Ilustración: Pablo Eluchans
Querido detective,
Te escribo para decirte que me rindo. Desde que mi amigo Marlon nos presentó, cambiaste mi vida. Recuerdo que nos encontramos en el Café la Habana. Calle Morelos 62, esquina de la avenida Bucareli. Me dijiste que lo mejor que podía hacer era irme de Venezuela, porque el castellano que utilizaba Hugo Chávez olía a mierda y era mierda y que además lo habías creado tú. Nada bueno podía salir de ahí. Te hice caso y me fui. Pero ese día también me dijiste que la política era cosa de canallas, que tu habías estado con los que asesinaron a Roque Dalton, dos días antes, y cantaron Violeta Parra, tomando mezcal los Suicidas que tú les serviste. Recuerdo que ibas con una camisa, de color rosa y azul celeste con unas flores beiges que parecían de un blanco mal lavado. Te fumaste 11 cigarros durante nuestro encuentro. Lo recuerdo porque hice el equipo titular de la selección de Colombia que le ganó cinco a cero a Argentina en septiembre de 1993 con las 11 colillas. Hablamos de fútbol. Me dijiste que la dislexia te había ayudado a jugar bien porque veías la cancha como un texto desordenado y desubicabas a los contrincantes. En fin, querido amigo, la pasamos muy bien esa última vez que nos vimos, sobre todo cuando nos fuimos a la casa de la Condesa, la de la calle Colima ¿la recuerdas? bebimos hasta el amanecer. Nunca olvidaré los chilaquiles que nos comimos en el café de arquitectura de la UNAM, con varios panes extras que nos dio nuestra amiga Auxilio Lacouture. De allí, pasamos a dormir a la casa de Luna en el centro histórico, cerca del café Porrúa. Tú sentiste que Luna y yo nos deseábamos con intensidad, así que decidiste cedernos intimidad y te fuiste. Desde que partiste, me quedé sin ánimo de leer poesía en voz alta y mucho menos de escribir. Algo languideció agónicamente dentro de mí. Nuestro grupo se rompió, algunos murieron, otros mataron y muchos desaparecieron. Yo hacía esfuerzos para despertarme todos los días. Al principio Luna me ayudaba a sentirme vivo, porque traía vino, chocolates, tortillas, quesos, frijoles y hacíamos el amor sin protección ni tiempo. Su cuerpo era lo único que hacía sentido. Pero el sexo nunca es suficiente. Ella comenzó a pasar días sin venir, luego semanas y después meses. Dejó de responder los mensajes. La husmeaba en fiestas, en viajes, así que decidí llamarla para gritarle y colgué, no la quise escuchar. Encontré un enorme placer en la distancia y me postré en la fantasía de la eterna espera. Algún día vendría. Algún día volvería a cuidarme, a abrazarme, a alimentarme, a vigilar mi sueño.
Nunca más nos vimos. Se acabó el vino, el escarceo diario, las tortillas y los frijoles. Perdí el sentido del olfato y del gusto. Solo me quedó la vista, el tacto y el oído. Así que un día me desperté y busqué un arma. Juan se había quedado en la casa y luego de tres días drogado salió a comprar comida. Parece que se quedó bebiendo con la raza en el Oxxo y yo decidí tomar su pistola y dispararme. No tenía balas. cuando me disparé, no pasó nada. Al otro día, al mes siguiente, o al año entrante, encendí el gas, en el pequeño apartamento en el que me fui a vivir en Tacubaya. Cerré todo y me acosté.
Recuerdo que Edgar me cobraba un alquiler ridículo. Alguien le avisó sobre el olor a Edgar, que vivía cerca y vino a socorrerme. Hasta se mudó conmigo, por lo que tuve que darle el cuarto e irme a la sala. Cansado de tanta exposición, viví como errante en varios departamentos, de antiguos amigos que se fueron cansando de mí, hasta que me comencé a sentir cada vez más cómodo en las calles, descalzo.
Conocí gente maravillosa y me fui viendo cada vez distinto. Tuve otros géneros, otras identidades, otras plazas, otros cuerpos, otros olores, otras ropas y sobre todo tuve manchas, llagas, ronchas, huesos rotos y sarna. Era libre. Como siempre lo habíamos soñado. Como un perro romántico, ¿recuerdas? Así pasé horas, días, meses o años caminando y viviendo del sol, descubriendo el polvo cósmico, terrestre, blanco y la sed.
La libertad da sed, Roberto. Te digo que una vez me encontré con Luna y no me reconoció, entonces la seguí y llamó a la policía. Los policías no aguantaron mi presencia en la patrulla, así que me patearon y me tiraron al mundo Roberto, a cielo abierto. Pasaron otras cosas que ya no recuerdo. Pasó el olor a café de las casas de mis padres en Caracas, el abrazo de mis abuelos y el amor de mis amigos y mis amantes. También pasaron los golpes, la basura, y la urticaria. Un día me desperté; me vi diminuto con mi pene minúsculo y mi ombligo gigante, rodeado de una burbuja viscosa.
Sentí un encierro, pero no me angustié. Lo que quedó fue un ruido y una luz.
Te espero en este enorme descampado, con tu amuleto, querido detective salvaje.
Saúl Hernández Rosales nació en Caracas en 1986, fue desterrado y vive en New Jersey. Para evitar ser escritor, culminó una licenciatura en Estudios Internacionales en la Universidad Central de Venezuela, hizo una maestría en Estudios Latinoamericanos en Francia (Université Sorbonne Nouvelle, Paris III) y realizó un Doctorado en Estudios Culturales Latinoamericanos en la Universidad Andina Simón Bolívar de Ecuador. Defiende la ficción como otra forma de epistemología. Su proyecto de novela intenta escudriñar el peligroso vínculo entre las emociones y el poder. Su patria es el idioma.