Por Laura Labella
Hoy me acordé de Silvita, mi vecina de la infancia. Era amiga de mi hermano menor; le llevaba un año. Morena y retacona, lo hacía jugar al papá y la mamá a través de las rejas del portón de su casa. Rara vez lo invitaba a pasar. Su familia era misteriosa. Su padre decía ser oficinista, pero el barrio murmuraba que era chofer de un colectivo estacionado unas cuadras más allá. Tenían un perro bóxer que mi hermano adoraba. Silvita le prohibía acariciarlo, quién sabe por qué. Yo era dos años mayor que ella. Notaba cómo se copiaba de mi ropa, mis pasos de baile, mi gesto rebelde de arrastrar los pies. Fui yo quien le enseñó la hora cuando me regalaron mi primer reloj pulsera. Y quien le consiguió la figurita que le faltaba para completar el álbum de los Ositos Cariñosos. Se la entregué en un recreo. Le temblaban las manos al recibirla, tal vez por la emoción de que por fin le hubiera hablado en la escuela.
—Hoy te vi en el patio —solía decirme cuando volvíamos caminando con otros chicos de la cuadra. Describía en detalle mis movimientos y los de mis amigas. Sabía el nombre de todas. Yo me encogía de hombros, como si me diese lo mismo que estuviera tan pendiente de mí.
Algunas tardes me sentaba junto a mi hermanito a conversar con ella del otro lado del portón. La oía hablar de sus tareas de tercer grado. Y burlarse de las tonteras que le enseñaban a él en segundo. Las charlas terminaban por aburrirme, y salía a andar en bicicleta. Me gustaba cruzar la avenida e ir a un edificio en construcción abandonado, uno de los tantos de la zona, dejados a medio hacer por falta de presupuesto. Lo había descubierto con mi hermano mayor. Habíamos apartado las chapas oxidadas que bloqueaban el ingreso. Boquiabiertos, habíamos caminado entre pilas de ladrillos y columnas de hierro, fantaseando con ser los dueños de esa casa tan enorme. Aquí, la cocina. Aquí, el lavadero. Tres baños. ¡Un cuarto para cada uno!
Mi hermano perdió interés enseguida. Continué yendo sola a disfrutar la quietud, el frescor y el olor a cemento de ese lugar.
Un día encontré caca en un rincón del que yo imaginaba ser el dormitorio de mis padres. Dos zurullos humanos, gruesos y parduzcos, rodeados de moscas. Más que asco, sentí miedo.
Decidí llevar a Silvita. No le dije adónde iríamos. Una vuelta en bicicleta, solo eso. Ella corrió a pedir permiso a su madre, que apareció con ruleros, delantal de cocina y cierta expresión de duda. Tras los ruegos de la hija, la mujer se metió la mano huesuda en el bolsillo, sacó la llave y abrió el portón. Mi hermanito aprovechó para entrar a acariciar el perro.
Desde el asiento de atrás, Silvita me rodeó con sus brazos. Alabó mi pelo rubio, mi bicicleta y lo bien que la manejaba. Después de algunas vueltas, llegué hasta la esquina de la obra y le propuse entrar. Ella movió la cabeza con gesto asustado. La miré despectiva, le dije que no fuese chiquilina. Que estaba conmigo. Y podíamos jugar a ser hermanas huérfanas que vivían solas.
—Mejor, gemelas —sugirió.
Accedí con la condición de ser la mayor, aunque fuese por minutos.
En el juego, yo daba las órdenes. La mandaba a limpiar la casa o a comprar comida: palitos y piedras que ella traía del pastizal del fondo, lleno de mosquitos. Le pedí que se subiera a un andamio enclenque para cambiar una supuesta lamparita. Ella me trataba de tú y hacía el tonito mejicano de las series dobladas. ¿Deseas tomates, gemela? ¿Qué más se te ofrece, gemela? ¡Eres adorable! Su obediencia me fastidiaba tanto como la dicha que parecía causarle nuestra amistad.
—Bajate los pantalones y hacé pis —le dije en la parte del juego en que nos íbamos a la cama.
Verla en cuclillas con las nalgas desnudas me provocó lástima. Pero había algo irritante en la forma que se le arqueaba el labio superior al forzar la orina. Por eso la obligué a incorporarse tomándola de la muñeca y zamarreándola. Le clavé las uñas hondo, le tiré el pelo con fuerza. Y viendo que no lloraba, le pegué un cachetazo. Porque ¿hasta dónde iba a llegar mi crueldad? Empezaron a caer sus lagrimones, abundantes y descreídos. Entonces la estreché contra mi cuerpo y le besé la frente. Con su cara húmeda entre mis manos, la miré a los ojos: no llores, gemela, te quiero, para siempre. Ahora vamos a dormir. Ella sonrió sosegada. Yo también.
Más tarde, atravesamos las chapas y nos subimos a la bicicleta. Sus brazos volvieron a rodearme la cintura, creí oír un suspiro cuando apoyó la cabeza sobre mi espalda. Agarrate fuerte, le dije, que no te quiero perder.
Mi hermanito la esperaba en la puerta, el perro le lamía la mejilla entre los barrotes. Su madre vino a abrir y agradecer. Silvita, a su lado, levantó la mano y me saludó con un deleite que me hizo odiarla. A ella y a mí.
Por miedo o piedad, o aburrimiento, volví a invitarla a la semana siguiente, y a la otra y a la otra. El juego se repetía idéntico.