Libertad Pantoja
Foto: Martina Abello
Es la primera vez que voy a bajar a los archivos sin compañía. Me parece una forma extraña y horrible de festejar mis trece años. En la mañana, me compraron un pastel. También me regalaron una bata con las mismas orillas doradas que tiene el pañuelo que mi abuela me presta cuando llega el momento de bajar con los muertos. Ella me dijo que la orilla dorada representa nuestra conexión con los que se han ido, la luz con la que los atraemos hacia nosotros y con la cual vuelven como algo nuevo. No sé qué pensar de eso. Una simple bata no va a servirme; allá abajo siempre está helado.
A diferencia de mis padres y mi abuela, a mí nunca me han gustado las celebraciones de la porcelana. Apenas estoy entrando en edad de que me las expliquen poco a poco. Cuando les pregunto a qué se van a la colina una vez al mes sólo dicen que tiene que ver con las muñecas de porcelana y los muertos, insisten en que algún día lo entenderé, que aún estoy muy chica.
Cada vez que vamos, mi abuela lleva el pañuelo. Nunca hablamos en el camino, supongo que es parte del rito. En ocasiones algunos miembros de la familia nos acompañan, esta vez vienen mis primos. A ellos no parecen molestarles las celebraciones, siempre los veo pintando o componiendo pequeñas vasijas en el taller de la casa de mis tíos. Ellos van a ser los artesanos, los que reparan las muñecas. Todo el día están en su mesa en el patio de atrás amasando, girando el torno, rompiendo piezas deformes y aplicando las lacas, hasta que mi abuelo dice que sus obras han quedado perfectas. La casa de mis abuelos está llena de piezas de cerámica hechas por mis primos y por otros hombres de la familia.
Me dejaron en la puerta de la entrada, tengo que llegar al fondo del pasillo y bajar al sótano. Cada uno de mis pasos hace un ligero ruido, retumba en los muros y un poco de luz se filtra por las ventilas inquietando el polvo. Aún quedan algunos estantes y anaqueles de cuando esto fue la bodega de un Gigante. Mis bisabuelitos la compraron hace años, la descuidaron para darle el aspecto de abandono que fuera capaz de disuadir la entrada de los curiosos. Primero la dejaron abierta para que quien quisiera saqueara la mayor parte de lo que había. Luego mejoraron las cerraduras y esparcieron el rumor de que aquí espantan, que está maldito, infestado de ratas. El punto es que ya nadie se acerca. Tal como ellos querían.
Los ritos de la familia no son para el público. Si alguien se enterara de seguro pensaría que somos alguna clase de locos peligrosos o nos quitaría a nuestros muertos y los expondría en algún museo como dice la abuela. Creo que sería mejor, al menos así yo no tendría que bajar a atenderlos.
Cada que escucho el sonido que emiten mis pasos, mi respiración y el aire que entra por las ventilas siento que estoy sola. Como si fuera el único ser sobre la tierra. Desearía que mis primos pudieran acompañarme, pero son hombres y a ellos les tocan otras partes del rito. Soy la mayor de la familia y como tal, desde hoy, me toca a mí y sólo a mí ocuparme de las primas hasta que alguna mujer más alcance la edad necesaria y mi madre o alguna de mis tías la tome para aprender el rito. Eso pasaría si tuviera primas o hermanas, pero todos los que quedan son hombres. Todos. Por ahora soy la única niña y las primas son las muertas más cercanas a mi edad.
En la mano derecha llevo la lámpara de aceite, no hay electricidad en la bodega. Le he preguntado a la abuela más de una vez por qué y por qué no puedo llevar una lámpara de pilas, pero nunca es clara. Ignoro si no lo sabe o si es algo obvio que yo no entiendo. Hay muchas cosas así que no me dice. Se supone que a partir de hoy se empezará a aclarar todo para mí.
En la mano izquierda llevo una bolsa de mimbre con el pañuelo de la orilla dorada y un aceite especial (creo que es el mismo de la lámpara) para limpiar y perfumar a mis primas.
Bajo el segundo juego de escaleras sin mirar atrás. El eco de mis pasos se escucha como si alguien me siguiera. Continúo sin mirar atrás. Camino sin pensar a dónde voy, en automático.
Ya llegué a los archiveros grandes. El polvo se levanta por doquier, lento y calmo, sin cuerpo, dispersando la luz que viene de mi lámpara y de las ventilas que están en lo alto. Las paredes están vacías salvo por unas cuantas telarañas abandonadas desde hace mucho tiempo. Toda la vida parece haber huido de la atmósfera pasiva y densa del lugar. Me siento como si me hubiera sumergido en una alberca un poco más de tiempo de lo que debería.
Abro uno de los cajones enormes de los archiveros, el olor a viejo llena mis pulmones. Tomo el resto de lo que necesitaré: un frasco con cera, unas sábanas para proteger del polvo las partes de las muñecas que no esté limpiando y aretes y collares para cambiarles los que traen puestos a las primas.
Comienzo a alejarme del archivero cuando de pronto la veo: está parada junto a mí, pero no habla, simplemente sonríe y, con un dedo que parece disolverse entre el polvo que baila en la luz, me señala otro archivero grande y verde. No reacciono. ¿Se supone que esto tenía que pasar? ¿Por qué no me dijo mi abuela? Curiosamente, no le tengo miedo a esta Ariana translúcida que me señala el cajón donde se encuentra su muñeca.
Con el cajón es diferente, conozco su contenido y es horrible. Al final tomo la manija; jalo de ella con cautela y poco a poco aparece frente a mí la cara blanca y reluciente de la muñeca de mi prima Ariana. Ella es ahora uno de los que perduran atados a este mundo como una burda imitación de lo que fueron en vida. Tiene los ojos cegados para siempre con unas enormes cuentas de vidrio negro y su cabello de muñeca está barnizado en un tono intenso que no parece suyo. Un escalofrío me recorre y no puedo evitar voltear al piso. Me aterra pensar que quizá algún día también acabaré encerrada en uno de estos cajones. La abuela me ha dicho que todas las tumbas del cementerio están vacías y que los miembros de la familia están aquí, en los cajones.
Vuelvo la mirada a la muñeca del cajón. Podría ser peor. En algunos archiveros hay huesos y restos que se descomponen, en otros están los que mueren ya ancianos, que en lugar de blancos quedan de un color cenizo después del tratamiento y que puede escucharse como crujen por las noches. Afortunadamente eso es labor de las mayores.
Ariana, la que está fuera del cajón, se ve tal como la recuerdo. Como era hace cuatro años. Me dan ganas de hablarle, pero volteo a otro lado e intento actuar como si ella no existiera. Nunca había pasado esto. Quiero acabar cuanto antes para irme de aquí.
Empiezo a pensar que ignorarla podría ser tomado como una descortesía, incluso como una blasfemia, pero no sé qué decirle. Todo lo que se me ocurre me parece inadecuado. Cosas sobre cómo es morir y qué se siente. ¿Por qué ella no me habla?
Ariana sigue sonriendo. A pesar de lo difuso de su ser, irradia una luz ligera que me permite ver algo de color en su rostro. Su luz, su peinado y sus ojos grandes y negros, contrastan por completo con “eso” que guardamos en el cajón. Me hace una seña de que la siga y yo me dejo llevar por ella en una conversación hecha de movimientos y sonrisas.
El pasillo hasta el que me trajo Ariana es angosto, hecho de ladrillos anaranjados, con unas cuantas ventanas altas. No sé a qué lugar dentro del edificio corresponde. Llegamos a un patio interno, amplio, donde se nota que nadie más ha estado en años. En el centro hay una fuente seca, llena de hierbas resecas y algunos tallos en flor mecidos por el viento nocturno. No me había dado cuenta de lo tarde que es. Tengo que irme, pero al observar con cuidado veo a las dos hermanas de Ariana, translúcidas, ligeras como el aire. Al igual que ella sonríen. Están sentadas en la barda que rodea el patio. Eva peina con su mano el larguísimo cabello que siempre fue su orgullo y me susurra con un gesto que vaya hacia ellas. Brillan con la misma luz propia que envuelve a Ariana. Resulta curioso encontrármelas unos días después de haberles dejado flores en el panteón. Siento un poco de nervios, pero no he violado ninguna regla. El acuerdo es que permanezca aquí hasta que haya terminado de limpiarlas y no he dejado el edificio.
Nos sentamos en la fuente. Después de un rato de mirar las estrellas y ver las flores mecerse con el viento nocturno, ellas me hacen señas para que las siga. Cuando llegamos a la puerta por donde entré con mi abuela vacilo. No puedo. No debería.
Sé que no debí hacerlo, pero la noche es muy bella y parecen disfrutar de estar conmigo. Hace un rato que dejamos la bodega, me pregunto si podrán salir solas o si necesitan a alguien vivo para alejarse de sus cuerpos de muñeca. No hablamos, nuestra comunicación es un baile lento y suave en que cada gesto indica una idea completa.
Hay una brisa ligera y la luna se ve especialmente hermosa. Algunos focos navideños puestos antes de tiempo alegran nuestro paso por los rumbos de los vivos, donde todos duermen. Vamos incluso frente a casa de los abuelos y me pregunto qué harían si me vieran aquí, con ellas.
Al fin regresamos y noto que olvidé mi tarea. Me apresuro a limpiar las versiones de mis primas que descansan en los cajones. Sin querer dejo un rayón en una de las muñecas y no sé cómo ocultarlo. Ahora sí que tengo miedo, no sé qué vaya a hacer conmigo la abuela. Mis primas ríen en silencio tapándose la boca con las manos. Pienso que lo hicieron a propósito, que todo fue un truco para lograr que me castigaran. Comienzo a imaginar que ellas también rayaron una muñeca o incluso la rompieron y por eso las condenaron a ser muñecas de porcelana y las encerraron en los cajones, de modo que nunca puedan dejar el edificio solas. Qué tontas. Pude haberlas ayudado, pude haber salido todas las noches con ellas. Me dan ganas de azotar esas muñecas frías contra el piso – tal vez así me dejen en paz–, pero me contengo y sigo limpiando.
No noté que la abuela ya estaba adentro, en el fondo de la bodega, observándonos. Cuando se da cuenta de que la he visto me pregunta muy seria qué pasó, pero no espera mi respuesta, sale negando con la cabeza y me dice con una voz muy suave: “Te vas a quedar aquí unos días”. Antes de que pueda mostrarle a las primas o preguntarle dónde me voy a quedar o por qué, sale azotando la puerta.
Mis primas se cubren la boca con la mano, como si yo pudiera escuchar su risa.
Siento frío. Ésa es una buena señal porque quiere decir que sigo viva. Desde que me mandaron a dormir en uno de los cajones del archivero rojo, despierto con miedo de encontrarme con mi versión vidriosa de cara blanca y ojos negros. La abuela dijo que sólo es un confinamiento temporal y me trae ropa y comida todas las noches. No sé cuánto durará esto y empiezo a temer que, sin habérmelo dicho, estén empezando a hacer de mí una muñeca. La receta para ello podría estar en la comida, en el líquido que me dan para limpiar a mis primas o incluso en el polvo que se respira en este lugar. Debí preguntarles a los niños –a fin de cuentas, ellos son los que convierten a la gente en muñeca– pero no me dio tiempo. Mis primas no dan signo de preocuparse o emocionarse por lo que me ocurre. Siguen con sus sonrisas dulces y señas. Yo las miro, limpio sus caras blancas de porcelana y espero a ver si con la siguiente luna llena puedo salir y volver a visitarlas en el cementerio de los árboles frondosos y los dientes de león.
Ya traté de huir varias veces, pero todas las entradas que conozco están bloqueadas. Tal vez sólo es así, simplemente debe seguir su curso el ritual con el que me convertiré en una cuidadora de verdad, pero siento que ya no puedo más.
Mi abuela abre la puerta. Salgo. Estoy temblando. Me lleva de la mano. Hace frío y no hay un suéter para mí, sólo llevo la túnica blanca que me regalaron en mi cumpleaños. Así me lo indicó ella. Trato de no pensar, tengo la sensación de que a la abuela le basta voltear a verme para sorber todos mis pensamientos como con un popote. Mientras caminamos va contándome cosas con una voz muy suave. Por ejemplo, que mis primas murieron en un accidente, pero sus cuerpos se conservaron lo suficientemente íntegros para que los hombres de la familia los embalsamaran de acuerdo con el rito y aplicaran el tratamiento de “porcelana”. Cuando no es así, se guardan los pedazos cubiertos de una mezcla especial de bálsamos y cremas en los cajones. La razón para ocultar las muñecas es que, si llegan a romperse, el vínculo con los muertos se corta y nunca volvemos a verlos.
Este último día que estuve encerrada las primas fueron muy lindas conmigo. Se acercaron, me sonreían más de lo habitual, me hacían gestos curiosos, como abrazos y yo no entendía nada. Imaginé muchas cosas.
Mi abuela me lleva por el parque que está atrás de la entrada la bodega, por el camino largo. Una luz blanca se refleja en las copas de los árboles, pero son tan frondosos que no puedo ver la luna. Siento el aire, lo veo arrastrar los insectos que revolotean por el pasto, así como la abuela me lleva a mí. Su mano en mi mano me hace sentir que soy incapaz de huir, pero no sólo por su fuerza. Es como si aún estuviera encerrada, la quiero seguir a pesar del miedo.
Estoy más tranquila que en la bodega. El aire de la noche me regala bocanadas de vida, que respiro pensando que quizá serán las últimas. Mi abuela me voltea a ver, me dice con una voz dulce, más dulce que nunca: has pasado la prueba. Todas salimos con los muertos que nos tocan, luego nos encierran.
Se ríe suavemente. Me indica que me adelante. A lo lejos, bajo la colina, alcanzo a ver unas personas vestidas de blanco. Son papá, mamá y todos los demás. No hay niños. Están al pie de la colina. Junto a ellos están mis primas rodeadas de muchísimas personas translúcidas más. Se parecen a mí y a la abuela. Son parientes que nunca había visto. Hay una mesa blanca sobre la que parece haber unas fuentes con comida, algunos faros de aceite que distingo por su forma de alumbrar y adornos blancos colgados de los árboles.
No sé qué siga, pero ya no tengo miedo.
Libertad Pantoja (Ciudad de México, 1987) es egresada del Diplomado en Escritura de Literaria, Centro Mexicano de Escritores. Libertad ha recibido la beca Jóvenes Creadores del FONCA en dos ocasiones y ha participado tres veces en el programa de escritura Under the Volcano. Recientemente se publicó su primer libro de cuentos, Tú, enfermo no estás.