Empezaré con una afirmación que podría parecer una obviedad, pero que solemos olvidar muy fácilmente: nadie tiene por qué escucharnos. Nadie tiene por qué enterarse de lo que escribimos durante esas noches pasadas sin dormir, tecleando, garabateando, tachando, copiando y pegando, amputando capítulos enteros, noches inclinados sobre la pantalla o el cuaderno como ciempiés enrollados sobre sí mismos. Nadie tiene por qué desear saber qué sucede entonces, ni mucho menos conocer el resultado de esos esfuerzos que nos convierten, muy a nuestro pesar, en una de estampa romántica del escritor. Pero es que, incluso despojado de todo tremendismo, esta labor no es muy distinta: implica un largo proceso de visiones y revisiones, de horas robadas y contrabandeadas para la escritura. Y todo para que, a la postre, en verdad nadie tenga por qué escucharnos.
Se trata de un hecho que se encuentra en la raíz misma de la Maestría en Escritura Creativa: proporcionar no una audiencia, sino interlocutores, a esa escritura cuyo primer gesto es la intimidad y cuyo primer hábitat es la sordera. La diferencia no es ociosa: una escritura que halla interlocutores multiplica su poder para significar, se hace fértil su capacidad de producir sentido. Hallé, al ingresar al MFA, que los cursos están pensados para fomentar un intercambio que enriquezca los textos de todos los participantes. Esto, claro está, no siempre ocurre: no toda recomendación es atinada, no todo comentario vale su peso en tinta. La buena fe no siempre es la moneda común en el aula. Pero incluso esto es necesario, me parece, en este proceso de formación del texto. Estas circunstancias, generalmente consideradas negativas, son indispensables: enseñan a descartar el comentario sin tino, a evadir la crítica malsana, como quien esquiva disparos. El texto se afila en este contacto. Debe aprender a dialogar con toda suerte de interlocutores, alimentándose de dones y venenos por igual.
En mi caso, el MFA proporcionó a mi escritura interlocutores excepcionalmente valiosos, entre los que felizmente cuento tanto profesores como compañeros de clase. Mariela, Lila, Rubén y Sergio fueron lectores agudos e insistentes. En general, tuve la fortuna de contar con interlocutores incisivos, implacables, que supieron señalar los lugares donde mis textos se volvían complacientes, perezosos, repetitivos. Interlocutores que sirvieron de antídoto para cierto solipsismo, que rasgaron con pericia la película de autismo que se formaba sobre algunos de mis textos, como hongos tenaces. Ya había publicado cuatro libros de poesía al ingresar al MFA, todos ellos más o menos suscritos a una misma poética: la mano tendía por sí sola en esa dirección. Sin embargo, pronto empecé a borronear páginas a contrapelo de mi trabajo anterior, tratando de acceder a zonas de la escritura que no conociera hasta entonces. No recuerdo un solo curso que dejara indiferente mi escritura. Incluso el hecho de tener que aproximarme críticamente a los textos ajenos, procurando formular mis intervenciones en función de lo más conveniente para ellos, y no para mi propio trabajo, me hizo replantearme mi poética. Puesto en cuestión constantemente, por los otros y por mí mismo, me veía forzado a repensar los presupuestos de mi trabajo, a hacerme cargo de manías, tics, recurrencias –buscadas o no.
Coincidió, también, mi ingreso al MFA con el comienzo de mi labor como traductor –labor que, en estos cuatro años, se ha tornado la columna vertebral de mi día a día y, de hecho, el lugar desde el que pienso: la encrucijada siempre variable, engañosa, fascinante de la traducción. Fue en el curso sobre traducción literaria que traduje los primeros poemas de lo que eventualmente sería una nutrida antología de Charles Wright. Y fue durante el MFA que pude terminar mis traducciones de Artaud y Duras. Reflexionar sobre la traducción se volvió, para mí, condición para reflexionar sobre la labor literaria: el entrecruzamiento de lenguas, el borde fructífero y traicionero entre una multiplicidad inmanejable de hablas. Tanto así que, estando ya en el último semestre de la maestría, dediqué mi tesis a la traducción y re-traducción de un mismo núcleo textual: los vaivenes, los brotes inesperados, los genuinos hallazgos que produjeron estas variaciones daban cuenta de esa potencia que la labor del traductor destapa: le inventa al texto horizontes de sentido; multiplica sus líneas de fuga.
El MFA esboza una suerte de comunidad ideal –una comunidad, no de escritores, sino de textos. Configura un espacio donde los textos se forman e in-forman, donde se nutren, crecen, se despedazan y recogen sus miembros dispersos para coserlos, para formar con ellos un cuerpo más justo. Los efectos de aquellos diálogos no se restringen a un texto o grupo de textos, ni al par de años académicos que uno pasa en el aula. Antes bien, la Maestría en Escritura Creativa termina por volverse portátil: aquellas conversaciones afinadas por el afán crítico continúan escenificándose a su manera cuando, concluido el MFA, la escritura vuelve a su escena primaria, a su soledad amniótica. Pero entonces ya no está sola: lleva consigo a sus interlocutores, tácitos, persistentes.
Imagen: Juan José Richards