, aunque no sé si ella misma tiene casa, la he visto afuera de la farmacia hablar y reír con otros homeless, personas-rata, personas-despreciables.
La empleada, en un tono más bajo, insiste: «Señor, ¿está bien?». Parece querer decir «¿Está con nosotros?». No dice «¿Puedo hacer algo por usted?». No le ofrece una silla, ni agua. No quiere tocarlo. ¿Por qué querría? Está sucio y probablemente perdido en el fentanilo o algún otro estupefaciente.
Pago y tengo que abandonar la caja. Pasar junto a la pareja de la mujer de cara demacrada y el hombre de mirada extraviada. Decirles «Excuse-me», porque en Colombia pedimos perdón por sí, o por no, menos por lo importante. Hacer como que yo tampoco los veo y alejarme. Pero me los llevo grabados.
Ensayemos otra más. En un tren he visto a un hombre acometer el acto más extraño y radical que he presenciado desde mi llegada a este país. Como los anteriores, también es un hombre negro. Sus ropas también están sucias y huelen feo. Los pantalones se le caen de las nalgas, pero no importa mucho, porque va sentado en el piso del vagón. A su alrededor sobres de correo se acumulan. Los va rompiendo mientras grita «Fuck you» y otros balbuceos de los que capto que son cuentas de hospital. Tiene al menos cincuenta sobres. Los abre, saca su contenido y grita un nuevo «Fuck». Al terminar se abraza las piernas y se queda acurrucado en medio del absurdo. ¿A dónde llegan las cuentas por cobrar cuando uno no tiene dirección? ¿Qué significa no tener casa?
Cantares de juglaría
Nunca me gustó el vallenato. «Es porque no te has enamorado aún», fue la sentencia que Shirly, la secretaria de mi papá, pronunció sobre mí cuando se lo dije. En ese momento tenía catorce años y Shirly fungía también como mi niñera cuando tenía que salir y ningún progenitor podía acompañarme. A mí no me caía bien. Me parecía fea. Así, sin más. No sé bien qué fue de ella. No la pensé más, hasta que me descubrí, tres años después, escuchando y cantando vallenatos sola y sin razón aparente. Tenía entonces suficiente tiempo de estar viviendo en Bogotá y, aunque tenía a la mano dos supermercados costeños donde conseguía Natuchips, suero costeño y Kola Román, de todos modos extrañaba mi casa.
No extrañaba a mi familia, hablamos por teléfono con relativa frecuencia. Extrañaba mi casa. No me refiero, tampoco, a la casa física en la que había detestado vivir, por problemas familiares como los de todo el mundo. No puedo decir que extrañara Cartagena, con sus temperaturas de cuarenta grados, su idiosincrasia clasista, racista y machista, o su fartedad. Pero aún así, yo extrañaba mi casa. No sabía que había una palabra para lo que sentía, aunque la descubrí un tiempo después. Sentía nostalgia. Los griegos conocían bien «el dolor por estar lejos de casa». Shirly tenía razón, los vallenatos no me habían hablado, porque no se me había partido el corazón aún. Pero cuando me quedé sin casa, busqué refugio en esas canciones de juglaría que hablan de hombres que enfrentan al diablo, de padres celosos que quieren proteger a sus hijas y de amores no correspondidos.
No me gustó el vallenato hasta que estuve lejos. Ahora vuelvo a escucharlos y pienso en las ardillas de Central Park que también son, a su manera, foráneas. Fueron introducidas en un intento de embellecer la ciudad. Un ejemplo perfecto de la hipocresía del hombre blanco-colonizador que constata la realidad del efecto halo. Deseamos lo bello, yo también. Y lo bello muchas veces, coincide con lo familiar. ¿De qué otra forma se explica que esté una en Nueva York y piense todavía que hay paisajes más lindos en Colombia?
Aunque nací en el Caribe colombiano, en una ciudad en la que resueno mejor que en ninguna otra parte, viví doce años en Bogotá y construí ahí una nueva casa, que acabo de dejar. En las semanas y meses previos sentí temor y aprehensión. No quería tener que empezar de nuevo. Volver a estar sola en un sitio que imaginaba agreste y amenazador. Sentir el corazón despedazado. Sentir la culpa de ser la que se va. Dejar pareja, padres, hermana y amigues. Dejar el trabajo, la estabilidad, los contactos. Soltar todo eso no ha sido fácil. Hay un pequeño duelo por cada vínculo que se rompió, y por cada cosa que intentamos que siguiera siendo igual, pero que ya no funciona.
«Soltá y saltá, que ya aparecerá el suelo»
Un día vi por mi ventana dos ardillas trepadas a las esqueléticas ramas del árbol del vecino. Parecían acróbatas jugando o retándose. «¡A que yo llego más alto! ¡A que yo brinco más!». Desplegaban con confianza las extremidades para buscar una rama más alta. A mayor altura, mayor delgadez. Es la ley de los árboles. De la gravedad tal vez, de la lógica, en todo caso: más lejos de la raíz y de la tierra que alimenta significa recibir menos nutrientes. Me he preguntado con frecuencia por qué no morirán esos árboles desnudos que encuentro parecidos a las momias. El caso es que ahí siguen y son el trampolín preferido de las ratas bonitas. Viendo a las ardillas saltar me pregunto si tienen vocación de aves. ¿Qué les quitará el miedo? ¿Qué las ha llevado tan alto? Si fuese cierto que los animales se mueven solo por instinto, no estarían ahí. ¿Qué esperan encontrar? En lo alto de esos árboles no hay comida, ni bebida, ni sustento. ¿Se divierten sin más?
Leí –en una historia de Instagram, ¿para qué fingir intelectualidad?– una frase que llevo colgada como recordatorio en un post-it sobre mi escritorio. La autora era una joven vallecaucana gastrónoma, antropóloga y muy valiente. Trabajamos en la misma empresa un tiempo y, aunque sea una falacia, tenerla en redes sociales hace que la perciba como amiga. Era el tiempo en que yo había renunciado a mi trabajo estable para perseguir el sueño de venir a Estados Unidos y dedicarme a escribir.
Desde mi ventana veo la nieve que cubre el patio, las ardillas saltan en los árboles y mi amiga imaginaria me lanza su frase desde algún lugar de la memoria: «Soltá y saltá, que ya aparecerá el suelo».
Ángela Suárez. Autora cartagenera, viajó a Bogotá a estudiar formas de contar de la Literatura y la Historia, y se quedó trabajando en la ciudad que aprendió a llamar casa. Tiene siete años de experiencia en educación superior, los cuales ha repartido entre la promoción de lectura, la educación socioemocional y la enseñanza. Le gusta pasar el rato tomando fotos y haciendo teatro. Actualmente cursa el MFA de Escritura Creativa en español de la New York University.