DEL TALLER DE POESÍA SALÍAN LAS LECTURAS MÁS TRISTES
La morada de mi cráneo
desgarrado lamento
pequeña molécula de mi carne
jamás humillada.
CLEMENTINA SUÁREZ
Caía el hacha cuando sonaba November Rain
y pocas lecturas hicieron de la ciudad
aquella postal de chicas audazmente flacas
que se iban a tomar café junto a las fuentes.
Teníamos que ir en busca de los poetas mayores
pero sólo encontramos sus versos hundidos,
las cuadernas auténticas
eran las de una poeta que había sido partida en dos por un hacha.
Una vez nos dieron la imagen de Frida
marchando junto a Diego en las movilizaciones comunistas
más coloridas de aquel mundo sepia
y algo traía el rumor de la muerte
porque Frida debía abrir el pecho de Trotsky
para chuparlo como un extraño mango del ártico
antes que cayera el golpe histórico
más importante del silencio.
Decir que la poeta conoció a Diego y a Frida
nos llenaba la boca.
Bastaba con esa sapiencia para ingresar al club de los primerizos.
Las chicas de las fuentes idearon la lectura
en el mismo lugar que Clementina soñó en dos partes;
debía ser una serenata llena de filos.
1991 y Clementina no le abría la puerta a nadie.
1991 y Clementina abría la puerta.
1991 y desaparecía la poesía
justo en el día en que Axl Roses se deslizaba
por el piano más lluvioso de aquellos días.
TODOS MIS MUERTOS EN MAYO
¿y el océano?: bandera de plomo.
No tenía nombre mi padre
pero bien que pudo
aguantar dos horas con un balazo en la nuca;
aguantó lo que duró su rabia
y luego se retiró en sinuosa espuma
con el vértigo que da, cuando lo mirás de cerca,
el reflujo de las olas.
Todos mis muertos en mayo
absoluto mes de sombra y espuma,
de lluvia como plaga transparente
de insectos innumerables.
Me preguntaban su nombre
y no tenía sentido decirlo
más que en las borracheras en el peor de los barcos.
Era mi padre y también todos los muertos.
Abro la cerveza
en el mismo mayo que ahora es océano.
Pocas cosas tienen sentido -pienso-
y no se puede ordenar el tiempo
como un puzzle perdido que amaste tanto
y que luego encontraste
con muchas piezas faltantes.
Todos mis mayos
rebalsan y se retraen como la espuma.
Debió ser una gran imagen
–con cada pieza encajando–
esa de un hombre de cuarenta y dos años
bebiendo al lado de su padre
de treinta y dos.
EL MEJOR VINO ES EL DE CASA
–DIJO A TODOS ESPARTACO KIRK DOUGLAS THRACIUS–
y todos bebieron a borbotones
como si la noche fuera agua.
Eso fue un día antes de la batalla
en la que Kirk haría fama y Espartaco infortunio.
Este sol incesante me trae semanas santas
pegado al televisor.
La de Espartaco era mi crucifixión preferida:
de ella aprendía que ir a la cruz peleando
era mejor que ir manso a ella.
Beber vino como agua y transformar
cada mansedumbre en una legión feroz
era el mejor milagro.
El éxodo de los esclavos hacia el sur de Italia
y la breve felicidad de los que huían;
alguien plagió a alguien
así como mi espada de madera enfrentaba
a la de mis amigos, breves ferocidades
que astillaban las tardes.
Veo glotones cargueros llegando desde el norte,
atracan
y los montacargas doblan la cerviz de la isla.
¿Vendrá un procónsul en ellos?
Para derrotar a Espartaco
enviaron a Marco Licinio Craso,
el hombre más rico de Roma.
El más rico contra el más pobre -me dije-,
el más esclavo de sus tesoros
contra el más libre de ellos.
Al día siguiente
el horizonte siluetaba miles de cruces
como puestos de frituras hay aquí
a lo largo de la Vía Apia.
Nadie delató a Kirk porque todos
soñaron con la libertad:
cuarenta mil del lado izquierdo de la cruz
y cuarenta mil a la derecha,
ladrones y esclavos buenos por millares.
Pedro un día
andaría por esta misma ruta
y jamás mencionaría a Espartaco;
en cambio, yo, desde entonces
y hasta el mismo borde de esta dorada cerveza,
aprendí a ofrecerle mi espada de madera
a los Cristos que mi abuela iba comprando
de cuando en cuando, desnudos y flagelados.
Por igual,
un poster de Kirk Douglas
tuvo su vela encendida
durante años.