Osdany Morales
Ilustración: Camila Arango Echeverri
Sergio Chejfec había llegado antes, por eso estaba seguro de que el paraguas negro en una esquina, que me recomendaba robar confiadamente pues yo había salido sin ninguno, no tenía dueño. Desde su llegada al café los clientes se habían renovado uno por uno mientras el paraguas continuaba abandonado y seco en el mismo lugar. Era natural asumir que el propietario no seguía entre nosotros. Yo no podría robarlo, dijo como cerrando el plan, en principio porque salí con el mío, pero creo que tú debes hacerlo: los paraguas son objetos que no tienen un dueño específico, son más bien accesorios en el límite de ser olvidados en un lugar de paso, lo cual sin duda está en la naturaleza del paraguas, no es que la gente sea más despistada o albergue por ellos un sentido de propiedad menor en relación a otros objetos; los paraguas circulan, y si tú te llevas este ahora, algún día, igualmente, lo dejarás en otro lugar, etcétera.
Seguir valorando su estrategia era darle toda la exposición posible a mi cobardía. Pensé, si dice que lo único que se ha mantenido constante desde su llegada son él y el paraguas, no debe haber ningún riesgo para mí. Nos pusimos los abrigos. Avancé hasta la esquina. Agarré con desdén la reliquia que por su peso prometía ser enorme, y salimos mientras Chejfec celebraba la apropiación en voz baja. En la acera yo debía completar el mismo trazo de familiaridad y cerrar el acto con la seguridad de abrirlo tal como lo haría un dueño. Encontré sin dificultad el botón que súbitamente desplegó hacia el frente una capa heroica entre las gotas de lluvia y, buscando la mirada aprobatoria de mi testigo, lo elevé en posición vertical.
Ahora explota, me dijo.
Otra tarde de lluvia nos llevó como clase a una sala reservada de la biblioteca para ver juntos la que ahora recuerdo que introdujo como su película favorita. De otra manera no se explica la conexión entre PlayTime, de Jacques Tati, y el contenido de nuestro curso, sino como una forma personal de presentarse como maestro, o de presentarnos la ciudad o la academia o la industria editorial como una sucesión de malentendidos futuristas que si conseguíamos ver desde fuera nos daría risa.
En los estudiantes era legendaria su preferencia por el bar The Peculier, en Bleeker St., donde cabíamos todos, que entre sus peculiaridades desplegaba detrás del mostrador y en algunas paredes una colección de billetes extranjeros; es decir, de todas las monedas con las que no podrías comprarte una cerveza allí y habían llegado hasta la barra para finalmente devaluarse y volver a ser un papel que aseguraba la existencia de otras economías (y también, si queremos extender la lectura de un billete, la existencia de otras literaturas). Algunos de los pesos argentinos que se exponen en The Peculier fueron propuestos por Chejfec, y si hay más dinero latinoamericano allí lo más seguro es que se trate de aportes de sus seguidores, a quienes transmitía este procedimiento inverso al asalto al Banco Mundial.
Para una de sus devoluciones nos encontramos en otro bar por la catedral de Saint John the Divine. Al escoger la forma de sentarnos a la mesa, especialmente rústica, hecha de tablones martillados, me alertó sobre una costumbre argentina o venezolana, tal vez completamente falsa y aunque algún día pueda confirmarla seguirá para mí conectada a sus ficciones, que consiste en que los dos bebedores, en lugar de sentarse enfrentados, se instalan del mismo lado, como si compartieran el asiento de un tren, de forma que los conflictos del debate no se dan en el espacio limitado por la oposición, sino ante el horizonte incalculable que ambos tienen por delante en igual medida. El arreglo garantiza una velocidad ferroviaria, y mi recuerdo de aquel encuentro es el de una mesa que se desliza a toda velocidad hacia ninguna parte.
Entre las fotos de las noticias de abril se repetía una donde está de pie, entre el borde azul de una piscina a la derecha y tres tumbonas blancas vacías a la izquierda, sobre el muro del fondo se aferra una enredadera seca, y aunque se trata de un escenario de verano, por el brillo de las maderas del piso y por la luz marchita, es una hora de lluvia. Chejfec lleva un impermeable oscuro. Desde su espalda, sostenido por la mano derecha, sube abierto un paraguas negro por el que seguro no tiene ningún sentido de propiedad.
En los últimos años imaginé nuestro reencuentro. Al escribir, sabía qué páginas me gustaría que leyera y cuáles proyectos, incluso entre los no escritos, prefería esconderle porque serían inaceptables para su idea de la literatura. (Aunque se trata de una impresión personal, sospecho que es compartida por todos los que lo conocimos.) Ahora que no está, extrañamente, me parece que será un lector más celoso de lo que yo escriba, como si esa dimensión le otorgara una autoridad de lector que ya no puede ser disputada. Ahora no podemos ocultarle ninguna página.
Ahora lo lee todo.
Osdany Morales (Nueva Paz, Cuba, 1981) es autor de los libros de cuentos Minuciosas puertas estrechas (2007), Papyrus (2012) y Antes de los aviones (2013), del cuaderno de poesía El pasado es un pueblo solitario (2015) y de la novela Zozobra (2018).