La tortuga en la arteria es un trabajo de aprender y des aprender. A partir de una serie de lecturas y de la experiencia personal, el poeta colombiano Raúl Alejandro Martínez ha ido escribiendo este conjunto de impresiones e imágenes, su música, sus muertos y sus animales.
Hombre huevo
El que hablaba conmigo tenía una caña […]
Apocalipsis 21 (15)
Amigo enemigo mío, es la hora de parar, de saber si tengo algo contra ti en éste,
uno de los siete tercios. Te voy a decir lo que vi, que cuando contaron iba yo comiendo y otra cosa.
Tiritando había alguien que cantó:
“Creo que es tipo alto el que nos explicó el mar,
su fin bailar en mar que queda lejos,
mi mar no el suyo hay mucha costa”.
Había Otro que lo escribía pero no hizo nada,
quizás por pelo o por melómano pero el Otro hacía buen daño entre el papel y no en un ruido:
“Al final de cada encaje hay una rúbrica a celedón”,
nos dijo un color verde.
Apareciste tú y un gato que no sabía que yo lo miraba.
Maúlla como si fuera un asesino de mi padre y me pregunté, si cuando el humo lo que queremos
es viento a una velocidad o pensar en alguien bostezando.
Ese tipo y otros ángeles sentados te digo,
nos reímos porque hicimos curiosas cosas.
Alguien hizo el cuadro con este sol, con un viento tan fuerte porque bailábamos a un rededor y estábamos hechos de madera.
¿Pero por qué ese gallo piensa ya que es día, a quién anuncia?
Lo quisimos,
sólo mover los brazos para bailar.
“Pero para eso es el andén”, llamaron rudo.
Ahora son las espaldas las que miro por el quinto rato de tercio, aunque arduo porque aquí no vuelan águilas sino ángeles caninos.
Hagamos otra cosa, vente pronto que la luz es amarilla toda la noche, y bella mientras nadie haya podido de verdad pintar un árbol.
Acá algo se incendia siempre cerca algo se incendia pie a pie.
“Después de cada sortilegio hay un plagio en reflexión”.
Separados todos nosotros tratamos de morderle el cuello a un alguien o algo verde,
de eso tenemos ahora un brazo con el pulmón.
Cuando la tierra ya no nos quiera quién sabe dónde reciben,
pero entrar a un sitio donde me den los pies en el sol.
Buscas tú a un memfi que te diga por qué en la poesía hay palabras que no existen,
que te entreguen las siete cartas, que alguien dicte las siete clases.
Gracias a ti, gracias a todos.
Han pasado tres minutos y ésta es mi teoría.
Yo he sido uno con el ojo que no duerme y entre las orejas la niña palpitación.
Nota personal: tengo que
Llegar a la calle lenta, saludarla y ser su turbina,
sólo así conseguiré dejar de dormir encima mío.
Ensuciar la ropa de todas las formas posibles pero no el cuerpo,
sólo así obtendré todos los colores de India en una mano aunque nunca vuelva.
Aguantar cuando está nublado porque al menos puedo imaginar el sol en cualquier parte,
sólo así hablaré de mi colección de basura.
Yo quería ser taxista pero hasta ahora sólo transporto comida.
Hola calle pequeña, dime ya los ovnis no son ovnis sino bolsas y envolturas.
Enséñame que las mañanas sólo son números atados por el agua en los fluidos corporales,
que todos queremos ser como las partículas cuánticas,
que sólo registramos si alguien nos brinda su atención.
La línea en el asfalto es el único lugar plano que conozco
y en bajada es el sitio más rápido del universo.
El montaje gran futuro es entonces un recurso cinematográfico para enderezar mi espina,
mi hoja de vida.
Para ayudarme conseguí vehículos de China y un trabajo vaya entregue cobre y venga.
Nota personal, el cielo ya no importa así este lleno o despejado pero algún día el mar.
Tengo que recordar el plato lleno sólo en arroz blanco y salsa de tomate,
sólo así escaparé de la pobreza.
Estos podrían ser los cien metros cuadrados más abandonados que he visto en esta vida,
pero hay una gata a dos pasos y un sonido nocturno a insecto.
Pero eso suena a algo importante y no lo es.
Como cuando logro atravesar escaleras en silencio,
que no importa en qué tipo de edificio son espacios construidos por el ruido.
Nota personal, pequeñísimas victorias contra la realidad.
Tercera hora: Final de Fundación Familiar
Cuando nací nadie podría saber
que vería una clase aburrida sobre Literatura de Fundación Nacional.
Nunca fue culpa de la profesora, porque ella disfrutaba la clase al máximo,
también me dio clases más chéveres.
Cuando por fin viví solo
nadie podría saber que mis camisas de botones eran como hechas de papel.
Entre más pasaba el tiempo más arrugadas.
Fue culpa de lo poco que sabía sobre acción reacción del jabón y el agua.
Llegó la plancha y seguía esa fuerza indetenible,
igual a la que dobla las esquinas de la libreta de apuntes,
destruyéndola.
Pero esa no es una trasformación producida por la mente,
es producida por el material,
por la física.
Cuando era niño tiraba piedritas a las ventanas de la gente con la que iba a hablar,
usualmente de noche cuando no escuchaban los golpes a la puerta o el timbre.
Nadie podría saber que hoy en día nadie atiende el llamado de las piedras.
La represa desviando mi inteligencia apareció en algún momento.
Un día no tenía idea que la profesora se había dado cuenta,
éramos la máxima expresión de la concha.
Hay conchas pequeñas que si uno es afortunado se materializarán en el arroz,
pero nosotros éramos descarados
como las conchas gigantes en la profundidad y la perla.
Examen sorpresa y casi todos fritos en la paila,
menos mal hubo otros mucho más diligentes.
Cuando aprendí a picar ajo
no podría saber que sólo lo haría después de picar cebolla,
de otra forma para mis manos eso no tenía sentido.
Soltaba el cuchillo y me distraía,
me sentía haciendo algo mal a pesar de que no era cierto.
Esta conducta fue multiplicada en otros aspectos por siempre.
El aceite duró sin tapa más de un mes,
pero las cosas seguían quedando deliciosas.
Sin nevera eso debería indicar que el polvo no es tan malo como dicen.
Cuando cumplí veinte años me negaría a creer que varias veces fui una fantasía fallida.
Pero nunca hubiera negado que si la paloma se infla es porque hace frío.
En esa edad no podría saber que un día diría con certeza:
“Esta vez las fotos irán a las paredes”.
Ni que las frutas tienen que ir en lo alto,
yo las pongo en el cajón más arriba de la cocina,
algunos las ponen en los árboles.
Cuando corrí más de veinte minutos me obligaron y sentí que moriría,
músculo jala otro músculo,
veinte años después corrí por media hora para poder dormir mejor,
una nena jala otra nena.
Haciendo esto noté, mientras me volvía agua, que el tiempo pasaba más rápido si pensaba en otra cosa
y no miraba los minutos.
Todo lo contrario a lo que hay que hacer cuando uno va tarde a una cita importante.
Nadie podría saber que esto lo pensaría una noche,
una noche sin música entre las cobijas esperando estar tan caliente como la comida que me gusta.
Cuando tuvimos el primer hijo pasaban los treinta años de mi espíritu en el despertador,
yo era un profesor preocupado que no creía en la nación y hasta con argumentos,
pero vi el resultado y noté que algo había pasado,
algo tan imposible como ver cebollas desaparecer entre el arroz
y tan numeroso como las cosas que pasan bajo el agua.
Había hallado una historia tan fuerte que ésta podía derretir rocas sin pensarlo.
Cálculo diario
¿Cuándo estrellarse contra el muro de cuerpos?
El radar, el hombre muerto.
¿Cómo me he convertido en esto?
El árbol, la canoa.
¿Qué estrategias sirven para volverse tierra?
El puente, la cosa inanimada.
¿Dónde está el pedestal adecuado?
La cápsula, la letra.
¿Quién quiere ver la angustia?
La foto, el paisaje.
¿Cuánto hasta funcionar como una anécdota?
La depuración, el aguacero.
¿Cuál es el sabor de la conciencia?
La película, la mujer muerta.
¿Cuándo estrellarse contra el muro de cuerpos? El radar, el hombre muerto.
Un baile de conceptos comunes y corrientes,
un ritmo cardiaco que no está dispuesto a tomar prisioneros.
La onomatopeya, la música.
Ayer vi una que otra voz en mi persona,
tú estás muerta tú estás muerto celébrate.
Nada ni nadie es absoluto, le dije no soy un conjunto de nombres.
Otra voz me sugirió,
mejor vete al oriente porque eres catalizador en vez de la energía,
como el metal. Mejor cállate.
La otra voz hizo lo equivalente a meter sus manos entre mi ropa,
sal por esa puerta y recuéstate contra los códigos del armamento.
Entre todos nos inventamos un sitio,
en pocos renglones fuimos a tener una conversación larga,
nos ubicamos en los tejados de Turquía.
¿Cómo me he convertido en esto? El árbol, la canoa
No soy un conjunto de nombres, me dije
yo no soy. El día el frío sigue ahí.
El animal en la planta sigue ahí
La estática, el ombligo. Predije
terror no es miedo; el calor. Maldije
el pasadizo secreto que perdí.
La multitud, la piquiña. Corregí
hechos. El catalizador, el dique.
Y lo que tiene que salir del cuerpo,
ese zumbido que no suena a nada
dice todo. La noche, la molienda.
El alcohol, el carbono expuesto.
La alarma el lanzamiento, la bandada.
La fisura, la nave no está abierta.
La onomatopeya, sí, la música
Siete billones de piernas, un ojo.
Dejé la herramienta olvidada en casa,
mas no iba a volver. El plan, el entorno.
El tiempo, la batería, fueron masa
de nuevo contra células despojo.
La vuelta de la esquina ya me alcanza.
No tomarme tan en serio, recorro.
Escucho el movimiento de confianza
como un balde construido de madera.
La vibración, lo antiguo y el cerrojo.
Es el momento preciso, el antojo
que precede risa de años duradera.
¿Qué estrategias sirven para volverse
tierra? El puente, la cosa inanimada.
Quizás napalm sin guerra, o comerse
otro planeta sin colonias. La mirada.
Volver a pasar por ahí es la extensión
Lo repetimos varias veces pero no había otra forma,
amanecía y era necesario bajar del techo hasta el mercado.
Las voces nos separamos en mí,
quedé en un puesto tan amplio como un baño
para canjear mi ejército,
para vender mis amenazas.
Fue como pasarse una pastilla sin agua.
“La primer arma que existió fue el palo invisible,
porque no hay enemigos sino gente parecida”,
les dije a señoras y señores mientras apretábamos el trato.
Les dije, “Lo que se siente es tan necesario como ver los animales desconocidos,
así funciona este artefacto”.
Me pagaron y me senté a comer.
El sonido del agua después de medio día. La caja de fósforos.
Horas después me dijeron que compraban la persona encerrada en mi cabeza.
“Hay una cuestión”, les dije, “allí no hay puertas ni ventanas,
si acaso imágenes que no colgaré”.
Moví los dedos de la mano sobre la tabla del puesto,
como si las voces necesitaran ese sonido para un plan.
“Además” les dije, “ahí no alguien sino gente,
cambian con las cuentas día a día,
así que por favor retírese que voy tarde”.
Antes de la noche obtuve el segundo indestructible,
iba pasando por el pedestal del hombre sin cabeza.
Resulta que no hay que estar en vela para ver la nada
Viene una foto de intereses de la infancia,
pues quien ocurre en el presente hoy no está.
Fue a sorber la boca de las ansias en un juego,
volverá sin culpas para nadie y sin ganas de olvidar.
El pasto, los bolsillos vacíos sigue ahí.
La máquina de coser, afuera el olor a metal mojado.
El cable, la falta de comunicación.
Las cartas sobre la mesa, la gente con anillos.
Eso ocurría en la casa cuando todos volvían.
En los párpados se proyecta,
como poner algo oscuro detrás del reflejo para que aparezca mejor.
La silla mecedora, las once de la mañana.
La avena, láminas de vidrio rotas sigue ahí.
El agua caliente, la luz solar en el cuarto.
Podrá tratar los recuerdos como si fueran un vehículo mal parqueado.
¿Cuánto hasta funcionar como un anécdota? La depuración, el aguacero.
Los marcadores temporales son como los dibujos mal ubicados,
son la disipación absurda del reinado de un obstáculo.
Pero aun así fluyen, caen y van,
sin eso sólo quedarían casos abiertos en las rutinas elementales.
Ese espacio de tiempo no es el que se repite,
sino que llega para todos diferente entre las pausas:
Puede ser detenerse a atar cordones de zapato
o tratar de hacer un pacto con las plagas al evacuarlas del cuarto.
Esta supuesta novedad de ver las láminas sudando
es violencia controlada,
podrán ser láminas de papel o del tiempo y el espacio.
De todas las situaciones que se escurren de los dedos
sólo me quedan las misiones,
y de ahí las propuestas pa entenderme cotidiano.
Me limpio las ulas orejas, pienso en la fábrica que lo genera todo
La película,
última persecución.
La mujer muerta.
Varios encuentros,
la sobreinterpretación.
Cada esquina del
cuerpo se vuelve
una tribu. Los mismos
lugares. Rostros
desconocidos
transforman a esa gente,
que, aunque fuera
del yo, viven, son
ceniza en la conciencia.
Tribus escriben
con el fin: salir
de la cadena. Llegar
sin la fórmula.
Cambiar de horas,
tierra peregrinaje
cambiar de hombre muerto.